Un verano de exploradores, piratas y ratas preñadas

Es verano en el hemisferio sur (e invierno en el hemisferio norte), y durante el mes de enero, Literatur.Review los reúne a ambos a través de la publicación de relatos aún no traducidos o inéditos del norte y del sur de nuestro mundo.
Daryll Delgados nació y creció en Tacloban (Filipinas). Su primer libro, After the Body Displaces Water (USTPH, 2012), del que procede este relato, ganó el trigésimo segundo Manila Critics Circle/Philippines National Book Award al mejor libro de relatos en inglés y fue finalista del Madrigal-Gonzales First Book Award 2013. Ha recibido residencias de escritura en Australia, España y Filipinas y es licenciada en periodismo y literatura comparada. Su novela Remains (Ateneo de Naga University Press, 2019) es el segundo libro de Daryll y se publicará traducido al alemán en la primavera de 2025.
¡Enciende la tele!
Me ordenó mi hermano en voz alta, mientras irrumpía en el salón. La puerta dio un portazo tan fuerte y tan violento tras él que creí que iba a salirse por completo de sus goznes. Las lamas de vidrio repiquetearon contra los marcos de aluminio de las ventanas, el polvo voló en todas direcciones, flotando en el aire inmóvil.
Mi novio y yo saltamos del sofá sorprendidos, pues no esperábamos que mi hermano volviera tan temprano. Debían de ser las tres, y fuera la tarde era de un blanco brillante y hacía un calor abrasador.
¡Oh, dios mío!
¡Putangina! ¡Nos han pillado! ¡Los han cogido!, no paraba de decir, y las manos le temblaban mientras apuntaba con el mando a distancia al televisor para cambiar al canal local de noticias. Le caían gotas de sudor por la frente y se deslizaban por los costados de su pálido rostro. Tenía el pelo revuelto y la camisa blanca que llevaba a la oficina tenía marcas oscuras de hollín en la espalda y un desgarrón en una de las mangas.
¿A quién? ¡¿Qué está pasando?! Preguntamos, incapaces de entender lo que ocurría. Siéntate, por favor, y cálmate, rogué a mi hermano mientras hacía señas a mi novio para que trajera agua.
¡Tanginaaa! volvió a gritar mi hermano al televisor. Luego avanzó un paso, y dio un puñetazo tan fuerte a la pared de encima del televisor que le chorreó sangre de los nudillos y dejó jirones ensangrentados de piel pegados al muro de hormigón.
¡Eh!, grité, corriendo hacia mi hermano para impedir que volviera a hacerse daño a sí mismo y a la pared. Retrocedió un poco y lanzó el mando a distancia contra la pantalla del televisor. El aparato negro cayó al suelo hecho pedazos.
Mi novio y yo nos giramos para ver qué o quién aparecía en la pantalla. Y, dios mío. No podíamos creer lo que estábamos viendo. Lo único que podía hacer era sacudir la cabeza. ¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué es esto? No tenía sentido. No tenía sentido que ellos estuvieran allí, y nosotros aquí, observándolos. ¿Qué es esto? ¿Qué demonios es esto?
Pu. Tang. Ina. Mi novio se hizo eco del miedo de mi hermano en un susurro apenas audible, y su expresión reflejaba exactamente la conmoción de mi hermano.
Antes de que pudiera hacer nada, antes de que pudiera siquiera empezar a entender lo que estaba ocurriendo, lo que estaba viendo, mi hermano le dio una patada al televisor justo en la pantalla, y lo mandó a estrellarse con estrépito contra la pared. Aquella tarde, su rabia resonó en el pequeño salón.
Fuera, todo permanecía inmóvil. El árbol negro y sin hojas que había junto a la ventana destacaba sobre el blanco brillante del cielo estival.
Era el verano de 2002 y mi novio y yo habíamos vuelto a Quezon City después de pasar unos años en casa, en la provincia, justo después de graduarnos.
Habíamos alquilado una de las tres habitaciones del apartamento que mi hermano compartía con otros dos compañeros de trabajo. Don y Gerry, así se llamaban, y los dos también eran de Visayas. Don era joven, con sobrepeso, de piel suave y pálida. Gerry era viejo, musculoso, peludo y moreno. Como podrás imaginar, el contraste era bastante fuerte..
