Primer amor

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Primer amor

Una historia germano-palestina
Samir El-Youssef

Es verano en el Norte (invierno en el Sur) y, durante el mes de agosto, Literatur.Review los reúne a todos, publicando relatos inéditos o no traducidos del Norte y del Sur de nuestro planeta.

Samir El-Youssef es palestino-británico, nació en 1965 en Rashidieh, un campo de refugiados palestinos en el sur de Líbano, y reside en Londres desde 1990.  Autor de 11 libros de ficción, ensayo y poesía, escribe en árabe e inglés y ha colaborado con numerosas publicaciones, entre ellas The Guardian, Al-Quds Al-Arabi, Nizwa, The New Statesman e Index on Censorship. 
En 2004 colaboró con el israelí Etgar Keret en la publicación de Gaza Blues, una colección de ficción breve.  En 2005 ganó el premio PEN-Tucholsky por promover la causa de la paz y la libertad de expresión en Oriente Medio.  En 2021 colaboró con el poeta palestino Mohammed Tayseer en la producción de Gaza, la tierra del poema, una antología de poemas de 17 poetas gazatíes.

La primera mujer a la que amé era alemana. Era muy guapa y, sorprendentemente, hablaba árabe con un acento palestino tan perfecto que algunos pensaban que había nacido en el campo de refugiados de Rashidieh. Se llamaba Hannelore, pero en nuestra calle la llamaban por el nombre palestino de Haniah. 
Era nuestra vecina de al lado. Yo le caía bien y me trataba como si fuera su hermano pequeño. Siempre que sabía que estaba en casa, me quedaba en la parte más baja de la valla que dividía nuestros patios, esperando a que me llamara. "Ahmad, ¿puedes dedicarme unos minutos?". A menudo me pedía que la ayudara con las tareas domésticas, sobre todo cuando volvía cansada de su trabajo en el consultorio médico local, o simplemente que le hiciera compañía. Cuando no me lo pedía, cuando me encontraba esperando junto a aquella valla, perdiendo la esperanza de oír su voz, me sentía decepcionado, incluso traicionado. Yo sólo tenía diez años y ella era la primera mujer a la que amaba pero, por desgracia, se había vuelto loca.

