El culto a Santiago

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El culto a Santiago

Una historia que se desarrolla en la región de Bícol, en Filipinas, traducida del filipino al inglés por Bernard Capinpin
Kristian Sendon Cordero
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Kristian Sendon Cordero

Es verano en el hemisferio norte e invierno en el hemisferio sur. Durante el mes de agosto, Literatur.Review los reúne a ambos a través de la publicación de relatos aún no traducidos o inéditos del norte y del sur del planeta.

Kristian Sendon Cordero escribe en tres idiomas filipinos como poeta, novelista, ensayista, traductor y cineasta independiente. El Philippine Daily Inquirer se refiere a Kristian Sendon Cordero como «el zar cultural emergente» de su región natal, conocida como Bícol. Su librería, Savage Mind, y el espacio artístico Kamarin han sido aclamados como el corazón creativo de la ciudad, el bastión del libre pensamiento y el alma de la comunidad. Recibió el Premio de Escritores del Sudeste Asiático en 2017 y en 2022 fue nombrado uno de los diez jóvenes más destacados de Filipinas por su contribución a las artes y la cultura.

Tan pronto como se encendía la lámpara a las seis de la tarde y las gallinas bajaban revoloteando de los árboles de cacao y de yaca, mi padre se marchaba. Llevaba un uniforme militar raído, botas tan grandes como mis piernas y un amuleto antiguo en el que estaba inscrita un angelus que solo él podía leer y entender: «Que cecop, deus meus, deus noter». Una vez intenté pronunciarlo en voz alta, pero casi me trago la lengua. Él decía que la oración era sagrada, que las palabras tenían su propio poder y que no debían tomarse a la ligera. Cuando en otra ocasión me pilló escondiéndomelo en el bolsillo, mi padre me advirtió que si seguía pronunciando el angelus se me caería todo el pelo y se me retorcería la lengua. Yo pretendía utilizar aquel amuleto triangular con un ojo en el centro como munición. Se decía que era el ojo del Señor, que aquel ojo abierto que parecía tallado en el cielo por un rayo fue una visión que tuvo el abuelo de mi padre. El amuleto pesaba tanto como la docena de canicas y las veinte chapas de botellas aplastadas con las que jugábamos al tatsian. Cuando mi padre llevaba el amuleto, ningún metal ni bronce podía herirlo, solo los rayos, las mordeduras de serpientes o cualquier animal salvaje. En lugar de regañarme y darme con el cinturón cuando me pillaba, mi padre me pedía con calma el amuleto y se limitaba a cambiármelo por un peso que se sacaba de la oreja.

En los últimos meses, las ausencias de mi padre se habían vuelto más frecuentes. Llegaba a casa a altas horas de la madrugada, como los murciélagos que vivían en el viejo campanario de la iglesia de Santiago, su santo favorito.

Así que cuando nací el día de su festividad, no dudó en ponerme el nombre del santo a caballo. Santiago era el patrón de los jinetes y los soldados. Era uno de los doce discípulos de Cristo, hermano de San Juan. En su iconografía destacaban las cabezas decapitadas y los hombres descuartizados que yacían esparcidos bajo la figura de Santiago.

Llevaban turbantes llamativos y barbas que parecían rizadas por la amiga de mi madre (como las de Plaridel o Antonio Luna que lucían sobre las pizarras). Al parecer, a los hombres esparcidos a los pies del santo patrón se les llamaba «moros», enemigos de los cristianos. Incluso antes de la llegada de los españoles, se decía que a menudo asaltaban pueblos y secuestraban mujeres jóvenes para usarlas como madres de sus hijos y esclavas. Se decía que los moros se alimentaban de corazones de cerdo cuando estaban en el vientre materno. Eran los mismos que San Miguel pisoteaba en la etiqueta de la botella de ginebra.

Decían que si se le observaba de cerca, los ojos de Santiago rebosaban ira. Según un viejo sacristán, sus globos oculares estaban hechos de oro procedente de una montaña de hielo de Sudamérica, mientras que la cabeza y los brazos estaban tallados en marfil puro de África. Muchos han intentado robar el santo, pero nadie lo ha conseguido. Los moros, que siguen causando estragos, también intentaron robarlo durante los primeros años de la época española, pero gracias a la milagrosa imagen, no pudieron saquear nuestro pueblo, ya que se extendió el rumor de que el caballo de Santiago cobraría vida y le brotarían cuernos llameantes como los de un toro si algún enemigo se acercaba a él. Se creía que sus ojos eran más poderosos que el amuleto que llevaba mi padre y que cualquiera que lo blandiera obtendría una fuerza increíble. También había rumores en el pueblo de que cada vez que el santo desaparecía de su altar, era porque acompañaba al grupo de mi padre cuando este atacaba los pueblos de Topas, Malawag y Tapayas, que, según se decía, estaban plagados de rebeldes a los que Apo había ordenado perseguir. Esos rebeldes eran los nuevos moros.

