La presencia del hombre ausente

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La presencia del hombre ausente

Una historia de Iraq
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Alia Mamdouh

Alia Mamdouh es una novelista y periodista iraquí, licenciada en psicología por la Universidad de al-Mustansiriyah en 1971. Trabajó para el diario Al-Rasid durante diez años y publicó su primera colección de relatos, Obertura para la risa, en 1973. En 1982 se instaló en París. Sus obras, prohibidas en Iraq, abordan los tabúes familiares y sociales y denuncian las múltiples formas de opresión que sufren los iraquíes. En 2004, recibió el premio Naguib-Mahfouz por Al-Mahboubât (Como un deseo que no quiere morir). Su novela Al-Tanki (El tanque) fue finalista del Premio Internacional de Narrativa Árabe en 2020. En 2022, el Instituto del Mundo Árabe le rindió homenaje por el conjunto de su obra.

Y otro día...
(Esta noche tendrá un sabor diferente.)

Desde el amanecer, la mujer no ha dejado de recorrer la casa, afanándose. Ha limpiado el trayecto que conduce al pequeño jardín donde se alzan dispersos algunos arbustos solitarios, bajos, desgreñados y encorvados, en algunos lugares casi quebrados, como si cargaran con una edad demasiado pesada para su tamaño. Sacó a la gata de su escondite y cogió a uno de sus gatitos: estaba inquieto, se estremeció en un sobresalto nervioso, pero luego aflojó lentamente las garras...
Miau... miau...

Cuando hubo barrido el polvo del pequeño cobertizo de madera, tomó a la gata madre entre sus manos, dudando si hablarle. La mirada del animal parecía contener esa expresión que, al más leve exceso de dulzura humana, se torna en amenaza, casi en una maldición.
Suave... suave...

Una extraña sensación de entumecimiento invade a la mujer. Se frota la cara áspera, se desata el pañuelo azul con círculos blancos y rojos. Lo alza como si fuese un frágil estandarte, y lo balancea lentamente de derecha a izquierda para entretener a los gatitos, mientras su madre los observa con recelo. La tela aletea entre sus dedos; de vez en cuando, los dientes de uno u otro gatito la atrapan en un breve duelo lúdico.

(Ah... si tan solo pudiera confiar en alguien.)

Deja abierta la puerta del cobertizo. En su rostro se condensa un velo de cansancio. Los diálogos que teje en su interior van dirigidos a la puerta, como si detrás de ella estuviera la respuesta a sus preguntas...

Desde por la mañana, ha estado limpiando algunos muebles.
Este sofá, por ejemplo, no trae mucha suerte: un día, su marido se sentó en él... y murió.
En cuanto a esta silla, cada vez que se sienta en ella, sus pensamientos se dispersan y entonces es incapaz de concentrarse en lo que quiere decir a los demás, incapaz de dirigir la atención hacia lo que le concierne.
¿Qué queda, entonces, del mobiliario?

Solo tiene tres sillas de fibra de madera trenzada, un sofá largo cuyas patas traseras están roídas, y otro más pequeño, que parece una cueva: quien se sienta en él cae inmediatamente en una especie de letargo.
Una alfombra vieja cubre buena parte de la habitación, y unas cortinas de color tierra, limpias a pesar de su tono desvaído, tapizan las ventanas.

Corre las cortinas y abre el ventanal que da al jardín.
La gata lame a sus crías, que se amontonan sobre ella como la resina que se acumula en las grietas de un árbol.

Esta noche, hablará con una voz verdadera.
Y temblará de alegría.

Se retira de la ventana y entra en su habitación.
De un bolso grande, cuidadosamente envuelto, saca unas toallas blancas, un peine de madera de dientes anchos y una gran pastilla cúbica de jabón con aroma a cardamomo...
Entonces se mira en el espejo.

Una mujer de unos cuarenta años: alta, morena, de formas generosas. Su pelo negro tiene una ligera aspereza, sus músculos son fuertes, de cierta dureza, y sus ojos negros y penetrantes irradian una extraña soledad.
Recoge todo, lo coloca en un pequeño taburete de patas cortas, justo delante de la puerta del baño.