Hannelore vivía sola. En la calle la conocían como "la alemana abandonada", pero eso fue sólo al principio, cuando Maher, su marido, regresó a Alemania dejándola sola en el campo. 
La pareja había venido a visitar a la familia de Maher: su hermana mayor y dos tías. Maher también quería que sus viejos amigos y vecinos vieran lo bien que le había ido, pero nunca se le había pasado por la cabeza que volvería a Alemania sin su mujer. 
En realidad, Maher no abandonó a Hannelore; fue ella quien decidió quedarse, y quería que su marido también se quedara. 
"¿Quieres que me quede aquí?". Él pensó que estaba bromeando.
Ella asintió. Hablaba en serio.
"Después de haber conseguido abrirme camino, ¿ahora quieres que me quede aquí para siempre? ¿Por qué?" Él no daba crédito a su ocurrencia. "Y tú, Hannelore, nacida y criada en Frankfurt, ¡también quieres quedarte aquí! En Rashidieh, un campo de refugiados, ¡estás de broma!"
"No, no estoy de broma. No voy a volver."
"¿Y tú qué vas a hacer aquí?". preguntó Maher, acentuando deliberadamente el pronombre "tú" como para dejar claro que quedarse en el campo no era una opción que él mismo considerara ni remotamente. Pero Hannelore hizo caso omiso del énfasis en el pronombre; parecía pensar que ambos podían ser útiles. "¡A esta gente le vendría bien un poco de ayuda!". El consultorio local necesita voluntarios. Yo podría ayudar; sé árabe y podría ayudarles". Parecía haber pensado en todo. 
"¡Ah! ¿Por eso querías aprender árabe?". Al instante se arrepintió de haberla animado a aprender el idioma, aunque falta no le hacía. Desde el momento en que vio que su relación iba a ser permanente, empezó a aprender árabe. Insistió en que le hablara en árabe, no sólo mientras aprendía, sino también después: "Si tenemos un hijo, quiero que sepa nuestros dos idiomas". 
Su sinceridad le había impresionado, pero ahora reconocía el error que había cometido al permitirle acercarse tanto a su pasado: al enseñarle árabe y luego llevarla allí.
"¡Y tú también puedes hacer algo!", la oyó decir.
"¡Hacer algo!" gritó Maher. "¿Como qué? Soy ingeniero mecánico, y como puedes ver no hay muchas fábricas de coches por aquí!"
"Ya, pero puedes enseñar inglés, matemáticas, física, ¡cualquier cosa que se te dé bien!", dijo ella en tono suplicante.
Él no contestó. Se limitó a mover la cabeza con incredulidad. 
"¡Podemos ayudar!", volvió a decir ella. "¡Las cosas están muy mal por aquí!"
"Antes estaban peor", dijo él, sin ningún sarcasmo. 
Maher había crecido en Rashidieh. Sólo tenía cinco años cuando su familia huyó de Palestina en 1948 y se convirtió en refugiada en Líbano.
"Al principio tuvimos que vivir en tiendas de campaña", le dijo. 
"¡Al menos ahora la gente tiene casas!"
"¡Casas!", gritó ella enfadada, "¿a esto le llamas casas?"
"Bueno, habitaciones, paredes y puertas, eso es mejor que las tiendas", se apresuró a contestar él, sorprendido por su airada reacción. "Aquí nada es permanente, no se supone que lo sea", prosiguió, tratando de explicarle lo que suponía que claramente no entendía, pero su condescendencia no hizo más que enfurecerla aún más. 
"Aquí la gente está en un limbo. Están esperando a que se resuelva todo el problema, o al menos a encontrar una salida por sí mismos." Parecía estar basándose en su propia experiencia y tratando de justificarla, sin duda.
Había vivido en el campo durante casi quince años antes de conseguir finalmente marcharse a Alemania, donde estudió ingeniería mecánica, se casó con Hannelore y encontró trabajo en una gran fábrica de automóviles. Durante diez años vivió en Alemania, soportando la vida de un estudiante pobre y de un licenciado en paro, pero ni una sola vez quiso volver al Líbano, ni siquiera para una breve visita. "Prefiero morir de hambre en las calles de Fráncfort que volver al campo", decía a menudo. Sólo cuando sintió que por fin había llegado a ser alguien pensó en volver para visitar a su familia y amigos, en gran parte para demostrarles que ahora formaba parte de los afortunados. La idea de quedarse era, por tanto, inconcebible. "¡La gente se reiría de mí!"
"¿Por qué?", protestó Hannelore.
"Porque a nadie que consiga marcharse se le ocurriría volver a menos que fuera un fracasado o un tonto", explicó Maher con impaciencia. "¡Pensarán que soy un idiota al dejar todo lo que tenía en Alemania y volver a esta vida miserable! Algunos sospecharán que estoy escapando, que he hecho algo malo en Alemania y he huido antes de que me cogieran. No sabes cómo piensa la gente de por aquí!"

Hannelore no le creyó. Más bien sospechaba que su marido carecía de todo sentido del deber público y, lo que era peor, que se había corrompido por vivir tanto tiempo en Occidente, razón de más para convencerlo de que se quedara. 
"Al menos podemos intentarlo por un tiempo."
Él no cedió: "Mira, Hannelore, si quieres quedarte me parece perfecto, ¡pero yo me vuelvo a Frankfurt!"
A pesar de todo, no se marchó de inmediato e intentó varias veces disuadirla de aquella idea descabellada: "¡Esta no es vida para nosotros!", le suplicó, pero sólo recibió a cambio una mirada de reproche . Como ella se estaba encariñando con el lugar y su gente, se dio cuenta al instante de que lo que había dicho había sido inoportuno. Tuvo que corregirse: "¡No es bueno para nadie! Todo el mundo se quiere ir, y los que lo consiguen no vuelven nunca. ¡Por favor, volvamos a casa!

Pero cada vez que él intentaba hacerla cambiar de opinión, ella, a su vez, intentaba hacerle cambiar la suya. Temiendo que Hannelore acabara ganándole por cansancio y desesperado por no poder llevársela con él, se marchó sin ella. Las últimas veces, cuando habían discutido el tema, ella había intentando aprovecharse de su debilidad, hablando en términos prácticos: "No tenemos que quedarnos aquí para siempre. Sólo un par de años, o incluso menos, y así veremos si conseguimos algo. Si no, podemos hacer las maletas y volver a Alemania". 
También se abstuvo de reprocharle su falta de sentido del deber público y, en su lugar, empezó a apelar a su bien desarrollada vanidad. "Si podemos hacerlo bien por el bien común, imagina el respeto que te ganarías entre la gente de aquí y piensa en la envidia que sentirían los líderes y los notables, cómo clamarían por ganarse tu amistad"