A menudo veía a mi madre y a otras mujeres del pueblo ante esa misma imagen de Santiago. En la festividad del santo patrón, donaban dinero para que se confeccionara un nuevo atuendo para el santo. Normalmente vestía una túnica roja con bordados dorados que, según se decía, procedían de Manila. Este hilo era el mismo que se utilizaba en los vestidos de la primera dama, según afirmaban las ancianas, cuyos escapularios se habían convertido casi en una marca de nacimiento sobre su piel.

Un domingo, después de asistir a la iglesia, vi a mi madre pasando las manos por las imágenes con los ojos cerrados como si los tuviera enjabonados, y palpando al santo como si le hubieran echado jabón en los ojos y buscara el cazo para aclarárselos. Como todos los devotos, mi madre creía que el santo tenía el poder de sanar. Por eso siempre había una fila delante de aquella imagen sagrada: para frotarle pañuelos que luego la gente se aplicaba sobre las partes doloridas, principalmente la espalda, la nuca, las sienes, los labios, el pecho, las manos y pies temblorosos. Hasta había quienes, tímidamente, se pasaban las manos benditas incluso por los pechos y los penes. Otros sacaban a escondidas aceite de coco para hacer velas para el altar. Este aceite se utilizaba para el hilot y el Santigwar. Las ancianas tocaban tanto la estatua que los testículos del caballo que montaba el santo brillaban como duhats increíblemente maduros y suaves.

Mi madre era profesora en nuestro pueblo. Solo había cuatro profesores para seis cursos, cada uno con veinte alumnos. Mi madre había sido mi profesora en primero y en tercero. También me la habían asignado como profesora para cuando ingresara en quinto al año siguiente. Cuando llegábamos a casa del colegio, mi padre ya se había marchado. Solo nos esperaba un arroz al vapor. Al principio, mi madre iba a menudo a la iglesia y era miembro activo de la Cofradía de Santiago. Pero en los últimos meses, a medida que le crecía el bulto de la garganta, quizá debido a más de una década de enseñanza y a la inhalación de tiza, sus visitas a la iglesia se hicieron menos frecuentes. Recuerdo que cuando mi madre notó que se le secaba la boca con facilidad y sentía como si tuviera una rana viva en la garganta, ofreció una novena al santo y entregó el diezmo en la misa durante un mes. Sin embargo, no se observó ninguna mejoría en su enfermedad, que desembocó en la aparición de un enorme bulto en la garganta. Creció más que los testículos del caballo de Santiago.

A medida que el bulto crecía, mi madre se volvía más irritable en casa y en la escuela. Un día, oí que le había tirado un estropajo de coco a uno de sus alumnos por escribir mal su nombre. El alumno había sustituido la «e» por «i» al escribir nuestro apellido, De la Fuente. Casi recurrieron al kapitan del barrio cuando los padres del niño se quejaron. Menos mal que mi padre le había regalado al kapitan tres botellas de lambanog. Conforme el bulto de mi madre seguía creciendo, como una rata estrangulada por una serpiente, su devoción por el santo disminuía. Intentó pedir ayuda a otros santos y santas. Fue a Ombao-Pulpog y prometió a San Vicente que le haría una garganta de bronce para colgarla en su vestimenta cuando se curara. También fue a Hinulid, en Calabanga, y caminó diez kilómetros un Viernes Santo solo para que se le quitara aquella molesta masa. Pero parecía que los cielos conspiraban contra ella. Así que, tras varios meses intentando curarse, mi madre pareció aceptar que el bulto formaba parte de su cuerpo. Era como un mechón de pelo o una uña que brotaba y crecía. La veía lastimosa porque sabía que le costaba tragar la comida, incluso la saliva. Prueba de ello eran sus muecas de dolor y sus escupitajos, casi simultáneos a sus fuertes maldiciones, que más tarde se convirtieron en su nuevo angelus.