(Ah... si tuviera una hija, le gritaría que me trajera todas estas cosas, y la haría esperar fuera hasta que yo saliera del baño)

Se quita la ropa apresuradamente: a pesar de la lentitud de sus movimientos, que exigen toda la fuerza de sus músculos, siente cómo cada fibra de su cuerpo despierta. El baño es el único lugar donde jadea, donde grita, donde ya no tiene que obligarse a ocultar la vergüenza que su propio cuerpo le provoca, donde deja de tensarse ante la idea de admitir que está empezando a envejecer...

Abre el grifo; chorros de agua caliente se precipitan en la pila.
El vapor la aturde, y empieza por frotarse la cara.

En su noche de bodas, se había frotado la cara con una piedra hasta hacerla sangrar.
Le habían dicho que así las venas se hinchaban de sangre pura, y que el rojo del rostro mostraría a su marido el color verde de sus anhelos.
Pero su rostro siguió brillando... y la suerte, en cambio, se truncó.

Se rasca la espalda con una palma de madera, gime y luego ríe.
Seguirá siendo una mujer honorable: nadie espera que se convierta en otro ser.

En su última visita al gran zoco, al igual que cada jueves, el gran zoco se le subió literalmente a la cabeza, y los nuevos deseos se le pegaron al cuerpo como si realmente los llevara encima.
El trayecto de su casa al zoco se llenó de pronto de posibilidades mientras esperaba "algo". 
Y todas estas posibilidades, que ella creía imposibles, irrumpían de repente en sus oídos en cada visita al gran bazar.

Allí fue donde la vio.

Una estrella, altiva, insolentemente bella, una belleza que casi merecía ser insultada.
Su abaya, su amplio manto, dejaba pasar una luz deslumbrante que la hacía temblar, exponiéndola contra su voluntad.

Desorientada, miraba en todas direcciones, hasta que finalmente sus ojos se posaron en los de ella.
Al verse sorprendida de repente, el manto resbaló de su cabeza, una cabeza que temblaba de pudor, y un rostro que oscilaba entre el pecado y la inocencia.

- No tenía era mi intención avergonzarte...
La otra mujer no respondió.
Permaneció inmóvil, inocente, como asustada por lo que pudiera venir.
Se inclinó hacia delante y, en el corazón de aquella multitud, se convirtió en una bola temblorosa zarandeada por los vendedores y los compradores.
Cuando extendió los brazos, la invadió de pronto el deseo de abrazarla, por miedo a que pudiera caer.
Se miraron.

Sus ojos parecían atravesados por una cerilla a punto de encenderse.
Ambos cuerpos desprendían una energía ardiente, y entre sus dedos resbalaba una humedad fría, un sudor ligero, un estremecimiento compartido...

- Vengo aquí todos los jueves. ¿Y tú?
La mujer no respondió.

— Nunca te había visto antes... ¿Eres de aquí?
Como si todo lo que la rodeaba la pinchase, la otra finalmente respondió:
— Estoy de paso.
— ¿Has venido con alguien?
— Mi marido y mis hijos me esperan a la entrada del zoco.

¿Cómo no se había fijado nunca en aquel rostro?
Ese rostro hermético, alerta, inquietante, un rostro que clama por amor.
Y cuando la otra intenta alejarse, la retiene, le habla en un tumulto de palabras mezcladas con las voces de los comerciantes, los chillidos de los niños, el parloteo de las mujeres que regatean y los maullidos de los gatos que esperan, más allá, buscan algún refugio...

- Vengo aquí todos los jueves...
Pero su voz se pierde en el bullicio de los transeúntes.

Y, sin embargo, la otra mujer se comporta como una santa pecadora.
Todas estas escenas se desvanecen mientras ella deambula sola y la desesperación se acumula en su cabeza como una hemorragia.

Tiene los ojos están entrecerrados.
El jabón penetra en sus poros, las burbujas resbalan sobre su carne morena y desnuda.
Estira las piernas, un vello oscuro cubre sus rodillas.