Maher se sintió momentáneamente convencido. ¿Y si se quedaba y dirigía las cosas como se debían dirigir? ¿Y si demostraba ser tan bueno que se convertía en el líder de una de las facciones políticas, o incluso en el líder de toda la comunidad? "Oh, Dios mío, ¿en qué estoy pensando?" prácticamente se gritó a sí mismo; ¿cómo podía siquiera plantearse volver a la pesadilla de la que había tenido la suerte de escapar años atrás? ¿Cómo había podido dejarse tentar por semejante idea, aunque sólo fuera por un instante? Odiaba a Hannelore; ella era la responsable de semejante idiotez. Temía que su esposa se hubiera convertido en una intrigante peligrosa . ¿Qué le había pasado? La había conocido franca y honesta. De hecho, siempre la había admirado por su franqueza y honestidad, cualidades que él no podía igualar. Cómo había cambiado. Todo porque se había encariñado con aquel maldito lugar, y ¿cómo podía un ser humano en su sano juicio encariñarse con semejante pocilga? No lo entendía. Tal vez ya no estaba cuerda; algo debía haberle pasado que la había hecho perder la cabeza.

Este razonamiento llevó a Maher a enfrentarse con un problema mayor: si realmente se había vuelto loca, ¿era correcto dejarla sola en el campamento? El pánico se apoderó de él; por sentido del deber, quizá tuviera que plantearse quedarse con ella. No, debía insistir en llevársela con él. Al menos debía intentar razonar con ella por última vez. Después de todo, seguía siendo su esposa y era su responsabilidad cuidar de ella, sobre todo si ya no se encontraba bien. Tenía que intentarlo de nuevo, pero aún así le preocupaba que pudiera conseguir que se quedara con ella, cosa que ya había estado a punto de hacer, o incluso que, sin que ella lo persuadiera, él cambiara de opinión; como ella, podía volverse loco y decidir quedarse. El demonio que se hubiese apoderado de ella podía también apoderarse de él, obligarlo a renunciar a todo lo que había conseguido y reducirlo a nada. Estaba realmente asustado y sintió que debía marcharse sin más demora. A la mañana siguiente le dijo a Hannelore: "Si quieres quedarte, puedes hacerlo. ¡Yo me vuelvo a Alemania!"
Él se fue y ella se quedó. La hermana y las dos tías de Maher se enfadaron con ella. "¿Por qué quiere quedarse aquí sola?", protestaban. "¿Una mujer sola en el campamento? No nos traerá más que vergüenza". 
Pero se enfadaron más con él: "¿Qué clase de hombre deja a su mujer sola en el campamento?". Creían que si hubiera sido lo suficientemente hombre la habría arrastrado de los pelos hasta Alemania. Avergonzadas, visitaron a Hannelore con la esperanza de convencerla de que siguiera a su marido. 
"Esto es peligroso", le advirtió la tía mayor de Maher. "No son sólo por los desvergonzados que acosan a mujeres como tú, sino también por los judíos."
"¿Los judíos?" Hannelore estaba perpleja. 
"Atacan. Desde el aire y el mar, atacan, ¡es peligroso!"
La hermana de Maher explicó: "Ha habido ataques aéreos israelíes. Y se esperan más". 
"Se refiere a los israelíes", pensó Hannelore, sin mostrar ningún rastro de temor a que el campo se convirtiera en objetivo de los continuos ataques aéreos de Israel. Con la mirada perdida, preguntó seriamente: "¿Por qué los llamas 'los judíos'?"
Las tres mujeres se sorprendieron de que se preocupara por un asunto tan trivial. "Israelíes, judíos, lo mismo da", gritó impaciente la tía mayor.
"Así es como acostumbramos a llamar a los israelíes", explicó la hermana de Maher.
El rostro de Hannelore seguía inexpresivo. "Mi propia seguridad no es más importante que la seguridad de esta gente, pero nunca llamaré 'judíos' a los israelíes"
Las dos tías apreciaron sus palabras pero no entendieron qué había de malo en llamar a los israelíes "judíos". La hermana de Maher asintió: "¡Aquí la gente es muy llana!"
"Lo importante", interrumpió la tía mayor, "es que debes irte".
"No", respondió Hannelore desafiante, "no me voy"
Se enfadaron y decidieron no volver a relacionarse con ella. Durante todos los años que Hannelore permaneció en el campo, no la visitaron.

Por lo general, la gente pensaba que Maher era inteligente y ella estúpida. Pero no, reflexionaron, no era estúpida; al fin y al cabo era alemana y podía marcharse cuando quisiera. Sin embargo, seguían mostrándose desconfiados y resentidos con ella. "¿Por qué una mujer que se precie querría quedarse en un lugar así?" Probablemente fue este sentimiento el que les llevó a apodarla "la alemana" o "la esposa alemana abandonada". Como era de esperar, algunos hombres intentaron aprovecharse. Sin embargo, Hannelore era demasiado seria para dar la más mínima impresión de que coqueteaba y en el campo existía la norma tácita de que una mujer que no coqueteaba debía ser tratada con el mismo respeto que a una hermana. Pronto empezó a gustarle a todo el mundo y a ser digna de admiración, no sólo en nuestro barrio sino en todo Rashidieh.

