Raíces

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Raíces

¿Cómo echar raíces con la voz dividida entre dos lenguas y el alma repartida entre dos tierras?
María Ignacia Schulz
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María Ignacia Schulz

Es verano en el hemisferio norte e invierno en el hemisferio sur. Durante el mes de agosto, Literatur.Review los reúne a ambos a través de la publicación de relatos aún no traducidos o inéditos del norte y del sur del planeta.

María Ignacia Schulz Investigadora, escritora y traductora afrocolomboalemana. Candidata a Doctora en Humanidades y Sociedad Digital por la Universidad Internacional de La Rioja y miembro del Grupo de Investigación GREMEL de la misma universidad. Tiene un máster en Literatura Española y Latinoamericana (Universidad Internacional de La Rioja) y estudió Lingüística y Literatura en la Universidad de Cartagena (Colombia), donde también enseñó literatura colombiana, entre otras asignaturas. Es Investigadora Asociada del ERC Starting Grant Project AFROEUROPECYBERSPACE (Universidad de Bremen) e integrante del Grupo de Investigación De Áfricas y Diásporas: Imaginarios Literarios y Culturales de la Universidad de Alcalá. Sus intereses de investigación incluyen las construcciones identitarias, las literaturas afrocaribeñas hispánicas, los feminismos negros y afrocaribeños y los afrociberactivismos en el mundo hispanohablante. 

Y una vez llegaras a la cima, podrías verlo todo y sentirías tal felicidad 
que te bastaría para no volver a preocuparte en toda tu vida. - Amy Tan

El viejo Stahl ha regresado a trabajar en su jardín. Días atrás caí en la cuenta de que estaba vacío, árido y la tierra se mostraba de un gris como el cemento. No se veían las plantas que en años anteriores para estas fechas ya se erguían relucientes y prometedoras. Desde mi ventana observo que tiene un arado entre las manos y sus movimientos son bastante lentos. Avanza con un pie al que luego le sigue el otro. Ya casi se acerca a los noventa años y sin embargo hay mucha seguridad en lo que hace. La sabiduría de quien toda la vida no ha hecho otra cosa distinta de sembrar. Su jardín, una parcela de unos 800 m2, tenía todo el año algo que ofrecer: al final de la primavera las lechugas se asomaban crespas y como numerosas flores verdes poblaban el jardín. Con el sol del verano se veían los primeros girasoles y las plantas que anunciarían unos tomates rojos, jugosos, delicados. Alguna vez, después de que mi perro se cruzara a su patio y yo apenada intentara ofrecerle mil disculpas, me hizo señal de que lo esperara y regresó con una calabaza de mantequilla y un ramito de remolacha. 

Nuestro jardín también es grande y a Sebastián se le ha dado por sembrar vegetales, verduras y últimamente flores para mí. Se le ha despertado la vocación de campesino que caracteriza a los vecinos de este lado de la calle. Nuestra casa, al igual que las demás, fue en otro tiempo una granja donde se cultivaba todo lo que se necesitara para no pasar hambre y se criaban animales. Los vecinos, a diferencia de nosotros, nacieron aquí. Una generación recibe a la siguiente, así que, con el viejo Stahl y su esposa, vive su hijo y su nuera y los nietos y, seguramente, los bisnietos habitarán esa casa cuando los bisabuelos ya no estén. 

La familia Stahl vendía su cosecha en las plazas de mercado y en algunos supermercados locales, pero con la brutal competencia generada por los grandes distribuidores que ofrecían cada vez más y a menor precio, no pudieron seguir vendiendo sus productos, así que decidieron seguir sembrando solo para el consumo familiar. Eso me contó alguna vez que charlamos a través de la cerca. O al menos eso creí entenderle, pues habla el dialecto de Franconia y muchas veces asiento con la cabeza simulando comprender solo para seguir con la conversación y escuchar su voz de cascada con muchas piedras.  Me dijo que la situación se había puesto difícil y su hijo igual había decidido no cultivar más, no seguir con la tradición familiar. Él en cambio, seguía levantándose entre cuatro y cinco de la mañana para empezar la faena del día: activar el sistema de regadío, quitar la maleza que osaba meterse entre sus amadas plantas, arar si era necesario y recoger los frutos que ya sabía listos para comer. Debe tener una familia numerosa que se propaga más allá de los confines del barrio pues ellos son solo seis personas en total y no creo que alcancen a consumir tanta lechuga como ese jardín produce: mientras habla pienso en ensalada de lechuga, lechuga marinada, lechuga al ajillo, lechuga para el sándwich, lechuga… lechuga. ¿Cómo podrán comer tanta lechuga? Nunca me regaló una, aunque me hubiese gustado probarlas. Se veían grandes, redondas, verdes y frescas. 

