La aventurera

Es verano en el hemisferio norte e invierno en el hemisferio sur. Durante el mes de agosto, Literatur.Review los reúne a ambos a través de la publicación de relatos aún no traducidos o inéditos del norte y del sur del planeta.
Jessica Zafra, nacida en 1965, es una de las autoras más famosas de Filipinas. Escribe columnas para publicaciones como el New Yorker y Newsweek, principalmente sobre temas culturales, es crítica cinematográfica y literaria, trabaja como periodista de televisión y escribe guiones. Su primera novela, The Age of Umbrage, se publicó en Filipinas en 2021 y alcanzó su quinta edición en 2024.Transit Verlag la ha publicado en alemán en 2025.
Era muy guapa, así que siempre se salía con la suya. Durante toda su infancia, la gente le decía a sus padres que su belleza les traería una gran fortuna. Para sus padres, humildes empleados de banco, eso significaba que se convertiría en una reina de la belleza o en una actriz famosa, y que nunca tendrían que volver a trabajar. Recibió una educación muy escasa —para qué, no iba a necesitarla— y su ignorancia era terrible. Apenas había dejado los pañales cuando los cazatalentos llamaron a su puerta. De niña apareció en anuncios de televisión. En la adolescencia, cuando se inscribía en los concursos de belleza, las otras chicas se quedaban sin habla y rompían a llorar, porque ¿cómo podían competir con ella? Un diseñador de moda dijo que se parecía a Rita Hayworth (eso fue antes de Internet, de modo que nadie pudo buscar en Google a qué se refería). Se clasificaba automáticamente para las semifinales por pura belleza, pero era perezosa y petulante y no ocultaba que pensaba que todo el mundo estaba por debajo de ella. Sus padres le rogaron e insistieron en vano, y pronto se convirtió en una eterna subcampeona y no hubo más concursos a los que presentarse.
Un representante de talentos le consiguió pequeños papeles en algunas películas, pero siempre llegaba tarde al plató y no se molestaba en recordar sus frases. Ni siquiera en los «casting de sofá», donde debería haber reinado, pudo hacer que los productores renunciaran al dios Beneficio. Eran los años noventa y ella tenía 25 años.
En un bar de Malate, un saudí de unos 30 años la sedujo. Sus camisas Armani, sus vaqueros Ralph Lauren, sus mocasines Gucci y su reluciente Rolex anunciaban que era el hombre que ella y sus padres habían estado esperando. Una semana más tarde estaba viviendo en su suite del Hotel Intercontinental, que pronto se llenó de bolsas de la compra de las tiendas más exclusivas de Manila. Bastaba con que ella echara una mirada a un vestido o una joya para que él se lo comprara. Había encontrado su vocación: ser mantenida por un hombre rico. Carecía de aptitudes para cualquier otra cosa. Las objeciones de sus padres, religiosos practicantes, fueron rápidamente disipadas por regalos como grandes frascos de perfume francés, un bolso de mano Louis Vuitton y las últimas zapatillas Nike para sus hermanos pequeños. Seis meses después, el saudí le compró un apartamento en un bonito edificio de Legazpi Village: un estudio, pero eso solo fue el principio. Cuando tuviera un hijo, se mudarían a una lujosa urbanización cerrada como Corinthian Gardens, donde tendría criadas y chóferes para satisfacer todos sus caprichos.
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Dos meses después, sin mediar palabra, le anunció que tenía que volver a Yeda para casarse con una musulmana como es debido. No podía hacer nada, sus padres se lo habían ordenado. Ella despotricó y amenazó con cortarse las venas, pero tres días después él se había marchado.
Así que fue a Malate, al bar donde había conocido al saudí, y se emborrachó como una cuba. A medianoche se había quitado los zapatos y bailaba encima de una mesa rodeada de hombres que la miraban con la lengua fuera. A las tres de la madrugada se desmayó. Cuando se despertó a mediodía, estaba desnuda en la cama con un hombre que también estaba desnudo. Él la miró y le dijo con un acento extraño:
—¿Quieres casarte conmigo?