Se ofreció para trabajar como voluntaria en el consultorio del FDLP. El FDLP le alquiló la casa contigua a la nuestra. Al principio no nos gustó. Mamá tenía miedo de que el FDLP utilizara la casa como base militar, lo que significaba que se convertiría en un objetivo inevitable de los ataques aéreos israelíes. 
"Camarada Om Ahmad, le aseguro que sólo la ocupará el camarada Haniah", le dijo a mi madre Abu Khaled, el comandante del FDLP en el campo, en una ocasión en la que pasaba por allí y ella lo paró.

"Te doy mi palabra, camarada Om Ahmad".

"¿No me llames camarada! ¡Si veo a un fedayín en esa casa alborotaré a todo el vecindario!"
"¡Créeme, Om Ahmad, no tenemos intención de ponerte en peligro de ninguna manera!". A Abu Jaled le preocupaba que mi madre corriera la voz de que el FDLP planeaba utilizar la casa como base militar. En aquellos días, el FDLP, a diferencia de Al Fatah y otras facciones, seguía siendo un grupo respetable y le importaba mucho lo que la gente pensara de ellos.
"Se lo aseguro", casi suplicó el hombre.
Pero mamá no le creyó e insistió en que papá, que por lo demás se mostraba totalmente indiferente, fuera a ver al dueño. "No pienso dormir ni una noche más junto a una base fedayín", advirtió a mi padre. "Debes ir a hablar con Abu Ali."
"¿Qué base fedayín? No hemos visto ni un solo fedayín."
"No voy a esperar a que lleguen aquí. ¡Ve y díselo!"
"¿Decirle qué?" Padre estaba desconcertado. "Al fin y al cabo, es su casa."
"Dile que un buen vecino no hace este tipo de cosas."
"Pero si no está haciendo nada."
"¡Tú díselo!", gritó.
Abu Ali vino a visitarnos; papá debió rogarle que le asegurara a mamá que la casa se alquilaba sólo para alojar a Haniah. 
"No estoy preocupado por ti", bromeó Abu Ali, "¡no quiero que arrasen mi casa!". 
La madre no se rio. Siguió preocupada hasta que Hannelore se mudó y empezaron a charlar por encima de la valla. Me enamoré de ella enseguida y siempre estaba dispuesto a ayudarla.

El consultorio del FDLP no eran más que dos pequeñas habitaciones con tejado de zinc y una cocina, en las que un médico y una enfermera, que también trabajaba de recepcionista, ofrecían modestos servicios a la gente de nuestro barrio. Hannelore sugirió hacer algunos cambios que tanto el médico como la enfermera acogieron con satisfacción, pero que Abu Jaled no aceptó. "¡No se trata hacer el trabajo de la Media Luna Roja ni de la UNRWA!"
"Sí, pero podríamos hacer que fuera un lugar más acogedor", dijo Hannelore. "El médico y la enfermera se sentirían mejor, y los pacientes también."
Abu Khaled no entendía lo que quería decir. ¿Por qué tiene que ser acogedora la consulta de un médico?, quiso preguntar. Sin embargo, a él le seguía impresionando que ella prefiriese quedarse y ayudar en lugar de volver con su marido, por eso no quiso discutir con ella nada más empezar. 
"¡Haz lo que creas útil!", le dijo a regañadientes. 
Así lo hizo, y en pocas semanas la consulta tenía otro aspecto. Milagrosamente, aquellas dos miserables habitaciones con el descuidado jardín circundante se convirtieron en un hermoso foco de atracción en nuestro destartalado barrio; las habitaciones fueron pintadas y reamuebladas, y en el jardín, una vez limpio de malas hierbas, cavaron y plantaron montones de rosales. La gente no podía resistirse a venir a echar un vistazo. La consulta pronto se hizo famosa fuera de nuestro barrio, tanto por su aspecto como por la considerable mejora del servicio. 
El doctor Nader, que solía llegar tarde, empezó a llegar puntual. Era un médico joven que consideraba su trabajo actual como un mero trampolín para trabajar en uno de los países del Golfo o con la UNRWA, donde los sueldos eran de los más altos y los empleos seguros. Sin embargo, desde la llegada de Hannelore, había empezado a tomarse su trabajo más en serio; hablaba como si realmente creyera que, como médico que había decidido dedicar toda una vida a servir a su infortunado pueblo, la suya era una misión noble. Hannelore estaba muy orgullosa; el cambio de actitud del médico era una prueba evidente de que había hecho bien en quedarse. Los del campo necesitaban al médico, pero el propio médico necesitaba a alguien como ella que le ayudara a funcionar mejor, a dar lo mejor de sí mismo y, sobre todo, a creer en lo que hacía. Ella tenía razón; Maher estaba equivocado.