Me despido del viejo Stahl y regreso con mi perro a mi jardín. Me detengo en el centro y voy girando lentamente todo mi cuerpo y mis ojos con él. Este es mi jardín. Esta es mi casa. Aquí moriré, me digo, y cierto temblor va subiendo desde mis pies hasta mis orejas. Cierro los ojos y pienso en mi madre en Cartagena. Seguramente ella también estuvo alguna vez en el centro de nuestro jardín y repitió mis palabras y sintió mi temblor.

***

Yo ya había estado unos veinte años atrás en Alemania, de vacaciones. En aquella ocasión el mundo me pareció recién inventado. Una amplia pradera de un verde fresco, brillante, se abría ante mis ojos. El tren volaba, pero yo aún no podía preocuparme por su velocidad, solo por el amplio verde y el amarillo de los campos de colza que de cuando en cuando se atravesaban en el camino. Mis ojos se agrandaban como queriendo atraparlo todo, el color, el brillo, el verano. Imagino que una sonrisa se esbozaba en mi rostro. No podía ser de otra manera. Estaba feliz de haberme atrevido a cruzar el charco, como llamábamos entre mis amigos al señor océano Atlántico, en un intento por disimular el miedo a esa aventura que había comenzado un par de semanas atrás cuando conocí a Erich. 

Nos habíamos visto solo tres veces: un mediodía la primera vez, yo iba vestida de azul y llevaba el cabello suelto y una pila de exámenes para revisar. Que cómo me llamaba, que qué hacía, que por qué aún no comenzaba la película, que si aceptaba salir con él a bailar. Le respondí que me llamaba Camila, que daba clases, que la película comenzaría a tiempo porque en el instituto eran muy serios, que se calmara y que sí, que podríamos ir a bailar. Pero no fui. Esa habría podido ser la segunda vez, en cambio fue en un bar de salsa, yo miraba por el balcón hacia la Torre del Reloj para verificar disimuladamente el tiempo y me disponía a soltar unos pasos sola, cuando lo vi entrar. Allí estaba, el chico de hacía un par de días que seguramente se quedó esperándome. Intenté esconderme entre la cerveza y el ritmo de una canción que ahora no recuerdo, pero no pude evitar que se me acercara. Y otra vez una cita programada ahora para el domingo. Llegué dos horas después de lo acordado, con Isabel, mi amiga que me había convencido de dejar la cama. Al menos esta vez llegaste, fue su saludo. Y ocho semanas más tarde iba con él en un tren de Fráncfort a Stuttgart, mirando a través de la ventana como si el mundo y yo hubiésemos sido creados en ese preciso instante. Sentía la felicidad de una niña que ha hecho la travesura más original sin haber ensuciado sus tenis blancos del colegio.

Era la primera vez que salía de Cartagena. Realmente, la segunda. La primera fui con mis amigas a Punta Arena, una isla ubicada a unos quince minutos en lancha desde Cartagena. Olvidé llevar cepillo de dientes, y muchas otras cosas porque no estaba acostumbrada a hacer maletas o empacar para un paseo. Después de eso siempre guardo uno en mi bolso, así vaya de compras al supermercado. Pero fue la primera vez que viajaba en avión. Si pienso en que he jurado no volverme a subir a uno de ellos, a no ser que sea absolutamente necesario, por la angustia y el miedo que me causa, el temblor compulsivo que se origina en mi nuez de Adán, el sudor de las manos y la necesidad de que me aten a la silla, no me puedo imaginar cómo aquella primera vez fui feliz. 