Ella lo miró como si no lo hubiera visto en su vida. De hecho, nunca lo había visto en su vida. Era pálido y delgado, con un mechón de pelo en el pecho más claro que el rubio sucio de su cabeza. Tenía la cara larga y delgada, partida por la mitad por una nariz grande y puntiaguda. Tenía los ojos profundos y húmedos y la mirada de un loro benigno.
—¿Quién eres? —bostezó, estirando las extremidades y estremeciéndose ante la luz del sol que se colaba por el hueco entre las cortinas.
—Charles —dijo el desconocido, con una sonrisa que dejaba ver unos dientes pequeños y torcidos. Tenía una cara bonita. Un rostro amable. El saudí había sido amable... hasta que dejó de serlo.
—¿Quieres casarte conmigo? —repitió.
¿Qué tenía que perder?
—Vale.
Charles era de París, lugar del que ella había oído hablar, en Francia, del que no era el caso. También era rico, como confirmaban su vestuario, sus posesiones y su comportamiento en general. Iba a volver a París al cabo de un mes y quería que ella le acompañara. Sus contactos en el consulado francés le proporcionarían un visado y se casarían antes de partir. Ella había visto París en una película y era precioso. Estaba cansada de Manila, de sus padres y de sus amigas, que se aferraban a sus novios cada vez que ella andaba cerca, como si fuera culpa suya que la desearan. ¿Qué se suponía que tenía que hacer, ponerse fea? ¿Y cómo iba siquiera a lograrlo?
La ceremonia la celebró un juez y al día siguiente volaron a París. A ella le decepcionó que se sentaran en clase turista, pero solo porque había visto a algunas personas bien vestidas a través de la cortina que los separaba de la clase Business.
En París se registraron en un hotel con vistas al Sena, y él la llevó a dar un paseo en barco y le señaló los lugares de interés. Ella vio la catedral de Notre Dame, donde el jorobado tocaba las campanas. Parecía vieja, ¿por qué no construían una nueva? Vio el Louvre, donde antaño vivían los reyes, y pensó en lo agotador que debía de ser recorrerlo de punta a punta. Estaba a punto de convertirse en una parisina.
Tres días después salieron del hotel y tomaron un taxi hasta la casa de Charles. Ella se agarró del brazo de su marido, emocionada. Su nueva vida se extendía ante ella, en una de esas casas palaciegas que parecían una tarta nupcial. Se sentía como una princesa. Entonces, el coche entró en una calle estrecha y el gran bulevar se convirtió en un laberinto de calles grises con sus tiendas y quioscos. Podrían haber estado en Manila, con sus atascos, su basura y sus sórdidos personajes en las esquinas esperando para abalanzarse sobre algún peatón desprevenido. Ésa era su antigua vida, que felizmente había dejado atrás. Y entonces Charles le dijo al conductor que parara delante de un restaurante chino de mala muerte llamado «Le Canard Chanceux».
—Pero aún no tengo hambre, todavía es pronto —le dijo.
—Qué graciosa eres —le dijo su marido, pero no se reía. Salió del coche y empezó a descargar el equipaje. Ella se apresuró a coger su maleta nueva de Louis Vuitton antes de que él pudiera dejarla sobre el sucio cemento. ¿Qué estaba pasando? ¿Iban a cambiar de coche? Entonces el taxi se alejó y Charles llevó las maletas hasta una puerta junto al restaurante chino. Marcó unos números en una caja y la puerta se abrió con un clic.
—Vamos, ¿a qué esperas? —le preguntó Charles.
—Yo... yo... —sentía las piernas ancladas al suelo. Las últimas semanas parecían un sueño lejano. El mundo le había arrojado un vaso de agua helada a la cara, sacudiéndola para despertarla.
—¡Perdita!
¡Soy Perdita Lozada Bouyer, de la hermosa ciudad de Manila!
Mansamente arrastró su maleta nueva por la puerta y subió las escaleras tenuemente iluminadas hacia su vida parisina.
Los padres de Charles eran ricos, Charles no. Los franceses no son como los filipinos, cuyos hijos reciben mimos mucho después de la infancia. Charles trabajaba en una compañía de seguros y vivía en un apartamento de dos habitaciones. Una habitación era su dormitorio y la otra estaba llena de cajas y material deportivo. El cuarto de baño era minúsculo y contenía una bañera, una lavadora y una secadora. El retrete estaba en una habitación aparte, aún más pequeña, y no tenía lavabo. Los pasillos olían a grasa, jengibre y una especia que olía a pies. Perdita quería llorar. Quiso darse la vuelta y regresar a Manila, olvidar todo aquel episodio como una pesadilla de borrachera. Justo entonces, Charles le sacó el pasaporte del abrigo y lo metió en un maletín.