(Primero la miraré a los ojos, luego la reconoceré. Quiero creer que realmente está aquí, delante de mí. Porque el tiempo entre mirar y reconocer es siempre como una nueva separación).

Quiere empezar por los dedos de los pies: hacerle cosquillas primero, para verla sonreír.
Quizá grite de alegría, y la alegría se parece a la muerte, y a ella solo le queda la muerte...

Se apoya en la pared del baño y canta una vieja canción popular.
Coloca su ropa sucia en un viejo barreño, la frota con las manos y sigue cantando.

La sentará frente a ella y la mirará primero a los ojos, sin esperar la señal para levantar la cortina.
También ella estará sola.

Preparará la comida de la gata y sus crías para evitar que sus maullidos perturben el encuentro.
Apagará todos los timbres y despertadores, y se sentará a esperar como una niña que espera su regalo de cumpleaños.

Escurre la ropa.
(Le masajearé las rodillas primero, porque la única vez que vi, sus rodillas parecían dos frutas unidas en un árbol enorme.)

Se apoya un momento en la pared.

No encenderá una luz demasiado fuerte, no sea que huya de inmediato.
Se yergue en todo su esplendor, en medio del cuarto de baño; su sombra parece espesa, compacta, de una sola pieza.
Su pecho es pesado.
Sus hombros, anchos.
Sus caderas, llenas.
Sus muslos, firmes.

Su cabello cae majestuosamente sobre la nuca; la nuca es lisa, y su rostro se entrega por completo al semicírculo al que llegará en breve.

(El segundo jueves no vino. Ni el tercero, ni el cuarto, ni el quinto, ni el sexto. Sin embargo, ella se apresuraba al zoco, con un calor que rozaba los cincuenta grados. Tenía los ojos enrojecidos, el vientre empapado de sudor y de deseo, un deseo que se negaba disipar desde que se había acercado a ella la otra.)

Se lanzaba sobre los mercaderes, gritaba inútilmente por el aumento de los precios, compraba cosas inútiles. Se pegaba a la pared como un gato, con la lengua seca y el cuerpo ardiente.
En casa, a veces pasaba días enteros sin comer, y como castigo por todos estos oscuros estados de ánimo, privaba de alimento a la gata y a sus crías.
Luego se contemplaba en el espejo:

(De repente he envejecido seis semanas.)

No sabía su nombre: todos los nombres se estrellaban en su cabeza como una pesadilla.
No sabía su dirección: todas las direcciones se arremolinaban a su alrededor para desaparecer una tras otra.

Su encuentro había sido un terremoto. Cada mañana arrojaba las sábanas al suelo, lanzaba las almohadas contra la pared, se golpeaba la cabeza con el puño y se llamaba a sí misma una mujer fracasada.

Tras su primer encuentro, pasó una semana entera sin lavarse: temía que el rastro de la otra mujer, su firma, desapareciera de su cuerpo.
Cada jueves le traía una nueva derrota y el ardor de las promesas vacías.

Un día, cuando volvió a sentarse en el pequeño banco de madera, cruzó las piernas en triángulo, dejó caer su cabello y comenzó a peinarlo.
El olor de la henna,
el cardamomo infusionado,
el vapor caliente,
y esa presencia femenina que la asaltaba como una bofetada,
todo la atravesó a la vez.
Quería mantenerse viva,
joven,
fresca.

(Estaremos solas, y nadie sospechará nada.
Los vecinos dirán que es mi amiga,
y los comerciantes tragarán saliva cuando ella entre.)

Cualquiera que la oyera tararear habría pensado que el paraíso estaba a punto de llegar.
Y cualquiera que la viera salir del baño, envuelta en un sedoso perfume, habría pensado que pronto se casaría.
Una mujer envuelta en una infancia oscura,
una adolescencia ingenua,
y una juventud sin carácter.

Una mujer revolcada en remordimientos,
vulnerable a cada caída,
pero que no quería rebanar su vida,
no quería disolverse como el vapor,
ni brillar como una estrella.
Solo quería llegar a ser capaz de tejer un vínculo con algún ser vivo:
un gato,
una araña,
una mujer,
un arbusto,
una serpiente...