Nunca entendí en qué consistía realmente su trabajo. Los tres salían a las dos de la tarde y trabajaban hasta medianoche, o incluso hasta las dos de la madrugada. A veces les recogía una furgoneta con los cristales tintados, pero la mayoría de las veces cogían un taxi. Mi hermano me dijo que la furgoneta se utilizaba sobre todo para hacer entregas y recoger productos. Nunca me molesté en preguntar qué tipo de productos entregaban o recogían.
Su oficina estaba en Fairview, una zona apartada en las afueras de Quezon City. Su trabajo consistía en programar ordenadores, supervisar máquinas, producir registros y entretener a sus jefes extranjeros, malayos de habla china. Decían que el trabajo estaba bien pagado. Y al parecer lo estaba. Mi hermano siempre me prestaba dinero que nunca le devolvía. Mi novio y yo vivíamos por entonces de nuestra beca de la Universidad. En realidad, nunca tuvimos que desembolsar nada para el alquiler. Mi hermano siempre cubría nuestra parte. Comíamos mucho fuera, en la calle Tomas Morato, que estaba literalmente a un tiro de piedra del piso, o donde nos daba la gana, cuando no teníamos ganas de cocinar. Incluso cuando teníamos tiempo para cocinar, cosa que a mi hermano le encantaba hacer, acabábamos comiendo fuera. Era como si no pudiera esperar a gastarse todo el dinero que ganaba en cuanto lo conseguía. Así que no tenía ahorros. Nunca había hecho las grandes adquisiciones propias de un adulto, como un coche, por ejemplo, o incluso muebles para el apartamento. Tenia un montón de pares de zapatos y mucha ropa cara que no tenia ni tiempo ni ocasión de ponerse.
El que tenia ahorros era Don. Sus únicas compras eran libros. Libros de informática. Y siempre intentaba mostrarnos sus existencias y sus nuevos conocimientos informáticos. Creo que estaba desesperado por que reconociéramos que era una especie de genio de la informática. Lo que probablemente era. O tal vez no, nunca lo supe. O quizá sólo quería que comprendiéramos que, de los tres, él era el único que entendía de ordenadores, aunque todos hicieran el mismo trabajo.
Cuando mi ordenador se colgaba, por ejemplo, Don siempre se apresuraba a arreglarlo, mientras me explicaba los entresijos del funcionamiento de estas máquinas, lo que realmente significa que un proceso se cuelgue y cómo las nociones convencionales de suspensión -por ejemplo, colgar cosas para que se sequen, colgarse para morir, etc.- eran en realidad muy aplicables a la informática. Cosas raras por el estilo.
Siempre que Don hablaba de ordenadores, había un destello, una pequeña luz parpadeante en sus ojos. Era un brillo extraño, inolvidable, que incomodaba y a él le hacia parecer vulnerable, y también incómodo.
Don era muy alto, y eso era otra cosa que claramente le incomodaba. Medía alrededor de dos metros, pero estaba todo flácido. No parecía atlético en absoluto. Realmente parecía el proverbial friki de piel cetrina, necesitado de aire fresco y luz solar de verdad. Tenía los dientes delanteros pequeños y algo puntiagudos, lo que a veces le hacía parecer malicioso. Pero no era malicioso en absoluto. Le encantaba Coldplay, siempre me pedía prestados mis CD y sabía, con una certeza frágil y desesperada, que estaba destinado a cosas mayores que supervisar máquinas y complacer a jefes extranjeros que no sabían hablar inglés, violaban las normas laborales y no tenían ni idea de informática.
Ese brillo en los ojos de Don a veces estaba teñido de tristeza, a veces de inmensa esperanza, sobre todo cuando hablaba de aprobar por fin ese examen especial de licencia en línea de dos pasos, o de presentar sus nuevos inventos y programas informáticos a Steve Jobs en la Convención de Apple, algún día, algún día muy, muy pronto. Para todas estas cosas estaba ahorrando su dinero y ahorrándose a sí mismo.
Como una rata preñada, decía Gerry, una rata preñada buscando trozos de comida y tela caliente para su nido. A Gerry le gustaba bromear con Don sobre su tacañería. Nunca entendí la comparación con la rata preñada hasta que, aquel verano, casi vi una.