Después de su último y vano compromiso de encender velas con forma de mujer en la catedral de la Virgen de la Salvación en Tiwi, ni siquiera su sombra volvió a poner un pie dentro de una iglesia. Se dedicó a jugar a las cartas los sábados y domingos. Consultó a un albularyo, pero solo le aconsejó que volviera a recurrir a Santiago, lo cual mi madre no hizo porque el bulto era casi del tamaño de un pomelo verde y mi padre pasaba cada vez más tiempo en el campamento.

Mamá no confiaba en ningún médico. A veces decía que el médico solo le extirparía la rana que tenía en la garganta y la usaría para enseñar a los nuevos estudiantes de medicina. Probablemente bromeaba, pero papá y yo no pestañeábamos.

«¡Tu padre es un aswang!», me gritó mi compañero de juegos, Intoy, cuando perdí al teks y me cansé de jugar. Al oír a Intoy decir aquello, fue como si el espíritu de mi madre se apoderase de mí y quisiera que le hiciera tragar arena.

«¿Hay algún aswang que rece a los santos, aber?», espeté a Intoy, agarrando las tres cartas que le quedaban de Panday y Pedro Penduko.

«¡Ay, da igual, nuestros vecinos dicen que tu padre es un aswang! ¡Por eso tu madre tiene un bulto en la garganta y tú no creces, porque tienes sangre asbo!».

No contento, siguió gritando hasta que se fue a casa: «¡Tiago, enano, supot!».

Siguió insultándome como un cuervo voraz hasta que se lo tragó la oscuridad que poco a poco envolvía al pueblo. Lo último que oí fue el repentino estallido de su voz.

Volví a casa con los teks que había ganado, un taco tan grueso como mis libros. Los escondí en un armarito para que mi madre no los encontrara. Esa noche, no pude dejar de pensar en lo que había dicho Intoy de que mi pequeño tamaño y el bulto de mi madre se debían a que mi padre era un aswang.

Que fuese un aswang era de lo más aterrador. En el pueblo circulaban historias que decían que, mucho antes de la llegada de los misioneros, nuestro pueblo había sido un nido de espíritus malignos y malvados a quienes solo Santiago podía vencer. Los aswang eran criaturas malignas que a menudo deambulaban durante la luna nueva en busca de nuevas víctimas que devorar. Un aswang debía coger una cáscara de coco con dos orificios en forma de ojos y untarla con guano para poder elevarse en la oscuridad y matar. Hay dos tipos de aswang: los que pueden volar, conocidos como manananggal, y los que caminan, llamados asbo. Ambos eran acólitos del infierno y, en los días en que Dios estaba muerto, se reunían en el volcán Mayon para reafirmar su lealtad a los poderes oscuros. Los aswang temían al agua, especialmente al agua bendita. Una vez, durante la ocupación japonesa, corrió el rumor de que una mujer de nuestro pueblo era una aswang. La arrastraron al río, le ataron a la cintura una gran piedra y la arrojaron al agua. Si de verdad hubiera sido una aswang, no se habría hundido, ya que habría usado sus poderes para caminar sobre el agua y escapar. Pero se hundió y murió, de modo que la mujer era inocente. Murió desangrada, su sangre tiñó las aguas del río. Estaba embarazada de dos meses y su marido había sido encontrado sin vida mientras recogía cocos. Se rumoreaba que ambos eran espías de los japoneses.

La mayoría de la gente pensaba que había más mujeres aswang y que eran más poderosas que los hombres. Las mujeres aswang eran más feroces cuando se enfadaban, como gallinas gigantes. Cuando había luna llena, las aswang aparecían, algunas caminando por el aire, otras en los sótanos, y se daban un festín con los esputos de los enfermos. «Fuera dios, fuera hulog», era el angelus que recitaban las aswang, que significaba: «No hay Dios, no tropezaré». Hay otro angelus que los aswang repetían hasta que se les desplegaban las alas: «Siri, siri, daing Diyos kun banggi, labaw sa kakahoyan, lagbas sa kasirongan» (No temáis, no os preocupéis, no hay Dios en la noche, sobre el bosque, fuera de los sótanos).

A veces, adoptaban la forma de un jabalí, un gato o incluso un perro. Para ellos, las flemas era como una vitamina y la sangre el agua que saciaba su sed. Los aswang no podían morir, solo hibernaban, pero antes de entrar en hibernación, debían pasar una esfera negra a un pariente o persona que de su elección para propagar la estirpe. Un aswang no podía descansar hasta haber transferido esa esfera. He oído estas historias repetidas por los ancianos del pueblo, que poco a poco han ido falleciendo y que quizá incluso fueron víctimas de los aswang. Aun así, sus relatos perduran, con una advertencia clara: no se debe hablar de los aswang ni los martes y los viernes, porque en esos dos días su oído es más agudo.