—Es por seguridad —dijo, mientras sonaba el clic de la cerradura de combinación. El maletín fue a parar al fondo del armario. Durante un futuro indefinido, ella quedaba atrapada en aquel pequeño apartamento, encima de un restaurante maloliente, en un edificio mugriento, en una zona poco elegante de París.
Cada mañana, Charles se iba a trabajar y ella se quedaba en la cama hasta que le entraba hambre. Entonces se ponía un abrigo y, sin molestarse en peinarse, salía a buscar algo de comer. Charles le daba una asignación y comían fuera todas las noches para que ella no tuviera que cocinar. Todos los miércoles venía una mujer de Ghana a limpiar el apartamento y hacer la colada. La señora de la limpieza era negra. Perdita tenía un miedo y una desconfianza irracionales hacia los negros, a menos que fueran jugadores de baloncesto y, por tanto, ricos. Los ricos eran automáticamente dignos de confianza. Las primeras veces que la señora de la limpieza fue al piso, Perdita la vigiló de cerca, esperando que en cualquier momento se llevara su reloj Cartier o su bolso Chanel. Al cabo de un mes, más o menos, dejó de preocuparse. Que se llevara lo que quisiera, lo único que importaba era salir de allí.
Pero, ¿adónde iría? Todos los días, mientras caminaba sin rumbo por el barrio, se fijaba en las miradas que le dirigían los hombres de la calle. Era una mirada que había estado recibiendo desde que tenía nueve años: sorpresa, luego admiración, que rápidamente se convertía en codicia. Los hombres querían poseerla como si fuera un reloj o un par de zapatillas. Cuando era más joven, hacía apenas dos o tres años, se deleitaba en el poder que ejercía sobre ellos, los mantenía en vilo hasta que estaban dispuestos a arrancarse el corazón y ofrecerle aquel despojo palpitante y sanguinolento. «Moriré sin ti», le decían una y otra vez, como el estribillo de una mala canción pop. Cuando aceptaba ser de ellos, su felicidad resultaba conmovedora; ella se sentía como una diosa otorgando sus bendiciones a los desventurados mortales. Era como si hubiera bebido un champán muy caro directamente de la botella. Y entonces, sin previo aviso, algo cambiaba. Los hombres despertaban como de un profundo estupor y poco a poco se sacudían su hechizo. Seguían deseándola, pero su poder empezaba a desvanecerse y, al poco tiempo, se convertía en una mera posesión, como un reloj o un par de zapatillas deportivas.
Perdita, que nunca se había molestado en prestar atención a sus lecciones en la escuela, se descubrió pensando por primera vez en su vida. Pero dadas las circunstancias en las que se encontraba, era refrescante descubrir su propia mente. No necesitó pensar mucho para llegar a la conclusión de que la solución a su problema no era otro hombre: eso solo significaría cambiar de carcelero. Había visto muchos reportajes en la televisión filipina sobre emigrantes filipinas que habían huido de sus empleadores abusivos y maridos extranjeros (a menudo eran la misma persona) y habían buscado ayuda en la embajada filipina. Decidió que aquello sería demasiado embarazoso. Además, intuía que volver a Manila no solucionaría nada, no haría más que volver como un hámster a su rueda, corriendo sin avanzar. Por el momento consideraría su estancia en París como unas vacaciones de su propia vida. Charles no era tan malo, exigía poco y solo quería que lo quisieran.
Llevaba un mes que estaba en París cuando Charles llegó un día a casa entusiasmado. Su madre les había invitado a comer al día siguiente. Le dijo que su madre, Melanie, profesora de la Universidad de París VII, era la mujer más distinguida y elegante del mundo. Perdita debía ponerse su mejor ropa y mostrar todo su encanto cuando fuera presentada a semejante dechado. Pasaron toda la velada practicando cómo decir «Bonjour», «Merci» y «Madame» correctamente.