Me contaron que una rata había hecho un agujero en un rincón de nuestro antiguo piso. Los chicos habían encontrado el agujero, pero no a la rata. Gerry y mi hermano procedieron a cavar en el nido, sacando todo tipo de trozos irreconocibles parecidos a grafitis de cosas que antes estaban enteras. Con palos y varillas, arañaron y rasparon las paredes de la ratonera. Y luego, por si fuera poco, mi hermano, con una extraña mezcla de rabia y picardía, vertió ácido muriático en su interior. Don y yo mirábamos en esa dirección, encogiéndonos al pensar en la rata, hinchada con una camada de pequeños fetos negros, quemada en ácido.
En realidad, nunca vi a la rata. Pero eso no me impidió soñar con ella durante noches enteras. Sabía que a mi novio le exasperaba que me detuviera de repente en mitad del sexo porque estaba convencida de que había visto a la rata preñada, grande como un gato y con una cola tan gruesa como el cuerpo de una serpiente, corriendo de una esquina a otra de nuestro dormitorio o deslizándose bajo nuestra cama.
Un día se fue: la rata, mi novio. No volvió en una semana. Me di cuenta de que soñaba menos con la rata. Cuando volvió, llevaba consigo un ratón de peluche, un regalo y un remedio, para satisfacer mi fascinación y acallar mi miedo. Ayan, para matigil ka na, dijo. Eso provocó muchas risas, pero no sirvió para mucho más. El crujido del somier seguía incomodándome. Volví a soñar con la rata atrapada debajo de la cama, atascada en el armazón del somier, con la barriga hinchada reventando, la cabeza aplastada, la gruesa cola húmeda aleteando fuertemente, golpeando el suelo de madera.
Poco a poco aprendí a participar más activamente en el sexo, a pesar de las pesadillas, sólo porque había echado de menos a mi novio, y él era, bueno, muy enérgico en sus intentos y embestidas para que me olvidara de la rata. Se volvió cada vez más ingenioso a la hora de lidiar con mis miedos irracionales y mis extrañas fascinaciones con los roedores. Musofobia, se llama al parecer el miedo extremo a ratas y ratones. Creo que fue durante ese verano cuando oí por primera vez la palabra y empecé a querer de verdad a mi novio.
Pero volvamos a Don, que era tan inofensivo como un ratoncito de Disney. Aunque era un poco tacaño, sí, al final me di cuenta. Cometí el error de señalárselo una vez, durante la comida del domingo. La noche anterior habíamos salido todos de copas a uno de los bares de Tomas Morato. Don no había pedido nada, pero se había servido generosamente de cada uno de nuestros entrantes antes de marcharse justo antes de medianoche, porque estaba cansado y tenía mucha lectura pendiente. Cuando llegó la cuenta, la dividimos entre cinco, olvidando en nuestra borrachera que Don se había marchado. Esto distorsionó el cálculo y dio a mi hermano otra razón para gastar, gastar y gastar.
Hay una expresión en tagalo que me gusta mucho, junto a "kapit sa patalim" o "estar al filo de la navaja", desesperado; y es "galit sa pera", que no tiene equivalente exacto en español pero que literalmente significa "furioso por el dinero, ansioso por tirarlo". Así era exactamente como se comportaba mi hermano con el dinero, en una mezcla de las dos expresiones idiomáticas: desesperado por él y furioso por él.
Saqué el tema al día siguiente, durante la comida. No el de los hábitos de gasto de mi hermano, sino más bien el de su ausencia en el caso de Don. Al principio, Don se puso a la defensiva y dijo que, de hecho, nos había dicho que no quería salir esa noche, pero que habíamos insistido mucho. Explicó que no había pedido nada porque no tenía intención de quedarse. Pero no se había escaqueado. De ninguna manera. ¿Por qué iba a hacerlo? De hecho, incluso había pedido a todos permiso para marcharse.
Todos nos reímos cuando Don utilizó la palabra "permiso". Sus ojos volvieron a adquirir ese extraño brillo que le hacía parecer extremadamente incómodo y un blanco aún más fácil para nuestras bromas. Y entonces, sucedió. Empezó a sollozar. El brillo húmedo de sus ojos se convirtió en una lágrima que inevitablemente resbaló por su mejilla gorda y flácida. Estaba tan fuera de lugar, era tan inesperado, que casi no nos dimos cuenta.