Hannelore nunca olvidó a Maher. Era su marido y seguía queriéndole. Sólo deseaba que se hubiese quedado para que viera que lo que eran capaces de hacer no era, como él había afirmado, inútil; el médico, cuya profesionalidad había mejorado, era la prueba.
"El doctor Nader era igual que Maher", le dijo Hannelore a Abu Khaled, "un joven ambicioso que contra todo pronóstico logró convertirse en médico y que, por lo tanto, creía que su cualificación era su billete de salida de la miserable vida del campo de refugiados." 
"Por desgracia, aquí todos piensan así. La mayoría de la gente instruida es egoísta", replicó Abu Khaled. Odiaba a los instruidos, o a aquellos que en ocasiones denominaba "intelectuales inútiles y cobardes". 
"No, no estoy de acuerdo contigo, Abu Khaled". Hannelore quería dejar claro que no estaba criticando al médico, sino explicándole la importancia de lo que había hecho y seguía esperando hacer: quería que él la apoyara aún más. "Si no se había planteado utilizar sus cualificaciones para ayudar a su propio pueblo, no era porque fuera especialmente egoísta, sino porque no se le dieron la motivación y el espíritu público necesarios". 
"Tienes razón", interrumpió Abu Khaled, "pero no es culpa de nuestro Frente. Siempre hemos repudiado la mentalidad pequeñoburguesa. Hemos trabajado duro contra ella, pero ¿qué podemos hacer con gente como Al Fatah, que soborna a la gente de bien con dinero y privilegios?"

Hannelore ya estaba al corriente de las rivalidades y peleas de las distintas facciones. Sabía que cada líder de facción culpaba a los demás líderes y no deseaba involucrarse. Sería una pérdida de tiempo y ella quería concentrarse en cosas prácticas. "Lo único que necesitan hombres como Nader y Maher", prosiguió Hannelore con patente satisfacción, "es alguien capaz de organizar las cosas de tal forma que se animen a poner su formación y su trabajo al servicio de su pueblo." 
Tenía razón, al menos al principio. Para envidia de otras facciones cuyos consultorios estaban tan descuidados como lo había estado el del FDLP, al nuestro acudían pacientes de todas las zonas del campamento. Tanta fue la envidia que una facción rival intentó volarlo; otras intentaron tentarla a ella para que se marchara. Un comandante de Al Fatah le ofreció un buen sueldo, un coche y todos los recursos que necesitara. Hannelore se sintió tentada, pero estaba demasiado orgullosa de lo que había logrado como para aceptar y deseaba seguir mejorando la consulta del FDLP. El verdadero problema era Abu Khaled, que no quería que el consultorio creciera ni que tuviera más pacientes. Además, el médico y la enfermera se cansaron de las ambiciones de Hannelore: las mejoras les habían hecho demasiado populares para su propia comodidad. 
"Nos resulta imposible seguir atendiendo a un número cada vez mayor de pacientes sin la ayuda de al menos un médico y una enfermera más", se quejaba el médico. 
"Hay días en que tenemos hasta cuarenta pacientes", añadió la enfermera.
De hecho, a veces la consulta estaba tan abarrotada que los pacientes tenían que esperar en el jardín. Hannelore introdujo un sistema de citas con la esperanza de reducir la presión, pero fue en vano; nuestra gente no estaba acostumbrada a la disciplina y, por muchas veces que Hannelore les explicara y la enfermera les rogara que vinieran a su hora, seguían llegando una o dos horas antes.
"Respetamos y apoyamos lo que intenta hacer, pero no podemos arreglárnoslas sin más recursos", recalcó el médico. 
"Necesitamos más personal", reiteró la enfermera, que la instó a hablar con Abu Khaled. 
Hannelore lo intentó, pero Abu Khaled no cedió. 
"Camarada Haniah, somos una organización cuyo objetivo es luchar y liberar nuestra tierra", explicó. "No somos una organización benéfica para enfermos y pobres". 
Hannelore protestó: "No puedes desperdiciar la oportunidad de desarrollar algo que es tan esencial, algo que demostrará tu dedicación a tu pueblo tanto como la lucha contra el enemigo". 
Pero era inútil, Abu Jaled era inflexible: ni él era capaz de comprender lo importante que era crear instituciones.
Fue entonces cuando Hannelore inició su viaje hacia la desesperación. Un día mi madre volvió de visitarla. 
"Haniah podría dejarnos pronto", dijo, y se me encogió el corazón. 
"¿Qué?" 
"¿Por qué?", preguntó mi padre más para demostrar a mi madre que le interesaba lo que decía que porque realmente quisiera saberlo.
"El muy cabrón no quiere que ella haga algo que es bueno para el pueblo", continuó mi madre, hablando con el tono de voz de alguien que esperaba que esto ocurriera. "Ella no para de pedirle mejoras para la consulta, pero él no las permite. Dice que ya es suficiente, que no tenemos dinero. Tiene dinero para él y su familia, pero no para tratar a la gente. Ella se ha hartado y está pensando en irse."
"¿Quién es el cabrón?"
"¿Quién crees tú? Abu Khaled, ¡Abu mierda!"
Mi padre la miró sin saber exactamente qué decir sin enfadarla más. 
"¿Por qué no se une a Al Fatah?", preguntó, tras una pausa. "Le darán todo el dinero que necesite."
Ella negó con la cabeza, desesperada.
"¿Qué?"
"Vosotros, los hombres, no entendéis nada."
"¿Qué?"
"Esta operación se ha convertido en su hogar y su familia."
Mi padre no lo entendía, así que ella continuó impaciente: "A diferencia de vosotros, los hombres, las mujeres no podemos levantarnos y marcharnos sin más; no podemos simplemente cambiar un hogar por otro."
"¿Adónde iría?", preguntó él, de nuevo no tanto por averiguarlo como para calmar a mi madre. 
"De vuelta a su país, a Alemania, ¿dónde si no?"