Erich me llevó a su pequeño apartamento de dos habitaciones perfectamente ordenado: todo en su lugar y todo en demasía para mis gustos y tranquilidad. Baterías en voltajes no conocidos, papel de cocina que se apilaba en un estante, pacas de leche conservable, bombillos, clavos y tornillos de todas las formas y tamaños. Jabones, esponjas lavaplatos, aceite, sal… de cada cosa que hubiese en el apartamento se podría encontrar más en esa pequeña cámara que yo había descubierto accidentalmente mi primera mañana en Alemania. Estaba sola y aún recuerdo la angustia que me invadió. ¿Estaría en manos de un psicópata? ¿Cómo se puede tener de todo un poco más, milimétricamente ordenado por tamaño, color, uso? En mi casa solo había lo que había para el día. Si se necesitaba un nuevo bombillo se iba a la tienda a comprarlo. Si la leche se acababa se iba a la tienda a comprarla. Un tornillo se le pedía al vecino que era mecánico. Las herramientas llegaban de cualquier casa y se quedaban hasta que otro vecino las necesitara. Me tranquilicé pensando que había organizado ese viaje con toda la documentación en regla, la de él y la mía. Si me pasaba algo, al menos en algún momento encontrarían quién descuartizó mi cuerpo y dónde lo escondió. Lo más importante era que me encontraran viva o muerta. Así que esa primera mañana y después de mi fatal hallazgo decidí quedarme asomada por la ventana esperando que Erich regresara del trabajo. Me pregunto por qué no salí huyendo. Era una suerte de fascinación mística por ese nuevo mundo la que me hacía esperar mi muerte allí, frente a la ventana, mientras veía ese cielo de un azul menos brillante que el mío cartagenero.

No pasó absolutamente nada, de lo contrario no estaría escribiendo esta historia. Fue uno de los veranos más felices de mi vida. Las caminatas apacibles por los campos de vino, los paseos a los Biergarten o jardines de cerveza, como traduzco al español. Subirse al bus y sentir su mano sobre mi muslo cuando quería detener el impulso de levantarme y gritar ¡parada! que ya veía venir de mi cuerpo y soltar ambos una carcajada que ponía sobre nosotros la mirada de los demás pasajeros. Bajar y atravesar la calle cuando el semáforo lo indicara y no como yo quería: corriendo, mirando de izquierda a derecha y otra vez su mano frenando mis impulsos y otra vez la carcajada.