Y aquel exilio estaba lleno de un estruendo de hechizos,
una desesperación que encadena corazón y cuerpo,
y una pregunta persistente:
¿Cuál es el camino hacia la paz?

El séptimo jueves tembló como un granado de ramas cortas al ver el rostro de la otra mujer:
era blanco, ceroso.

- ¿Quieres ir a la calle de atrás?

Caminaron juntas,
dos sombras cansadas de la memoria y la falta,
visibles,
despiertas,
deslumbradas por el infierno en el que iban a entrar.
Finalmente se detuvieron,
mientras los transeúntes a su alrededor parecían la aguja de una radio que dudaba entre dos emisoras.

- La noche en que te dejé... mi marido me dejó a mí.

La noche fluía a su alrededor,
un negro lento y profundo.
Las cosas dejaron de afectarles.
El miedo, ese pecado que se extendía entre ellas, ni siquiera las rozó.
Eran dos seres sin igual.

- ¿Y los niños?
- Los dejé con mi madre.
- ¿Y tú?
- Te quiero...

Ella le cogió la mano.
Dijo, en ausencia:
Vamos -todo está ya descubierto,
y, sin embargo, todo comienza ahora...

El séptimo jueves, sus manos se rozaron con una suavidad nueva.
La llevó de la mano.
Cruzaron la calle de atrás.
Subieron a un autobús grande.
Se sentaron en el mismo asiento.

- Quiero tocarte ahora...
- No, ahora no.

Le enseñó su casa,
y la mujer se bajó.
La hora llegaría,
y entonces recordaría toda la vergüenza que ya le habían infligido.

Años antes, un violento escalofrío la había recorrido -
como glóbulos blancos expulsando microbios.
La sangre no se había infectado,
volvería a fluir,
cargada ahora de multitud de temblores.

La palidez de toda aquella vida pasada,
la palidez de aquella historia antigua,
y la falsedad de todas aquellas minúsculas uniones iniciadas en algún lugar y terminadas en otro.

Lentamente, giró la cabeza hacia la habitación.
Se sentó para secarse el cuerpo.
Una pregunta muda la asaltó:

¿Y si se negaba?
¿Y si me abandonaba en un movimiento de retirada?

Qué astucia surgiría del encuentro de estos fuegos...
Se levantó bruscamente,
se puso un largo camisón rojo de lana,
dejó caer el pelo sobre sus hombros después de escurrirlo,
y se desplomó en el sofá.
El olor del baño, jabón, henna, cardamomo, se esparció como incienso por la habitación.

La bata se quita con facilidad; el camisón, largo, solo tiene unos botones en el pecho, nada más.

Abrió la puerta de un empujón
y luego la cerró suavemente,
sin llamar.

- ¿Quién?
La otra mujer asomó la cabeza.
- Tú...
- Yo...

Tenía el rostro sombrío, abatido, como si acabara de escapar de una trampa.
Se quedó de pie.
La otra mujer, con una sola mirada, absorbió todo lo que había en la habitación.
Arrojó su abaya al suelo y se sentó sobre ella, se apoyó en la pared, respiró hondo, y le pareció que la habitación se encogía, que se convertía en una tumba.
La primera mujer, inmóvil en el sofá, parecía un ángel asustado.

Permanecieron en silencio durante varios minutos, tensas, incapaces de saber por dónde empezar, o qué cariz adoptaría la velada.
La mujer sentada en el suelo tenía las rodillas temblorosas y el rostro paralizado por la fiebre.
La otra giró lentamente la cabeza, lanzando miradas inquietas pero definitivas al ser terrenal que estaba a su lado.

Esperar este momento había sellado este pacto solemne:
¿No es acaso todo, en el fondo, una serie de deseos con los que imitamos uniones que solo podemos realizar en sueños?

El maullido de la gata acrecentó el nerviosismo de las dos mujeres.
- Vaya maullido... tiene hambre.

