El incendio de El Cairo
Es verano en el hemisferio sur (e invierno en el hemisferio norte), y durante el mes de enero, Literatur.Review los reúne a ambos a través de la publicación de relatos aún no traducidos o inéditos del norte y del sur de nuestro mundo.
Ahmed Abdel Moneim Ramadan es un novelista y cuentista egipcio nacido en 1985. Lleva publicando sus relatos en periódicos y revistas desde 2007. Ha publicado seis colecciones de relatos y dos novelas. El fuego de El Cairo, que publicamos aquí, pertenece a su colección de relatos Los gatos aúllan y los perros maúllan, que ganó el Premio Edwar Al Kharrat en 2024.
No era un día extraño: el sol no salió por el oeste, ningún monstruo surgió de detrás de un muro. Sólo un día normal, caluroso y mundano. Desde principios de marzo, el calor se había colado inesperadamente, como si los meses se hubieran mezclado o intercambiado sin que lo supiéramos.
La noche anterior, había con Hanan. El nombre le sienta bien, porque es muy tierna y posee una feminidad cautivadora. En mi sueño, aparecía sentada en un café del centro de la ciudad, un lugar que no pude identificar con precisión. A pesar de su dulzura habitual, fumaba en una shisha con un vigor masculino que contrastaba con su belleza. Exhalaba bocanada tras bocanada de humo sin levantar la vista de sus pies. La saludé con la mano y sonrió.
Me dijo, sin que yo le preguntara, que se había roto una pierna hacía unas semanas. Extendió la pierna horizontalmente para mostrármela y sacó un bolígrafo y un papel de su pequeño bolso. Dibujó su pierna enyesada, decorada con corazones, firmas y dibujos para el recuerdo. Hizo todo esto sin dejar de aspirar el humo de la shisha hasta llenarse el pecho. La observé, fascinado: sus ojos fijos en el dibujo, su delicada boca aspirando el humo, su pecho subiendo y bajando espasmódicamente.
Me explicó que era la primera vez que salía desde su lesión. No se lo había dicho a nadie, decidida a enfrentarse sola a las calles que había recorrido durante años. Me dijo que ya no sentía el suelo bajo sus pies igual que antes. Algo había cambiado. No sabía si le pasaba algo en la pierna o si el suelo ya no era el mismo.
Cuando me desperté, estaba preocupado por ella. Soy un hombre tradicional, me gustan las mujeres hermosas, como Dios nos creó. Puedes llamarme superficial si quieres, estás en tu derecho. Pero no sé si realmente amaba a Hanan, o si su afecto se infiltró en mi corazón en algún momento sin que me diera cuenta. Mi preocupación me llevó a llamarla. Quizá realmente tenía la pierna rota. Lo intenté, pero no contestó.
Siempre he creído en mis sueños. Nuestro presidente también cree en ellos. Todo el mundo aquí cree en sus sueños. Pero sólo unos pocos los ven hechos realidad. Un día, alguien me dijo que dejara de creer en los sueños. "No eres un profeta ni un santo para hacerlos realidad", dijo. Le respondí que los sueños de Al-Aziz de Egipto, interpretados por Yusuf, se habían hecho realidad a pesar de su incredulidad. Me replicó que Al-Aziz de Egipto era un gobernante, y que los sueños de los gobernantes siempre acaban por cumplirse.
Decidí ir al centro de la ciudad, tal vez la encontrara allí. Unas horas antes había habido una explosión frente al edificio del Tribunal Supremo, pero fui de todos modos. Las explosiones no nos asustan tanto como deberían, se han convertido en algo habitual. Las observamos distraídos, con el rabillo del ojo, atravesando el humo sin quitarnos los auriculares de las orejas y sin interrumpir el canto de Cheb Khaled.
Mientras caminaba por la calle Ramses, apareció a mi lado un mono enorme. Un mono de verdad, de pelo espeso, cuerpo fornido, postura peculiar y cuartos traseros de un rojo intenso. Un mono como los que se ven en las películas. Hacía más de veinte años que no veía un mono de verdad, desde mi última visita al zoo, antes de que lo cerraran y liberaran a los animales en las calles. El mono saltó y me puso la mano peluda en el hombro para indicarme su presencia. No hacía falta, ya llamaba bastante la atención. Sin embargo, parecía querer que sólo yo me fijara en él, porque los transeúntes que lo rodeaban no parecían reaccionar.