Ninguno de los hombres con los que había mantenido relaciones la había presentado nunca a su madre. Comprendió que era una ocasión importante y, a pesar de sus recelos, decidió causar una buena impresión.
A la mañana siguiente se moldeó el pelo, se maquilló y se puso su vestido más caro, un diseño estampado de Gucci que la hacía parecer una gata lasciva y exótica. Charles lanzó un grito de horror y la arrastró hasta su habitación. La obligó a ponerse un vestido gris muy sencillo que la hacía sentir como una monja, y a retirarse casi todo el maquillaje.
—Perfecta —le dijo, mientras la miraba sin deseo. Fue una sensación desconcertante.
Melanie vivía sola en un apartamento de siete habitaciones en Passy, cerca de la Torre Eiffel. Las paredes estaban forradas de cuadros, fotografías y estanterías repletas de libros.
—¿Ha leído todos estos libros? —preguntó Perdita a Charles, que la fulminó con la mirada y apartó la vista. Melanie era una mujer bajita y rechoncha, con el pelo blanco cortado a tazón. Llevaba un vestido blanco holgado y un broche en forma de racimo de uvas. En sus diminutos pies llevaba bailarinas.
—Así que tú eres Perdita —dijo con un encantador acento inglés. Acercó sus mejillas resecas como el papel a las de Perdita e hizo un ruido de beso. El cuidadosamente ensayado «Bonjour» de Perdita sonó como «Benyuu», lo que provocó una mueca de dolor en Charles.
—Tengo muchas preguntas que hacerte —dijo Melanie mientras se sentaban alrededor de la mesa decorada del comedor. Una doncella de Sri Lanka, de aspecto malhumorado, salió de la cocina con un gran cuenco de ensalada—. Pero estoy segura de que tú también tienes muchas preguntas, así que puedes empezar.
—Este apartamento es muy grande —dijo Perdita. Estaba lleno de cosas viejas, nunca pudo entender por qué la gente se aferraba a las cosas viejas cuando podía permitirse comprar otras nuevas.
—Lo heredé de mis padres —dijo Melanie—. Este edificio tiene más de cien años.
—¿Cuántas habitaciones tiene? —Perdita ignoró la advertencia en el rostro de Charles.
Melanie dio un respingo, como si nunca se le hubiera ocurrido preguntar.
—No lo sé —contestó, riéndose—. ¿Cinco? —se volvió hacia la doncella que estaba sirviendo la ensalada—. ¿Harshani?
—Siete —respondió la doncella, con la seguridad de quien ha tenido que limpiar cada una de esas siete habitaciones.
—¡Vaya! —dijo Perdita—. Es como una mansión.
Su suegra se encogió de hombros.
—La gente solía tener familias más numerosas. Y mi abuelo solía recibir invitados con frecuencia.
—¿Y vives aquí sola? —Charles se quedó mirando su ensalada como si contuviera varios gusanos gordos y retorcidos.
—Sí —dijo Melanie.
—Qué tontería, todo este espacio desaprovechado. ¿Por qué Charles no vive aquí?
—Cariño, prefiero vivir solo —tosió.
—Mi hijo necesita su independencia —dijo Melanie entre risas.
—Pero ahora no estás solo, estamos casados —afirmó Perdita.
Un silencio pesado cayó sobre la mesa, como si un piano se hubiera estrellado contra el suelo. Charles vació su copa de vino e indicó a la doncella que se la llenara de nuevo El almuerzo se iba a alargar.
Después de comer, Charles tenía que volver a la oficina, pero su madre se ofreció a llevar a Perdita al Louvre. Perdita aceptó entusiasmada, pues pensaba que el Louvre era un centro comercial de lujo. Lo cual, si se conoce la historia, no era del todo erróneo. Le gustaron los apartamentos del emperador, con su mobiliario fastuoso y sus relucientes adornos. «Viejos, pero con clase», pensó. Habría pasado horas contemplando las joyas de la emperatriz, pero Melanie insistió en mostrarle sus cuadros favoritos: grandes lienzos de matanzas históricas, mujeres desnudas con desmesuradas nalgas rosadas y retratos de personas de aspecto solemne que la miraban desde el marco como si conocieran alguna verdad terrible sobre ella.