Don se levantó en silencio, recogió su plato y se dirigió a la cocina. Todos fingimos no ver la lágrima, ¡esa lágrima!, por alguna razón tácita. Gerry estuvo a punto de hacer una broma al respecto, pero se contuvo. Don giró torpemente la cara al pasar junto a nosotros de camino a su habitación y dijo en tono ecuánime que fregaría los platos, pero más tarde, cuando terminara de repasar para un examen online, así que dejad todos los platos en el fregadero, por favor, gracias.
Lo siento Don, conseguí decir.
El apartamento estaba situado en la parte menos glamurosa del distrito Scout, una zona de moda repleta de bares, restaurantes y cafeterías. Pero el lugar también tenía una historia oscura que, en mi opinión, sigue impregnándolo. Debe su nombre a un escuadrón de scouts que se dirigía a El Cairo para participar en una reunión mundial de escultismo y murieron cuando el avión en el que viajaban se estrelló en el mar Arábigo, frente a Bombay, en 1963. En la rotonda que une las avenidas Tomas Morato y Timog hay un monumento conmemorativo en honor de los muchachos y su líder scout. Casualmente, aquí también se encuentra la discoteca Ozone, escenario de uno de los incendios más mortíferos ocurridos en una discoteca (sí, esta clasificación existe ), en el que murieron unas 160 personas, la mayoría de las cuales celebraban su graduación universitaria.
Pero en nuestra calle, y sobre todo dentro de nuestro apartamento, no pensarías en absoluto que estás en medio de uno de los lugares con más marcha de la ciudad. A veces, no había agua en los grifos. A veces, se inundaba el suelo del cuarto de baño. Pero la casa tenía tres dormitorios grandes con enormes ventanas de madera, un garaje para dos coches en el que no había ninguno, muchos gatos callejeros, ninguna rata -al menos, ninguna a la vista- y, delante del apartamento, había un viejo árbol retorcido que no daba frutos y apenas tenía hojas. Aquel verano, cuando nos mudamos al apartamento, fue uno de los más calurosos del país. En el campo, los terrenos se resquebrajaban a la espera de que cayera la menor gota de lluvia; los cultivos, desnutridos, se marchitaban desesperados; los animales caían muertos o vagaban como fantasmas por pueblos abandonados. Todo esto salía en los periódicos, al menos según mi estúpido novio, que me lo contaba con énfasis dramático y sensacionalista.
En un viejo apartamento de Scout Tobías, esquina Scout Santiago, -continuó con lo que él llamaba su voz de reportero-, la gente se ha despojado de todo tipo de ropa, agotada por el calor, y apenas le queda energía para... procrear. Es el principio del fin, dijo. Estábamos en nuestra habitación. Las cortinas estaban corridas. Podíamos ver las ramas nudosas del viejo árbol de afuera. Todo estaba inmóvil. No corría la menor brisa. Pero nuestros cuerpos, entrelazados y empapados en sudor, estaban muy vivos en aquel calor sofocante.
Un día de paga, como había prometido, mi hermano se gastó todo su sueldo en un aparato de aire acondicionado bastante grande y lo instaló en el salón. Antes de eso, yo acababa de comprar un pequeño televisor con mi paga de becaria, y desde entonces esa habitación era el lugar donde acabábamos reuniéndonos después de un largo día de trabajo.
Se me ocurrió la idea de instalar la televisión por cable, lo que nos entusiasmó a todos. Pasamos mucho tiempo en el salón hablando de los programas que veríamos si tuviéramos cable y de los que veíamos una y otra vez en casa, donde ya teníamos televisión por cable.
Aunque el verano terminó sin que se instalaran el cable, con ese mismo televisor literalmente hecho pedazos, el salón se convirtió en el lugar donde refrescarse y en la habitación más fresca de este viejo piso aplastado por el calor. Con el tiempo, se convirtió en dormitorio, comedor y sala de estudio compartidos.
Pero sólo bebíamos en el garaje, donde podíamos fumar libremente. Esta fue la única norma de la casa que nos habíamos impuesto y que realmente respetábamos. Además, aquellas noches de verano eran muy bonitas, aunque fuesen húmedas. El cielo estaba siempre despejado y las estrellas brillaban. A Don le encantaba salir de su habitación por la noche. Le gustaban las estrellas nocturnas, pero no el sol. Le gustaba sentarse fuera y hablar con nosotros, pero casi nunca bebía.