La luna casi se había hundido bajo nuestra ventana y las estrellas, que yo había vislumbrado a través del pequeño agujero de nuestro tejado, ya habían desaparecido cuando sentí la llegada de mi padre. Ya desde antes de que a mi madre le saliera el bulto, ambos dormían separados. Mi madre dormía mal y necesitaba rodearse de almohadas para no caerse. Las almohadas que rodeaban su cama parecían cadáveres. Mi padre dormía en el suelo a mi lado. Sus ronquidos sonaban como un galope de caballos. Podía sentir los latidos de su corazón batiendo como un tambor. Mi padre sudaba. Olía a zapatilla quemada. Cuando me abrazaba con fuerza, me sentía como una pequeña almohada abrazada por un gigante. Yo fingía dormir. Los músculos de su brazos eran grandes, eran como pequeños panes de sal, como ratas. Sentía su aliento caliente rozándome la nuca. Era como una fuerte ráfaga que hacía bailar el diminuto césped de mi cabeza. Antes de que me venciera el sueño, vi la gran sombra de mi madre dentro de la mosquitera y las almohadas, que parecían estar a punto de reventar, el algodón ennegrecido sobresaliendo por las costuras.

Al amanecer, contemplamos los cadáveres que había junto al río. Habían encontrado a seis hombres devorados por cangrejos y camarones. Tenían agujeros de bala en la cabeza y en el abdomen. Uno de los cuerpos había sido quemado, pues su cabeza parecía cubierta de asfalto, y a otro le habían cortado el pene y se lo habían metido en la boca. Parecían ranas atropelladas por coches. Se presumía que los muertos eran rebeldes. De Tigaon y Sorsogon, según un profesor. «Los aswang han atacado», dijo un albularyo, uno de los ancianos del pueblo que antes había sido sospechoso de ser un aswang. «Los rebeldes asesinados eran jóvenes, salvo el mayor, el que está cubierto de asfalto», añadió otro profesor. Los rebeldes estaban en los huesos, como si llevaran meses sin comer. Uno de los muertos aún tenía los ojos abiertos, casi sobresalían del cráneo cubierto de heridas que devoraban tilapias y carpas.

Debido a lo ocurrido, las clases se suspendieron durante todo el día. Todo el mundo hablaba de los muertos, desde la iglesia hasta el mercado, donde la venta de pescado había disminuido por la noticia de los cadáveres encontrados en el río. Los pescaderos eran los más afectados, ya que la pesca del día se había podrido.

Los cadáveres fueron colocados en un carro tirado por un carabao blanco y llevados al ayuntamiento para que los fotografiaran y sus familiares los pudiesen reclamar. Como era de esperar, nadie se presentó como familiar de los rebeldes. Después de que el sacerdote los bendijera, fueron enterrados inmediatamente en un descampado cercano al cementerio esa misma noche. Según el albularyo que consultó mi madre, la mujer que se había ahogado en el río se estaba vengando. Muchos más cadáveres saldrían a la superficie del río. Le dijo que los aswang había matado a los rebeldes.

Ese día, llegué pronto a casa con los oídos hinchados por las historias que había oído sobre los cadáveres y los aswang. Encontré a mi padre todavía dormido. Le vi una pequeña herida en el brazo derecho infectada por las moscas. Tenía abrasiones en la cara y en los pies. Los pantalones que se había quitado la noche anterior estaban cubiertos de amorseco.

Como siempre, mi padre se marchó esa noche antes de que se encendiera la lámpara y se cocinara el kilo de carne que había comprado. Dijo que habría una fiesta en el campamento, que estaba a un arroyo y tres colinas de distancia de nuestro pueblo. Mi padre nunca nos había llevado al campamento, los niños no podían acercarse a esos lugares. Se celebraba una fiesta porque había llegado el nuevo jefe de su batallón, procedente de Albay. Estaba encantado de que los soldados hubieran vencido a los rebeldes.