¿Cómo dicen que el cuerpo se convierte en sustento?
¿De dónde sale esa saliva tan compleja en la garganta y las arterias?
¿Y no tiene también el gato vasos sanguíneos?
Qué diferencia hay entre el pinchazo de una aguja y los latigazos del pensamiento...
¿Qué sentido tiene una gran victoria sobre un pequeño ejército?

La mujer pensó que el descubrimiento de la magia era más poderoso que la magia misma.
De repente, se levantó; le pareció entonces que rendirse al encantamiento era como reunir todas las diminutas partículas que chocaban en su interior.
Se sentó en el suelo junto a la otra mujer.
Los maullidos del exterior interrumpieron su breve dicha.

¿Qué ceremonia tendría que realizar para reconocerse a sí misma?
¿Qué hechizo infernal las impulsaba a ambas hacia la rebelión?

La gata, esa pequeña virtuosa del dominio del placer, apareció en la ventana, con los ojos amoratados y moviendo la cola frenéticamente...

Sed y frescura,
hambre y saciedad,
noche y mañana,
nacimiento y muerte,
huida y presencia:
qué oscura, pero armoniosa unión.

- ¿Viste a los niños?
- Pasé a verlos antes de venir.
- ¿Y a él?
- Ese maldito se volvió a casar enseguida.
- ¿No te explicó por qué?
- Sí, lo hizo. ¿No me ves? Odia a las mujeres embarazadas.
¿Y eres infeliz?
- Terriblemente...
Pero, ¿por qué?, ¿tanto lo amabas ?

Su tez se apagó.
El amor no dura más que un breve instante.
Que se congelen los finales trillados,
que las grandes decepciones solidifiquen,
y que la gente se conozca sin reglas -pues, al fin y al cabo, todo recuerda la palidez.

Luego continuó:

- Pero yo...

El pulso de la otra se aceleró.
Los maullidos se volvieron insistentes.
Sobre los tres rostros -dos mujeres cuyos cuerpos denotaban plenitud, y un gato inventando mil gritos para marcar su territorio- se posaba una expresión persistente.

- Todavía pienso en él... ¿Sabes cómo me observaba entre la gente? Y cuando estábamos a solas, ¿cómo me poseía?, ¿cómo me guiaba? Era, hermana mía, una devastación gloriosa: no puedes fingir que no lo quieres. Mira este vestido, me lo regaló antes de que rompiéramos y me dijo bromeando: "Asegúrate de que sea fácil de quitar". Y entonces... y entonces...

- Basta. Suficiente. Basta.

Los maullidos frenéticos,
los latidos acelerados,
la emoción abrasadora,
los recuerdos amontonados hora tras hora,
las persecuciones invisibles entre el breve momento de deseo y los largos minutos de decepción,
el anhelo de la gata,
el dolor de la mujer,
y este asalto múltiple entre las tres criaturas...

La mujer giró la cabeza hacia la ventana.
Miró a la gata con un deje de desafío.
La gata observó a las dos mujeres.

La otra mujer agarró su abaya, la acomodó bajo ella, se enderezó; el crujido de la tela suspiró de pura alegría.
Se sonrió.

Susurró entre dientes:

- Qué cerca estás de mí... Tu brazo es como el suyo, tus músculos fuertes como los suyos, y tus miradas desbordan esa fiebre ardiente...

Se reclinó y levantó la cabeza hacia la luz.
La gata comenzó a relamerse.
Una línea blanca brilló entre las dos bocas.
Los labios murmuraban...
La gata saltó contra el cristal, luego entró, ensangrentada, muerta de hambre y de sed.

Beirut, 1973

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Esta historia se publicó por primera vez en 1974 en al-Tariq, la revista del Partido Comunista del Líbano. Posteriormente se incluyó en una colección de relatos cortos publicada en 1977 por Al-Adab en Beirut con el título Footnotes of Lady B (Hawamish al-Sayyida Baa’). Se considera el primer relato corto árabe que aborda las relaciones sexuales entre mujeres.

Adaptación al español basada en la traducción al francés del árabe realizada por Rita Barrota.