Estaba aterrorizado. No podía creer que Hannelore se fuese a ir, que no volvería a verla. En cuanto mamá entró en la cocina, salí corriendo, no para quedarme junto a la verja esperando a que llamara, sino directamente a su casa. Llamé a la puerta metálica y entré antes de que pudiera llamarme. Sin resuello, la miré y estaba a punto de preguntarle si era verdad que se iba, cuando me di cuenta de lo cansada y triste que estaba. 
"¿Necesitas algo?", le pregunté.
Negó con la cabeza. 
Me quedé mirándola. "Abu Khaled es un hombre malo, todo el mundo lo sabe."
Ella me dedicó una débil sonrisa. "No es el único hombre malo. Hay mucha gente mala en el mundo."
"¿Quieres volver a Alemania?"
"No quiero, querido Ahmad, pero quizá debería."
"¿Por qué? ¿Echas de menos Alemania?"
"Sí. Pero ésa no es la razón. Aquí no puedo hacer nada más."
Quería preguntarle por qué no se unía a una organización diferente, una que la apreciara, pero en lugar de eso me encontré diciendo: "Cuando sea mayor quiero ir a Alemania. Quiero seguir estudiando allí, como tu marido". 
"¡Como mi marido!", replicó, con desesperación en la voz. 
"Alemania es un gran país."
"Eso es lo que piensa también mi marido." 
"¿No crees que Alemania sea un gran país?"
"¡No!"
Me sorprendí. "¿Por qué?"
"¿Por qué? ¿Qué puedo decirte?" No estaba de humor para explicaciones. "Cuando crezcas lo entenderás."
Pero estaba deseando hablar de Alemania. Desde que la conocí había deseado que me hablara de su país.
"Hizo cosas malas a otras personas."
"¿Hizo? ¿Lo dices por Hitler y la guerra?"
Asintió con la cabeza.
"¡Pero si Hitler era genial!"
"¿Genial?", preguntó, mirándome incrédula. "¿Por qué dices eso?"
"¡Porque hizo jabón con los judíos!"
"¿Qué?" Aterrorizada, me miró como si fuera un monstruo. Yo mismo estaba aterrorizado y no entendía qué había dicho exactamente para asustarla tanto. 
"¡Es lo que piensan todos mis amigos!"
Se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar. Yo quería desaparecer. Como ella no miraba, pensé en aprovechar la oportunidad para escabullirme, pero no pude. Yo era la causa de sus lágrimas y debía quedarme a escuchar lo que tenía que decir una vez se hubiera calmado. 
"¿Eso es lo que te enseñan en la escuela, que Hitler fue un gran líder?". Las lágrimas hacían que sus ojos pareciesen brillar más de lo normal. 
"No, en la escuela no. Pero aquí la gente odia a los judíos."
Sacudió la cabeza.
"No hay que odiar a la gente", dijo sin mirarme, como si se dirigiese a un público invisible. "No hay que amar a los monstruos."
Asentí con la cabeza.
"Algunas de las personas a las que Hitler asesinó eran tan jóvenes como vosotros, eran niños", dijo, rompiendo a llorar de nuevo. "¿Lo sabías?"
Negué con la cabeza, pero ella no me miraba. 
"¡Vete ya! Vete!", dijo entre sollozos.