Antes de ir al campamento, algunos soldados habían ofrecido una misa en agradecimiento al santo patrón. Probablemente por eso algunos de nuestros vecinos los consideraban devotos de Santiago, especialmente Ka Pedring, que poseía una gran parcela en un pueblo con fama de ser la guarida de los enemigos de Apo, el jefe de mi padre y de los demás soldados. Nunca vi a Apo, salvo en la foto que había colgada en nuestra clase, donde aparecía junto a su familia. Eran como reyes y reinas, y mi maestro decía que la familia de Apo tenía mucho oro procedente del botín de un general japonés y de antiguas iglesias de Visayas y del norte, que la esposa de Apo había ordenado demoler. Lo único que, según se decía, faltaba en las posesiones de la familia era el ojo de Matamoros (la imagen beatífica de Santiago que habían donado algunas hermanas de la parroquia). Pero nos llegó la noticia de que la primera dama había escrito al cura pidiéndole que enviara la imagen al Palacio de Manila para que se la mostraran a un cardenal de Roma. Todo el pueblo podía negarse. Era probable que el santo patrón se enfureciera al verse separado de su trono durante tanto tiempo. El santo nunca había salido de su retablo. El cura no podía hacer nada, aunque la primera dama ya había enviado dinero para renovar el convento. Se decía de que el sacerdote había enviado en su lugar una reliquia antigua para enriquecer la colección de la primera dama, que de algún modo quedó satisfecha con el gesto.

Cada vez que un oficial de alto rango visitaba el campamento, este se inundaba de comida y bebida. Se sacrificaba un cerdo y se repartía dinero entre los soldados. A algunas chicas de la Casa Roja se les permitía la entrada. Muchas de estas chicas decían ser de Polangui porque les habían dicho que respondieran así si les preguntaban, aunque algunas eran de Masbate o Samar. Solo las había visto una vez en el pueblo, cuando se unieron a la procesión y siguieron el paso del Santo Sepulcro. Eran las chicas cubiertas con velos negros que caminaban descalzas y llevaban escobas de paja.

La carne que había dejado mi padre seguía dura, a pesar de que ya la había troceado con el tenedor y le había añadido hojas de yaca. Seguía teniendo una textura gomosa a pesar de que el carbón que había puesto casi se había consumido y seguía bullendo. Adoptó un mejor aspecto cuando mi madre añadió boniato y brotes de kangkong al guiso. El tuétano blanco amarillento rezumaba lentamente de los huesos. Mi madre me pidió que cogiera unos calamondines de nuestro jardín. Esta fruta ácida se utilizaba para eliminar el aceite y contrarrestar la grasa. Los ancianos decían que los calamondines también podían utilizarse contra los aswangs, aunque, si bien su fragancia es más intensa que la del ajo, este último resulta más eficaz para combatirlos.

Mi madre terminó de hacer el guiso a las ocho en punto. La carne aún no estaba tierna, pero era más reconfortante que comernos nuestras propias lenguas. Eché el arroz a la sopa, aunque de vez en cuando me venía a la cabeza la imagen de los cadáveres encontrados en el río. No importaba, porque nuestra comida era carne de res, a diferencia de la de Intoy, a quien había visto lavando camarones y cablets un rato antes, cuando había pasado por su calle para comprar queroseno.

Resultaba fácil dormir con el estómago lleno. Después de lavar los platos, subí a extender la estera y colgar la mosquitera. Mi madre se quedó en la mesa, jugando al solitario. No estudiaba ni preparaba sus clases, decía que ya se sabía la lección. Se sabía de memoria todo el libro de texto, que, según ella, era más viejo que yo.

Mi padre volvía a casa oliendo a chico. A diferencia de otros borrachos, no era escandaloso ni propenso a montar escenas. Sentía en silencio el calor del alcohol irradiar desde su cuerpo. No necesitaba armarse de valor para hablar o hacer lo que se propusiera: se limitaba a beber. El padre de Intoy, cada vez que volvía de Arabia y se emborrachaba —madre mía—, perseguía a su madre con un machete y acababa desnudo en plena calle.