Gerry, en cambio, era un bebedor empedernido y le gustaba tocar la guitarra y cantar temas de Dylan, Beatles, Simon and Garfunkel, Freddie Aguilar, y también algo de Nirvana. Su grueso y musculoso cuello se ponía rojo, y sus venas parecían casi a punto de estallar cuando cantaba, siempre en serio, pero no siempre afinado.
A Gerry también le gustaba liarse un porro de vez en cuando, incluso a su edad. Gerry era viejo. "El jologs más viejo del mundo", le llamábamos. Era lo suficientemente viejo como para ser abuelo, y lo era; hecho que él negaba.
Ese verano, Gerry cumplió cincuenta años. Lo recuerdo porque fue el único sábado que no bebió con nosotros. Nunca supimos muy bien adónde fue aquella noche, vestido con una camisa blanca abotonada, pantalones negros y brillantes zapatos de charol. Pero volvió al día siguiente, sobrio y con los ojos secos. Qué raro. Mi novio dijo que probablemente Gerry había ido a la iglesia, se había confesarse y había hecho su penitencia, y que esa era su vida secreta. Mi novio estaba convencido de que Gerry sólo fingía ser astig, ser duro, cuando en realidad era un santo con tatuajes. Una vez vi una foto de un joven con dos niños en la cartera de Gerry. El joven de la foto era exactamente igual a Gerry, y así fue como supe que Gerry ciertamente no era, como sospechaba mi hermano, un pedófilo, y que aquellos niños no eran sus víctimas. Eran su hijo y sus nietos. Bueno, hoy en día nunca se sabe, decía a menudo mi homófobo hermano. Podrías acabar al lado de un pedófilo en los lavabos, en el bar, en el tren, o incluso compartir habitación con él, ¿verdad, Gerry? Mi hermano bromeaba y se burlaba sin descanso. Don se limitaba a enarcar las cejas y exagerar un bostezo. Uf, ya estamos otra vez.
Pero era Gerry quien hacía los chistes más crueles sobre los gays. Por eso pensé por primera vez que quizá Gerry estaba sobrecompensando, que podía ser, además de un santo y un agente secreto, también gay. Nunca llevó a una chica a casa, ni salió con ninguna; y compartía habitación con Don. Gerry también era especialmente mezquino con las "maneras más bien suaves" de Don, como a él le gustaba referirse a ellas, y siempre aludía a las inclinaciones sexuales de Don, sobre las que Don podía haberse mostrado más abierto, de no haber estado preocupado por sus sueños de programación. Estos dos tenían una relación muy especial. Se cuidaban y se preocupaban el uno por el otro, aunque no siempre tuvieran el lenguaje adecuado para ello.
Una vez le dije a mi novio que Gerry tenía un cuerpo de obrero bastante notable. Y mi novio me contestó que esta vez era yo la que estaba siendo mala. Pero era verdad. Gerry tenía los hábitos más insanos, no tenía noción del ejercicio ni de la dieta, pero tenía los abdominales más duros, los antebrazos más firmes y las nalgas más prietas. Lo juro por Dios. Nunca me molesté en averiguar de dónde le venía. Pero su cuerpo, a menudo vestido con unos vaqueros cortos ridículamente ajustados, me lo decía todo. Se trataba de un hombre que había trabajado duro y durante mucho tiempo, no en un gimnasio, sino probablemente en buques de carga o en fábricas. Gerry tenía un rostro peculiar. Parecía el de un veterano de la Segunda Guerra Mundial, marcado por profundas arrugas y cicatrices del combate. Pero su cuerpo parecía intemporal, perfeccionado por las fuerzas de la naturaleza. Y por la pobreza, añadía siempre mi novio.
Recuerdo haber tenido esos mismos pensamientos cuando, cinco años después, vi por última vez el cuerpo de Gerry, vestido con una sencilla camisa blanca de botones y un pantalón negro, tendido en un sencillo ataúd de madera barnizada. Llevaba muerto casi dos días cuando encontraron su cuerpo en descomposición en el suelo de la habitación que había alquilado en una pensión de algún lugar de Lawton. Según el informe, no había indicios de juego sucio. Decía que probablemente había sufrido un ataque masivo y se había caído de la cama, boca arriba, con la mano derecha todavía agarrada al borde de una manta. Pero tenía los ojos abiertos. Y no había explicación para los hematomas y la mancha que presentaba alrededor del cuello.