A la mañana siguiente, me encontraba en el patio del colegio cuando ella llegó y sospeché que venía a quejarse de mí. Me escondí hasta que se fue y pasé el resto del día sentado en clase esperando que el director me llamara en cualquier momento. Para mi alivio, no lo hizo. Más tarde, cuando el director me explicó el motivo de su visita, supe que tampoco me había mencionado. Sin embargo, se quejó del tipo de educación que recibían los alumnos de nuestra edad y dijo que le horrorizaba que algunos admirasen a Hitler. 
El director estuvo de acuerdo en que la educación que recibíamos distaba mucho de ser ideal, pero señaló que él sólo se ceñía al plan de estudios determinado por el OOPS de acuerdo con el Ministerio de Educación libanés. "Pero le aseguro que a nuestros alumnos no se les enseña a admirar a Hitler ni a ningún otro individuo por el estilo".

El director conocía y respetaba a Hannelore. Estaba encantado de que mostrara interés por la escuela y esperaba que pudiera ayudarles. De hecho, aprovechó la ocasión para quejarse de la falta de recursos y de material adecuado. "¡Nosotros no le importamos a nadie! El Ministerio de Educación no quiere saber nada, la UNRWA sigue recortando el presupuesto y nuestros hermanos de la OLP no muestran ningún entusiasmo a menos que puedan utilizar la escuela con fines políticos." 
El director no se dio cuenta de que Hannelore no estaba allí para escuchar sus quejas. A ella sólo le interesaba enseñar a los alumnos los crímenes de Hitler. Unos días más tarde volvió para ofrecerse a dar clases gratuitas sobre la historia del nazismo y de Hitler. De primeras, al director aquello le hizo gracia. Intentó explicarle que no tenía autoridad para introducir un nuevo curso y que, en cualquier caso, no había sitio en el horario. 
Hannelore se ofreció a impartir clases fuera del horario escolar. 
"Mire, le voy a ser sincera. La historia de Alemania no nos interesa. Ni siquiera enseñamos a nuestros alumnos la historia de Palestina."
Hannelore se escandalizó. "¿Cómo es posible que a los niños no se les enseñe la historia de su propio pueblo?".
"El currículo escolar lo establece la autoridad libanesa y, por tanto, nuestros alumnos aprenden la historia del Líbano".
"¡Pero eso es un error! Deberían hacer algo al respecto".
El director levantó las manos en un gesto de impotencia, pero ella no se dio por vencida. Al día siguiente volvió a la escuela, esta vez para sugerir la introducción de una asignatura optativa de historia que tratara de lo ocurrido tanto en Alemania como en Palestina. 
"El vínculo entre las dos historias es muy importante", explicó con un entusiasmo sólo comparable al que tenía cuando empezó a trabajar en la consulta. El director no tenía tiempo para sus sugerencias, así que le pidió que se marchara y no volviera a molestarle.

A Hannelore le sorprendió, porque pensaba que había tenido una idea brillante. Empezó a quejarse del director. Algunas personas se mostraron comprensivas y la apoyaron, otras le aconsejaron que desistiera: "¡No sirve de nada, Haniah! ¡Es inútil!".
Siguió quejándose, no sólo de él, sino también de Abu Khaled y de todos los líderes de las demás facciones. Se quejaba a quien quisiera escucharla. Una vez la oí en el patio trasero murmurando cosas en alemán y árabe: "¡Hay muchas cosas que hacer ! Hay que enseñar bien a los niños".
Me colé por la valla y me asomé para ver a quién se quejaba esta vez. Para mi sorpresa, estaba hablando sola. Pronto, oírla hablar sola en el patio o incluso por la calle se convirtió en una rutina. La gente decía que se estaba volviendo loca y empezaron a evitarla. Insistió en visitar a los líderes de las facciones, a los profesores y a cualquier otra persona con la que creyera que había que ponerse en contacto para cambiar las cosas, pero nadie la escuchó. Se descuidó a sí misma y pronto aquella hermosa mujer alemana empezó a parecer una anciana del campo.