Decían que la madre de Intoy tenía otro hombre en las montañas, donde vivían rebeldes. Por eso, para Intoy no era descabellado pensar que, fueran rebeldes, moros o soldados, todos eran aswang. Su madre había sido hechizada por el líder de los rebeldes, Ka Don, quien antes de unirse a la rebelión había sido pastor de una secta. Las mujeres del pueblo suspiraban por Ka Don. Era como una estrella de cine, nadie habría imaginado que era un rebelde. Corría el rumor de que la madre de Intoy no era la única que había sido seducida por Ka Don. En casi todos los pueblos vecinos había alguien cautivado por el líder. Algunos de nosotros simpatizábamos con los principios de Ka Don, que parecía poseer un carisma natural para la gente, especialmente para los agricultores y arrendatarios. Según Ka Pedring, los rebeldes eran buenas personas y se les podría considerar héroes por personas como Ka Don. Pero, aparte de su atractivo físico, Ka Don también era conocido como verdugo. Días después de que se encontraran los cadáveres de los seis hombres a lo largo del río, los adversarios de Apo tomaron represalias. Dos de los compañeros de armas de mi padre fueron asesinados a tiros en la Casa Roja. Les destrozaron el cráneo y los sacaron a rastras. Los dos cadáveres fueron arrastrados por el pueblo con una motocicleta. A la mañana siguiente, cuando los encontraron en medio de la plaza, los dos soldados parecían bopis. Era imposible llorar o estremecerse al ver sus cadáveres sin vomitar antes.

Mi padre se deslizó bajo la mosquitera y me despertó. Me besó en la frente y en el aire flotó un leve olor a ginebra. Su barba me rozaba como las espinas de una makahiya. Sentí un escalofrío cuando lo hizo. Sobre todo cuando levantó mi delgado brazo y luego me agarró la entrepierna, y se rió como si le hicieran cosquillas. «Cómo ha crecido mi hijo. Voy a tocar tu pajarito para ver si te has convertido en un hombre de verdad». Mi padre hablaba en tono burlón, pero yo me quedé desconcertado y me encogí. Cubrí mi pene, avergonzado. Vi que era más pequeño que el de Intoy. Pero mi padre insistió en tocarlo como si estuviera inspeccionando jocotes para comprarlos en el mercado.

Mi padre me apartó la mano y me tocó el pene. Intenté aguantarme mientras él lo acariciaba como si fuera un gallo para una pelea. «Deberías circuncidarte durante las vacaciones, así dirán que ya eres un hombre. Tienes que continuar con mi linaje, la familia De la Fuente...». Debido a su embriaguez, mi padre parecía murmurar sus palabras.

Lo único que sabía de la circuncisión era que se hacía en el río. En el río, se ablandaba la punta del pene como la carne de res que habíamos comido. En cuanto a por qué el río —fuente de sustento para algunos de nosotros—, siempre se asociaba con la sangre y la muerte, era porque por ese mismo río fluían también los rituales del nacimiento, el bautismo y la muerte.

También era a través del río por donde los sacerdotes habían traído la imagen de Santiago. Antes de la llegada de los misioneros, el río había sido un criadero de cocodrilos y un sacerdote había muerto tras ser atacado por uno mientras se bañaba. De él solo quedaron el rosario y el crucifijo. Este fue el primer milagro del pueblo, porque una vez que los cocodrilos empezaron a devorar a los sacerdotes, fueron muriendo uno tras otro hasta que desapareció toda la población. Yo ya era un hombre, pero solo lo sería de verdad después de la circuncisión. El viejo albularyo era quien la llevaba acabo en el pueblo. No se podía rechazar, porque de lo contrario sería una gran vergüenza para la familia. Los niños engendrados por hombres no circuncidados tenían los ojos legañosos y eran enfermizos.

Una vez más, mi padre me abrazó con fuerza. Sentí que sus ojos recorrían todo mi cuerpo. Era como un espejo en el que mi padre se miraba. Tenía miedo de ser circuncidado, pero era mejor que tener que dar a luz o menstruar. Posiblemente las mujeres hayan sido más castigadas que los hombres. Lentamente, me aparté de mi padre. No vi cómo me miraba. El miedo que sentía era quizás más denso que la manta que me cubría. En el momento en que me agarró el pene, tuve miedo de descubrir que era un aswang, pero justo en el momento en que me abrazó, volvió a ser un hombre.