Mi hermano vino a reclamar el cuerpo de Gerry. El policía dijo que era el único al que habían podido localizar. Habían encontrado la tarjeta de visita de mi hermano en la cartera de Gerry. Aparte de algo de dinero en efectivo, papel de fumar, varias depósitos bancarios con el mismo número de cuenta y una foto antigua, la tarjeta de mi hermano fue todo lo que encontraron en su cartera. Por aquel entonces, mi hermano trabajaba para un diputado gordo y corrupto. En sólo dos años, había conseguido comprarse su propia casa y adquirir un desagradable aire de ejecutivo gubernamental. Era superficial, casi condescendiente, y siempre tenía prisa. No se quedó en el velatorio, no tenía tiempo para sentarse con nosotros ni para hablar. Pero se ocupó de pagarlo todo.
Mi hermano tuvo mucha suerte. El no estaba en la "oficina" de Fairview cuando la registró el NBI acompañado de varias cámaras. Mi novio pensaba que mi hermano podría haberlo sabido, que el contable, que siempre tuvo debilidad por él, le podía haber avisado en el último momento. Mi novio también sospechaba que fue su propio jefe, Chinoy, o mi propio hermano, quien había ordenado la redada y denunciado la condición de inmigrantes ilegales de los dos extranjeros.
Antes de que los metieran en la cárcel, Don y Gerry, junto con los dos extranjeros, fueron presentados a los medios de comunicación. Los extranjeros ocultaban sus rostro tras unas manos delgadas, pálidas y temblorosas. El cuerpo de Gerry no era totalmente visible para las cámaras, sólo se veía su rostro patético y cansado. Cuando las cámaras lo enfocaron, intentó esconderse detrás de Don. Mientras tanto, Don, por su estatura y su piel clara, era el más visible de los cuatro y se convirtió en el rostro icónico de esta primera y exitosa operación contra la piratería. Recuerdo que pensé que era extraordinario. Era increíble ver cómo brillaban los ojos de Don, incluso en estado de shock, incluso en televisión.
Más tarde supe que Don estuvo a punto de morir en prisión. Le dieron una paliza tremenda delante de Gerry, que no pudo hacer nada para proteger a su compañero de habitación, un gigante frágil y vulnerable. Don tuvo que ser hospitalizado inmediatamente después de su puesta en libertad bajo fianza. Su jefe lo pagó todo, por supuesto. Era muy generoso. Gerry siguió trabajando para él. También mi hermano, y su jefe congresista. Todos trabajaban para él.
Don volvió a su provincia y se quedó allí bastante tiempo, engordando, aislándose, leyendo sus libros de informática, preparándose para los exámenes en línea y perfeccionando el software que había desarrollado para la convención de Apple en Estados Unidos.
Don nos sorprendió con una visita una noche, justo el año pasado. Sí, hace exactamente un año este mes. Mi novio y yo ya vivíamos en la subdivisión cercana al campus universitario, que parecía bastante alejada, en ambiente sino en distancia, del Área Scout. Nuestra casita estaba pulcramente amueblada: todo era relativamente nuevo y se ajustaba a nuestra situación actual. La habíamos despojado de cualquier rastro de sus anteriores ocupantes. Habíamos arrancado todas las baldosas de hormigón originales y las habíamos sustituido por tarimas de madera. Las paredes encaladas se pintaron de ocre y tostado. En la zona donde antes había un televisor se había instalado una estantería que iba de suelo a techo y de pared a pared.
Recuerdo que era un viernes por la noche. Teníamos invitados, colegas de la universidad. Era una noche de verano especialmente fresca y ventosa. Sonó el timbre, una sola vez, y corrí a abrir, pensando que era el repartidor de pizzas. Todo lo que pude ver desde el umbral fue la silueta de un hombre alto y corpulento, de pie e incómodo junto a la verja, cambiando su pesado peso de un pie a otro. ¿Pizza Hut?, grité. Soy Don, respondió, en un tono tan llano, tan desprovisto de toda inflexión y emoción, que casi no le oí. ¿Cómo? ¿Qué? Soy Don, dijo en un tono aún más bajo. ¡Dios mío, Don! Corrí hacia la verja para abrirla y dejarle entrar. ¡Pasa, pasa, Don! Pero no quiso entrar. Teníamos invitados, señaló. Y no podía quedarse mucho tiempo de todos modos.
Nos sentamos en el porche y miramos las pocas estrellas que se veían. Venía directo del aeropuerto. Solo iba a pasar dos días en Manila y luego volaría a Taiwán.