Después de aquello, rara vez salía de casa. La gente lamentaba la pérdida de su belleza y su presencia. Yo lloraba cada vez que la veía en ese estado. 
"Eso es lo que le hacemos a la gente buena", gritaba mi madre. "Los palestinos somos un pueblo insoportable. Alejamos a la gente buena; ¡la volvemos loca!".

Por supuesto, todo el mundo creía que Hannelore se había vuelto loca, incluida mamá, que no obstante la visitaba. Mamá quería que se fuera a casa. Le rogó que lo hiciera y le dijo que estaba dispuesta a intentar ponerse en contacto con su marido. Hannelore no respondió, así que mi madre fue a ver a la hermana y a las tías de Maher, pero enseguida le dejaron claro que no tenían nada que ver con aquella mujer. Mi madre se dirigió entonces a Abu Khaled, a quien odiaba y consideraba responsable de lo que le había ocurrido a Hannelore, y exigió que se informara al marido de Hannelore: había que decirle que se llevara a su mujer de vuelta a su país.

Nada pasó, y pronto el campo se convirtió en objetivo habitual de los proyectiles de la marina israelí y de los ataques aéreos. La gente empezó a abandonar el campo. Mi padre encontró trabajo en un pueblo libanés y nosotros también nos mudamos. Nunca supe qué fue de ella. Intenté olvidarla, olvidar el dolor que le había causado a aquella pobre mujer, pero no pude. Siempre que me encontraba con alguien de nuestro antiguo barrio preguntaba por ella. Había desaparecido y nadie sabía con certeza cuándo ni cómo. Una vez me dijeron que se había marchado durante la guerra civil de 1975, es decir, dos años después de que nos fuésemos del campo. En otra ocasión me dijeron que se había quedado hasta la invasión israelí del Líbano en 1982 y se había marchado con los combatientes de la OLP. Me dijeron que volvió a Alemania, con su marido, y que ahora tenían hijos. Pero quizá no se haya ido a ninguna parte; puede que, si vuelvo a nuestra antigua casa y me quedo junto a la valla, escuche su voz: "¡Ahmad! ¡Ahmad, sigo aquí!".


Glosario

El Frente Democrático por la Liberación de Palestina (FDLP) es una organización marxista-leninista-maoísta laica palestina. El grupo fue fundado en 1968 por Nayef Hawatmeh, escindido del Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP). Mantiene un ala paramilitar, las Brigadas de Resistencia Nacional. El objetivo declarado del FDLP es "crear una Palestina democrática y popular, en la que árabes y judíos vivan sin discriminación, un Estado sin clases ni opresión nacional, un Estado que permita a árabes y judíos desarrollar su cultura nacional".
UNRWA - El Organismo de Obras Públicas y Socorro de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo es una agencia de la ONU dedicada a la ayuda humanitaria y el desarrollo humano de los refugiados palestinos. El mandato del OOPS abarca a los palestinos que huyeron o fueron expulsados durante la Nakba, la guerra árabe-israelí de 1948, y los conflictos posteriores, así como a sus descendientes, incluidos los niños adoptados legalmente.
OLP - La Organización para la Liberación de Palestina es una coalición nacionalista palestina reconocida internacionalmente como representante oficial del pueblo palestino. Fundada en 1964, inicialmente pretendía establecer un Estado árabe en todo el territorio del antiguo Mandator Palestino, y abogaba por la eliminación del Estado de Israel. Sin embargo, en 1993, la OLP reconoció la soberanía israelí con el Acuerdo de Oslo I, y ahora sólo busca la creación de un Estado árabe en los territorios palestinos (Cisjordania y la Franja de Gaza) ocupados militarmente por Israel desde la guerra árabe-israelí de 1967. El 29 de octubre de 2018, el Consejo Central de la OLP suspendió el reconocimiento palestino de Israel y detuvo todas las formas de cooperación económica y de seguridad con las autoridades israelíes hasta que Israel reconozca un Estado palestino en las fronteras anteriores a 1967.
Fatah - Formalmente Movimiento Palestino de Liberación Nacional es un partido político palestino nacionalista y socialdemócrata. Es la mayor facción de la confederación multipartidista Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y el segundo mayor partido del Consejo Legislativo Palestino (CLP). En las elecciones al CLP de 2006, el partido perdió su mayoría en el CLP en favor de Hamás. La victoria legislativa de Hamás provocó un conflicto entre Al Fatah y Hamás, en el que Al Fatah retuvo el control de la Autoridad Nacional Palestina en Cisjordania a través de su presidente. Al Fatah también participa activamente en el control de los campos de refugiados palestinos.