Me sostuvo el pene hasta que se durmió. Continuó emitiendo ronquidos que bien podrían haber sido los besos de mi madre. Pero al llegar la noche ella ya había sido devorada por la oscuridad. Era como una gran masa dentro de la mosquitera. Mientras mi padre me sujetaba el pene, sentí que se me agarrotaban las piernas, como si un alambre me atravesara los muslos hasta la punta del prepucio de mi pene enfundado. Era como si una flor arrancada se desprendiera para mostrar sus pétalos. En ese momento, estaba a punto de quedarme dormido entre otras sensaciones cuando un líquido comenzó a brotar lentamente de mi pene. El líquido era como la savia que exudaba el corazón del plátano la medianoche del Viernes Santo y que, según cuentan, era una fuente de poder para ahuyentar a los aswang. A partir de ese día, esperaba la llegada de mi padre cada noche. Mientras esperaba, me visitaban nuevos sueños en los que unas manos grandes y generosas me golpeaban como si fuera un saco de cáscara de arroz hasta que salía el grano. Cuantos más días pasaban, más habitual era encontrar cadáveres junto al río. También aparecían algunos en la espesura, descuartizados y envueltos en sacos de cemento. Eran como los hombres de la imagen de Santiago. Según un borracho, brazos desmembrados y cabezas decapitadas rondaban el río. Nadie se atrevía a pasar por esa parte del río cuando los gecos empezaban a chillar entre los bambúes, a menos llevaran kalampunay. Ir a lavar la ropa al río se hizo cada vez más raro, mientras que los cangrejos, camarones y peces que se pescaban allí crecían en tamaño. Pero solo unos pocos los compraban. Lo más caro era un kilo de camarones por un peso, mientras que los cangrejos se podían conseguir gratis. También se informó de que se había visto un bagre en el río que se había tragado un carabao entero mientras este lo vadeaba. Se decía que el bagre era tan grande como la barca de Mang Andoy. ¿Habrían vuelto los cocodrilos?

«¡Tu padre y sus compañeros soldados son los que están matando a los que aparecen flotando en el río!», fue la mofa de Intoy cuando regresábamos del mercado. «¡Tu padre y esos de las montañas son unos monstruos!», añadió con desprecio, mientras se bajaba un párpado como si quisiera quitarse una mota del ojo y sacaba la lengua.

«¡Si tu padre es un aswang, tú también lo acabarás siendo!», gritó mi amigo antes de salir corriendo al verme coger la piedra que estaba a punto de lanzarle.

No tenía ni idea de por qué Intoy llamaba aswang a mi padre, cuando era su padrino de bautizo. Mi padre solía hacerle regalos por Navidad. El diciembre pasado le regaló una pistola de juguete igual que la que me regaló a mí. Pero Intoy la rompió enseguida, porque no había un día que no la llevara a la escuela presumiendo de que se la había mandado su padre desde Arabia Saudita.

Muchas veces defendí a mi padre solo para demostrar que no era un aswang. No le asustaban las hojas de calamondín que llevaba en el bolsillo. Miraba a la gente directamente a los ojos. Entraba en la iglesia a rezar en el altar de Santiago. En cambio, empezaba a sospechar más de mi madre, que últimamente se mostraba más irritable. Algunos niños habían empezado a llamarla bruja por su severidad, conocida en todo el pueblo. Algunos incluso se habían quejado del carácter áspero de mi madre. A menudo me gritaba cuando se daba cuenta de que le faltaban cartas. A veces la veía hablando con el rey de corazones, o besando y cantándole una nana a la sota mientras pisoteaba a las reinas.

A veces le robaba cartas a mi madre, las dos que casi nunca usaba, las que tenían dibujos de payasos, y las apostaba en el teks. Mis compañeros de clase estaban impresionados porque mis teks eran únicos. Eran nuevos y olían a importados. «¿De qué película son?», me preguntaba mi compañero de juegos. Yo le respondía: «De Dolphy y Panchito», lo que los dejaba aún más asombrados. Aún no habían oído hablar de esa película en la tienda de alquiler de betamax. Cuando mi madre se enteró, me persiguió con un largo látigo de raya, que era temido entre los aswang. Hui de la casa y fui a una colina, donde lavé la herida que me había infligido con tiernas hojas de guayaba y nganga mezclada con saliva de Pay Isong. El latigazo de la cola de una raya es como la mordedura de una anguila, aunque probablemente la circuncisión sea más dolorosa. La cola está cubierta de púas. Si un aswang recibiese un latigazo, moriría. Mi madre siempre tenía aquella cola debajo de la estera donde dormía. ¿Sería esa la razón por la que mi padre no dormía con ella?