—Este es mi cuadro favorito —declaró Melanie—. Creo que es la pintura más hermosa de todo el museo —se puso las gafas para someterlo a un examen minucioso.
Perdita bostezó. Era el retrato de una muchacha con un peinado anticuado, inclinada sobre su labor.
—Mira la luz, nadie ha pintado la luz como lo hizo Vermeer —dijo Melanie. Hizo un gesto a Perdita para que se acercara al cuadro—. Nuestra pequeña encajera está totalmente absorta en su trabajo. Mira cómo los objetos del primer plano se disuelven hasta convertirse en manchas de color. Mira cómo los hilos rojos se derraman como un torrente, cómo los sujeta con firmeza entre sus dedos. Es una evocación íntima y silenciosa de la vida cotidiana, que eleva lo mundano a la categoría de poesía.
Perdita no veía nada de eso. Solo a una chica inclinada sobre un trabajo seguramente tedioso y mal pagado. ¿Por qué le enseñaba aquello la vieja? ¿Quería que se convirtiera en costurera? Advirtió las motas de caspa del cuello del vestido de Melanie.
—¿Qué te parece? —dijo Melanie.
—¿El qué?
—Este cuadro.
—No está mal.
—¿Que no está mal? —Melanie emitió un sonido ahogado—. Seguro que tienes una opinión.
—Es bonito —ni siquiera le parecía bonito, en realidad. El azul no era su color favorito.
—¿Eso es todo?
—Bueno, es que no lo entiendo —dijo Perdita—. Este cuadro, todos estos cuadros. No los entiendo.
—¿No te gustan?
—No.
Vaya pregunta. ¿Cómo podía gustarle algo que no entendía?
En ese momento, Melanie le ofreció 500.000 francos por dejar a su hijo. Perdita no era buena con los números, pero sabía convertir divisas extranjeras a pesos. Cuatro millones de pesos, no estaba mal. Sin embargo, no tenía intención de aceptar la oferta. No sabía si era porque quería más dinero o porque no deseaba dejar a su marido y empezar de nuevo.
Melanie subió la oferta a 750.000 y luego a un millón.
—¿Cuánto quieres por dejar a mi hijo?
Quizá era por llevar la contraria, o porque los modales de la anciana la habían ofendido. No podía ser por su gran afecto por Charles, a quien consideraba un mueble inofensivo. Por razones que ella misma no entendía, rechazó la oferta de dinero y libertad. Simplemente le apetecía.
En los días siguientes no pudo dejar de pensar en la propuesta de Melanie. La suposición de la anciana de que podía comprarla la enfurecía, porque era cierta. ¿Acaso no era más que eso, un objeto que se compra y se vende?
París había encendido un interruptor en el cerebro infrautilizado de Perdita. Resultó que no era estúpida. Ignorante, sí, y deliberadamente perezosa y engreída, pero no estúpida. Por primera vez se planteó qué pasaría cuando se hiciera mayor, cuando su belleza empezara a desvanecerse y se quedara sin compradores interesados. Y no podía dejar de pensar en la chica del pequeño cuadro azul del Louvre. ¿Cuál era el sentido de todo aquello? ¿Por qué alguien querría pintarla, y mucho menos mirarla? ¿Por qué decía Melanie que era hermosa?
Siguiendo la tradición de los intelectuales franceses —de los que nunca había oído hablar—, Perdita se sentaba en los cafés a meditar sobre su existencia frente a innumerables tazas de café. Cuando su café se enfriaba, los camareros, prendados de ella, se apresuraban a retirarlo y lo sustituían por una taza nueva y un plato de tarta de cortesía. Ella aceptaba aquellos tributos con apenas un leve asentimiento.
Tras un par de semanas de reflexión constante, decidió que había llegado el momento de hacer algo. Pero, ¿cómo podía actuar si ni siquiera tenía papeles que acreditaran su identidad? Su pasaporte estaba guardado bajo llave en un maletín al fondo del armario. Cuando le preguntó a Charles si podía recuperarlo, él le dijo que no lo necesitaba para nada: él cubría todas sus necesidades, y si le entregaba el pasaporte lo más probable era lo perdería. Conseguir una nuevo sería un infierno, no tenía ni idea de cómo era la burocracia francesa.