***

Yo regresé un par de veces más a Alemania y él a Colombia. Y en algún momento pensé que aquí se podría morir o echar raíces -otra forma para hablar de ese querer morir en un sitio determinado-. Hasta esa noche cuando salíamos de una discoteca en Dresde. Debíamos ir con el metro hasta la estación final y allí tomar el taxi que él ya había pedido. Un par de horas más y estaríamos de regreso en la casa de sus padres que habíamos ido a visitar en esa ocasión y que quedaba en una pequeña ciudad llamada Pirna. Eran pasadas las dos de la mañana. En el vagón del metro se encontraban un par de pasajeros más. Todos con sus abrigos negros, sus gorros negros, sus guantes negros. Era invierno y hacía mucho frío. De pronto sentí como si me colocaran algo muy pesado sobre mi hombro derecho y giré la cabeza en dirección a la ventana. Tres jóvenes rapados y con chaquetas anchas me miraban intensamente y al mismo tiempo gesticulaban sin parar. Se subieron al tren, pasaron a mi lado y me dijeron “Scheißneger”. Se sentaron diagonal a nuestro puesto de tal forma que me podían seguir observando y vociferando. Scheißneger, lo supe después y lo aprendí para siempre, significa “negro de mierda”. Negra, para mí caso, pienso. Negra de mierda. Los demás pasajeros empezaron a inquietarse. Erich me miró y me dijo que no les prestara atención, que solo querían provocar, fastidiar un poco y nada más. Imagino que eso mismo pensaron las otras personas en el vagón porque poco a fueron dejándonos solos con ellos. Quizás no tenían que llegar hasta la última estación como nosotros y mucho menos ahora que el ambiente se ponía pesado, denso. Una voz anunció la estación final y con ello, la indicación inquebrantable de desocupar el tren. Los tres jóvenes lo hicieron primero, luego Erich y yo. Al caminar un par de metros los vimos más adelante con palos en las manos, parecían esperarnos. Se dirigieron hacia nosotros al vernos. Erich, como siempre hacía cuando quería indicarme algo, me tomó de la mano, pero esta vez la asió tan fuerte que llegué a sentir algo de dolor y empezó a correr con ella y mi cuerpo detrás, de vuelta al tren. Subimos aprisa y ante la mirada desconcertada del conductor, empezó una conversación que, como me enteré más tarde, se trataba de que debíamos salir, que era la estación final, que no, que unos jóvenes nos esperaban afuera con palos en la mano, que llame a la policía por favor, que se llamó pero dicen que no ha pasado nada y, entonces, Erich recordando que había pedido un taxi que ya debía estar esperándonos más adelante. Otra llamada más y el taxi se acercó, se pegó a la puerta de la cabina del conductor y por allí salimos del tren. Las rodillas de Eric temblaron, me confesó más tarde. El taxista al enterarse de lo ocurrido comentó en un español impecable que él estaba casado con una mexicana y que desde hacía quince años vivían en Dresde y nunca les había ocurrido algo similar. En mí ya se incubaba la idea del árbol que echa raíces cuando decidí en silencio que nunca viviría en Alemania. Recordé entonces, que ya en Pirna, me había sentido extrañamente sola. En la calle no había otra como yo, digo, negra. Ser distinta había sido la mayoría de las veces un motivo de orgullo, para caminar erguida y segura. Aquí, solo cuando me miraba al espejo descubría a otra mujer como yo. Decidimos regresar de inmediato a Stuttgart, apoyados por los amigos de Erich que justo ahora le decían que cómo se le podía ocurrir viajar en transporte público con una negra en el oeste de Alemania. Y yo pensaba, cuando él me lo contaba, casi pidiendo disculpas y deseando que mis raíces de todos modos se quedaran con él, que cómo no pudo preverlo y me olvidé del árbol, de las raíces y sus hojas y de todas esas pendejadas. Juré no regresar. Una vez que el miedo se instala, no sabes cómo desalojarlo. Mi piel se erizaba y temblaba cada vez que veía hombres rapados. Muchos me devolvían una sonrisa con los ojos, sin comprender por qué de repente yo me quedaba estática al cruzarlos en la calle. Sorry, aclaraban. Pensaban que me habían cerrado el paso en la acera y se disculpaban. Yo solo temblaba. Y, después, en el apartamento, lloraba con un llanto catarata que no se detenía nunca y más rabia me daba porque no tenía sentido.

***

Y así pasaron los días, como dice alguna canción. También la historia con Erich pasó. Sucedió una noche cuando acompañaba a Esteban a ver una película de un director de cine alemán: El acordeón del diablo. Esteban posó su mano derecha sobre la mía izquierda, sin decir nada y allí la dejó. Alcancé a sobresaltarme, pero callé, no quise darle más matices a un simple gesto como ese. Regresamos en silencio al instituto y nos despedimos. Mi cabeza daba vueltas y ya me preguntaba si debía buscarle la quinta pata al gato, si debía volver a mirar esos ojos que muchos meses atrás, me habían cautivado, antes incluso de haber conocido a Erich.