Esa misma mañana había leído una noticia sobre unos monos que se habían escapado de una facultad de veterinaria. Me había reído, sin prestar más atención: ahora todas las noticias me divierten y ninguna me preocupa realmente. Me volví hacia el mono y sonrió. No era una sonrisa como las nuestras, pero era reconocible. Miré a mi alrededor, buscando una reacción de los transeúntes. Nada. Nadie parecía intrigado, ni siquiera ligeramente distraído. Todos caminaban con la misma expresión hosca, la frente arrugada, la mirada perdida pero fija, y una mano dispuesta a apartar cualquier obstáculo en medio de aquella multitud compacta.
El mono era más grande de lo que esperaba, o quizá más grande de lo que imaginaba. Me recordaba a los simios de la película El planeta de los simios. Superaba mi estatura y parecía casi adulto. Le susurré que parecía un gorila joven, lo cual le hizo reír. Sorprendido, le pregunté si me había entendido. Asintió y dijo que sí. Me di la vuelta, esperando que los demás vieran lo mismo que yo, pero nadie parecía prestarme atención. Ni siquiera un joven que pasaba por allí, y que debía de haber oído hablar al mono, reaccionó.
Aceleré el paso para alejarme de él, pero me seguía entre la gente con una agilidad desconcertante, zigzagueando entre las piernas y saltando por encima de los hombros. Siempre permanecía a mi lado, como una sombra silenciosa. Dudé si parar a un transeúnte para preguntarle si veía a aquel mono a mi lado, pero temía que pensara que estaba loco o que me burlaba de él, y descargara su rabia sobre mí. Así que me callé.
El mono me agarró la pierna y señaló una calle a la derecha. Me guio dando rodeos entre los viejos edificios del centro de la ciudad como si conociera el lugar al dedillo. No sé por qué, le seguí sin rechistar. Mi mirada alternaba entre su cuerpo peludo y los transeúntes indiferentes. Señaló un café en una callejuela, entró y se sentó en una de las tradicionales sillas de madera. Me hizo un gesto para que me uniera a él. Dio unas palmadas y el camarero se acercó sin mostrar la menor sorpresa, igual que quienes nos habían visto hasta entonces. Con la confianza de un habitual, el mono pidió dos tés, sin azúcar.
Todos los clientes del café, instalado en plena calle, fumaban en shisha, de modo que una nube de humo envolvía el lugar, mezclando aromas de manzana, piña y menta. Justo a nuestra derecha, un hombre muerto estaba sentado con dos jóvenes asesinados. Los conocía bien: había estado en sus funerales. Permanecían allí en silencio, sin exhalar nada más que el humo de sus shishas. Más allá, una hermosa mujer esperaba sola. Esperaba a un hombre que nunca llegaría, pero seguía esperando. No era tan guapa como Hanan, pero lo era de todos modos. Los transeúntes murmuraban que se había declarado un incendio en un edificio administrativo cercano, pero nadie se movió. Los escuchamos y luego reanudamos nuestras conversaciones, o más bien nuestro silencio. Le dije al mono que sabía que Hanan estaba cerca, pero no me respondió.
El olor a humo del incendio llenaba ahora el aire, mezclándose con el aroma de las shishas. La densidad de la nube a nuestro alrededor aumentaba, pero nadie se movía. Incluso cuando oímos que el fuego se propagaba en nuestra dirección, nadie se levantó. Una voz gritó desde el interior del café: "Dejad que arda". El mono se ahogaba en un violento ataque de tos. Antes de que me levantara, me tiró del brazo para que le siguiera, en un intento por alejarme del humo, pero no había salida.
No sé cuántos éramos, envueltos en aquel velo de humo. Caminábamos a ciegas, a veces chocando violentamente. Sólo una voz se disculpó tras una colisión: era Hanan. La reconocí. Le pregunté por qué había salido. Me respondió: "Tengo la pierna rota. Salí para probarla". Sonreí. Me agaché y la cargué sobre mis hombros, como se hace en las manifestaciones. Era tan ligera como había imaginado. Con una mano le sostuve la pierna, que aún no se había recuperado del todo, y con la otra, sujeté la mano del mono, que había encontrado a uno de sus amigos fugados. Los cuatro avanzamos juntos, buscando una salida. No sé si se nos unió alguien más, quizá los amigos de Hanan, los del mono o desconocidos, pero lo único que podía sentir era el cuerpo ágil de Hanan sobre mis hombros, la mano áspera del mono en la mía, el olor a humo que me ahogaba y la niebla que nos rodeaba, cegándonos.