Taiwan?! Vaya. ¿Vas a estudiar allí? ¿Has conseguido una beca? Le pregunté. ¿Por qué Taiwán?
Para trabajar, no para estudiar. En una fábrica de electrónica. Línea de producción. La fábrica suministra hardware. Piezas pequeñas. Para Apple Computers, dijo, recitando la información en una letanía casi robótica.
Eso está bien, está bien, dije. Después de eso podrás hacer ese examen que siempre has querido hacer... Ha pasado tanto tiempo, Don, ¿qué más has estado haciendo? pregunté, intentando romper el silencio.
Intenté... ahorcarme. En la antigua casa de mi madre, dijo, mirándose las manos en el regazo.
¿Qué? ¡Don! ¿Por qué?
Hice caer todo el techo. Abajo. Conmigo. Demasiado pesado. Mi madre se enfadó muchísimo. Dijo, sonriendo brevemente antes de apartar la mirada.
¿Cómo? Oh, Don. Le apreté mano. Pero la apartó y se levantó para marcharse.
Cuando se inclinó para besarme la mejilla, me encontré con su mirada. Tenía los ojos claros, secos y un poco muertos.
Cuídate, Don. Conseguí decir.
En la cama con mi novio, a veces pienso en los ojos sin vida de Don, en el cadáver de Gerry, en la rabia inerte de mi hermano contra sí mismo y en la loca rata preñada que había permanecido como un fantasma todo aquel verano de 2002. "El verano de nuestro descontento", como lo llama ahora en broma mi novio.
No sé qué pensar al respecto. Ciertamente fui feliz antes y durante parte de aquel verano. Pero, ¿qué pasó después? ¿Cómo terminó todo tan trágicamente? ¿Cómo salió todo tan mal? ¿Por qué nosotros sobrevivimos y ellos no? De vez en cuando le hago estas preguntas a mi novio.
¿En qué estaba pensando? ¿Por qué me fui de la casa de nga ba? Me había convertido en una mentirosa. O era demasiado feliz o estaba demasiado aburrida. O me negaba a aceptarlo o me había convertido en profeta. Lo sabía muy bien, pero fingía no ver lo que tenía delante.
Me detengo de nuevo en mitad del sexo. Salto de la cama, cogiendo a mi novio por sorpresa.
Joder, colega, dice.
Me paseo de una esquina a otra de la habitación, desnuda, mientras él yace en su incomodidad, en su descontento, mirándome.
¡Aquello era la verdadera felicidad! ¡Eso era! Teníamos una familia, perros, un coche, una casa de verdad, ¡con ratas de verdad! ¡Teníamos montañas y campos a la vista desde el dormitorio, la playa a tres minutos, pequeños cafés, conversaciones de verdad, con amigos de verdad, bebiendo toda la noche a lo largo de Magsaysay, desmayándonos en el anfiteatro, zambulléndonos desnudos en el mar! Todos esos viajes fuera de la ciudad, las risas interminables, la música de guitarra, las canciones a todo volumen. ¿Y yo dije que no a todo eso?¿En qué demonios estaba pensando?
Me doy cuenta de que estoy gritando como una loca, así que bajo la voz.
¿Por qué nos fuimos de casa? ¿Por qué volvimos aquí?
No contesta.
Dejo de dar vueltas. Me detengo junto a la ventana. Hay una rara brisa de verano. Mueve las cortinas hacia un lado, pero desde nuestra ventana no hay suficiente vista del cielo nocturno. En su lugar veo vallas publicitarias y la pálida luz de una farola proyectando extrañas sombras sin forma sobre la pared.
¿Aún no estábamos preparados para el paraíso? Sugiere.
¿Y ellos estaban preparados pero no se lo merecían? ¿Es eso lo que quieres decir? ¡Que te jodan! Y, ¿cómo pudiste ser testigo de todo y quedarte así?
¿Así cómo, amor?
¡Así!
¡Entero!
Sacude la cabeza. Sé que intenta comprender, pero no lo consigue. Quizá yo tampoco.
Se levanta de la cama. Vamos a casa, casémonos, dice.
Se coloca detrás de mí, me atrae suavemente hacia el hueco de su pecho. Y luego hace lo posible por hacerme olvidar. Pero sé que la rata preñada sigue ahí, atrapada bajo nuestra cama.