***

Al viejo Stahl se lo han llevado al hospital. Vi la ambulancia acercarse y al constatar el abandono de su jardín supuse que era a él a quien buscaban. Desde la ventana de la sala que da a la calle, no puedo confirmar si es a él a quien se han llevado. Cierta tristeza se instala inevitablemente en mis ojos y me observo hacia dentro. Repaso los recuerdos: la mano alzada de mi padre en gesto de despedida, el beso suave de mi madre posado en los dedos de su mano, la nieve cayendo y mis botas sin la suela adecuada amenazando con hacerme resbalar, los padres de Esteban rebosantes de alegría. Las imágenes se agolpan y salgo corriendo al jardín. Ya son más de dieciséis años en estas tierras. Aún no hablo la lengua de Anna Seghers o de Julia Frank, no. Mi lengua es una lengua atravesada que en días cristalinos fluye sin titubeos y en otros, pareciera recién aprendida. Mi lengua habla también en acentos que saben de sus múltiples raíces y suelta carcajadas despampanantes y músicas no escuchadas. Mis hijos en cambio cruzan las aguas de los idiomas sin temores y algunas veces inventan palabras que dan cuenta de sus mundos; ellos fluyen y yo sé que se saben ciertos y pertinentes aquí.  Mientras pienso en ello me veo detenida, sembrada en la mitad del jardín. Extiendo mis brazos como alas e intento dar giros suaves que me levanten, pero de mis pies emergen unas raíces vigorosas, rápidas y profundas que descienden perpendiculares al suelo. Algo de terror se apodera de mí y no puedo regresar a la casa. Soy el manzano y el árbol de nuez a la vez, y de mis orejas salen hojas diminutas.

De fuego y tiempo: el cuento afrocolombiano contemporáneo | Verónica Peñaranda, Yaír André Cuenú, Uriel Cassiani | El Cuarto plegable | 224 páginas | 65.000 COP | Portada Pelucas Porteadores: Liliana Angulo Cortés


Acerca de la historia

Publicado en: De fuego y tiempo: el cuento afrocolombiano contemporáneo (Lugar Común Editorial, 2023). Antologadores: Verónica Peñaranda Angulo, Uriel Cassiani y Yaír André Cuenú M.

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Esta antología está compuesta por 24 cuentos escritos por ocho autoras y doce autores y la imagen de la portada -asimilada como parte de la compilación-, obra de la artista plástica Liliana Angulo Cortés. Su estructura en dos partes, “De fuego” y “De tiempo”, alude a la propia imagen de la invención del tiempo ficcional que se relató bajo el fuego de las cavernas, en épocas antiguas en las que los ancestros de toda la humanidad contaban historias. Toda la compilación está impregnada de variedad etaria, temática, lingüística, estilística y profesional. La decisión de clasificación obedece más a los tiempos de publicación que a otras variables. En cuanto a la organización interna, se intercalan, en la medida de lo posible, un autor y una autora sucesivamente. En “De fuego”, optamos por una forma de organización convencional iniciando con uno de los pioneros, en “De tiempo”, hicimos uso del azar como principio organizador. 

El nombre de la primera parte es un homenaje a la figura del fuego -que hemos venido explicando- como almo de las primeras narraciones. Se engalana con ocho cuentos, cinco publicados y tres inéditos, pertenecientes a personas inspiradoras y/o canónicas de este género: Carlos Arturo Truque, Sonia Nadhezda Truque, Alfredo Vanín, Amalia Lú Posso, Pedro Walther Ararat (homenaje póstumo) y Adelaida Fernández Ochoa. En la segunda parte, “De tiempo”, nos encontramos con un abanico de relatos inéditos escritos desde distintos lugares del país y del globo terráqueo. Al igual que las percepciones del tiempo, estas historias se presentan con un variopinto de mundos posibles de los que son responsables: Estercilia Simanca Pushaina, Uriel Cassiani, Giussepe Ramírez, Rubén D. Álvarez Pacheco, Trilce Ortiz, Juan Sebastián Mina, Hernán Grey Zapateiro, María Ignacia Schulz, Yaír André Cuenú Mosquera, Luis Mallarino, Isabella Sánchez Victoria, Sedney Suárez Gordon, Robinson de Jesús Quintero y Ana Yuli Mosquera.

Los relatos que aquí presentamos nos vinculan, de entrada, con la nostalgia, la cercanía a la muerte, la admiración ante el amor, la reinstalación de la vida, la tradición oral, la música como motor de espacios e identidades, la opacidad de la condición humana, la celebración por lo oculto.

(Este texto fue tomado de la introducción del libro.)