Un martes por la mañana, mientras miraba por la ventana cómo una furgoneta descargaba verduras en Le Canard Chanceux, se le ocurrió una idea. Se puso un abrigo encima de la bata y bajó al restaurante chino.
Había un camarero en la puerta, hurgándose los dientes con un palillo.
—Hola, vivo en el piso de arriba. ¿Me prestas un cuchillo grande, uno de carnicero? —le preguntó.
El camarero se quedó boquiabierto, se encogió de hombros, tiró el palillo al suelo y volvió a entrar.
Se dirigió entonces a la cajera, una bruja inmune a su belleza, que la miró sin comprender y le indicó que se marchara como si fuera una mendiga. Finalmente entró en la cocina, donde el cocinero fumaba un cigarrillo sobre un espumoso caldero de estofado.
—¿Me prestas un cuchillo de carnicero? —dijo.
—¿Qué? —contestó él en chino.
—El cuchillo más grande que tengas —repitió ella, más fuerte.
Era inútil, no hablaba el mismo idioma que la gente del restaurante. Al poco rato, el cocinero le estaba gritando que saliera de la cocina y ella exigiéndole que la escuchara. El alboroto atrajo al camarero y a la cajera, que se unieron al griterío, para consternación y diversión de los clientes que comenzaban a llegar para el almuerzo.
Había un enorme cuchillo al lado del fregadero, junto al cadáver de un pato. Perdita lo cogió y lo blandió por encima de su cabeza, haciendo que todos retrocedieran alarmados.
—Lo devolveré en cuanto pueda —les aseguró.
Una mujer chilló. Cuando Perdita avanzó hacia la salida, la gente se apartó, abriéndole paso.
El maletín era viejo y no tardó mucho en abrirlo. Por fin tenía el pasaporte en sus manos. Ahora podría tomar las riendas de su vida. Pero antes debía devolver el cuchillo al restaurante chino. Sólo entonces se dio cuenta de que se había congregado una multitud en la calle y el sonido de una sirena de policía resonaba cada vez más cerca.
—¡Salga con las manos en alto! —ordenó un policía francés a través de un megáfono.
—¡Pero si no he hecho nada! —protestó ella desde la ventana—. ¡Iba a devolver el cuchillo! —lo agitó en el aire, provocando un grito ahogado entre los espectadores. Los policías se agacharon tras el coche patrulla y la apuntaron con sus pistolas.
—¡Suelte el arma! —dijo uno por el megáfono mientras los peatones huían despavoridos, metiéndose justo en la línea de fuego.
—¡No entiendo el francés! —gritó Perdita, blandiendo aún el cuchillo. Un repartidor que pasaba en bicicleta se estrelló contra un quiosco y las revistas volaron por los aires. Los policías iniciaron una acalorada discusión, hasta que un agente pelirrojo cogió el megáfono.
—¡Suelte el arma! —dijo en un mandarín entrecortado.
—¡No soy china! —gritó ella—. ¡Quiero hablar con alguien que hable en inglés! ¡Una mujer!
Hubo más discusiones entre los policías, y entonces alguien llamó a la comisaría para pedir refuerzos. Pasados unos minutos, una agente negra apareció bajo su ventana.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó a Perdita.
—Sube para que pueda explicárselo.
—¿Y el arma?
Perdita dejó caer el cuchillo, que se estrelló contra la acera.
Le contó a la policía su historia desde el principio, desde los concursos de belleza y las audiciones hasta el saudí y luego Charles y su estirada madre, y por último su pasaporte guardado en el maletín. La policía le preguntó si necesitaba ayuda para escapar de su marido, y Perdita se sorprendió a sí misma diciendo que no.
Al final no dejó a Charles. Estuvieron casados diez años. Aprendió a hablar francés. Consiguió trabajo en la sección de perfumes de unos grandes almacenes. Con el tiempo, Charles la abandonó por una vietnamita a la que conoció en un viaje de negocios.
Perdita se quedó, porque París se había convertido en su hogar. Encontró un pequeño apartamento en el Marais. Los hombres seguían cayendo a sus pies, y a veces aceptaba citas. De vez en cuando visitaba el Louvre para contemplar los cuadros. Su favorita, en especial, era La encajera, de Vermeer.