Para asegurarme que mi padre no era un aswang, esperé a que se durmiera un día que llegó a casa temprano. Estaba visiblemente cansado y, si no fuera porque roncaba, uno podría haber pensado que estaba muerto. Busqué lentamente su pene. Con cuidado. Quería comprobar si él tenía lo mismo que yo. Sería la prueba de que no era un aswang, como decía Intoy. Fingí dar vueltas en la cama y luego me levanté ligeramente la camisa. Estaba tan nervioso, como un ratón perseguido por un gato, cuando lentamente dirigí mi rodilla hacia la entrepierna de mi padre. Parecía que había un trozo de carne pegado allí. Agité rápidamente el muslo y sentí que el pene de mi padre se endurecía. Parecía un bulto. Noté que aumentaba de tamaño a medida que algo se colocaba sobre él. Me preocupé aún más, así que poco a poco retiré el muslo que tenía sobre él y aflojé con cuidado mi abrazo. Seguía durmiendo profundamente mientras yo abría y cerraba las palmas de las manos porque sentía que quería agarrar el pene de mi padre. Quería asegurarme de que los dos éramos iguales, pero temía que él o su pene se enfadaran. Me postré en el suelo duro, tan duro como el cálido cuerpo de mi padre. Un olor a tierra emanaba del sótano de nuestra casa y de su cuerpo. Petricor. Mi madre me había dicho que ese vapor, que surge cuando una lluvia repentina moja la tierra seca, era malo para el estómago. Aquel era el olor que desprendía la piel de mi padre. Pero para mí, aquella noche fue como si el ylang-ylang de nuestro jardín hubiera florecido. Abracé la almohada y volví a manosearme el pene, que también se había puesto duro como un plátano maduro. Cuando sentí que el sueño ya llamaba a mis párpados, di rienda suelta a mis sueños salvajes. En mi primer sueño, llovían flores de sampaguita.

Algunas noches, mi padre no volvía a casa, incluso después de que yo hubiese confirmado que no era un aswang. Otras noches, pensaba en su pene. Se ponía duro cuando lo tocaba, cuando lo presionaba, cuando lo agarraba. Como el mío. Era similar a lo que se decía de la imagen de Santiago: que tanto el santo como su caballo crecían. Contaban que antes de que los misioneros lo trajeran aquí, sus pies no tocaban el suelo desde lo alto de su montura. Ahora, las botas del santo casi rozaban el altar. Los testículos del caballo también habían crecido, según dijo una mujer a la que solía ver tocando la imagen con frecuencia.

Cada vez se oían más disparos provenientes del otro pueblo, y parecía que se acercaban cada vez más al nuestro. El sonido de los disparos no se parecía al de los fuegos artificiales de Nochevieja. En las últimas noches, el sonido de las detonaciones sucesivas había sido casi estridente. Era como el rugido de un trueno, como si lloviesen piedras sobre los tejados de hojalata.

El caudal del río se empantanó por la sangre que arrastraba. Antes de que dieran las seis de la tarde, la gente ya había recogido y se había retirado a sus casas. El albularyo anunció que por la noche merodeaban los aswang. Las redadas también se volvieron más frecuentes. No hace mucho entraron en la casa de Ka Pedring y se llevaron todo el arroz que tenía almacenado. A Ka Pedring lo acusaron de ayudar a los enemigos de Apo. Incluso Intoy dejó de mofarse y de hablar mal de los demás cuando, una tarde presenció cómo los soldados asesinaban a tiros a su tío porque este había golpeado a un soldado que había matado y se había comido su cabra. La hija de Ka Pedring también desapareció después de que los soldados irrumpieran en su casa. Tras su secuestro, lo único que se encontró fue una compresa ensangrentada que se disputaban los perros callejeros. Después de varias noches buscando a la muchacha, todo el pueblo dio por hecho que Ka Pedring se había vuelto loco. El anciano imitaba el cacareo de los gecos junto al río mientras sostenía aquella única compresa.

Pasó casi un mes hasta que volví a ver a mi padre. Nos despertaron los fuertes golpes en la puerta y los ladridos de los perros. Tanto mi madre, que dormía junto a sus cartas desparramadas, como yo nos despertamos al mismo tiempo. Había cinco soldados esperando fuera. Hablaron con mi madre, que parecía haber aceptado una carta sin leerla. Me dijo que me levantara. Ni siquiera nos habíamos cambiado de ropa ni enjuagado la boca cuando ya estábamos subiendo al jeep de los soldados. Los primeros rayos del sol tenían el color de la sangre. Parecía más bien un crepúsculo, como si unas flores rojas hubieran manchado la bombilla del cielo. Pasamos junto al río. Algunos pescaban peces y cangrejos para venderlos en el mercado. Parecían llevar velos negros. Las hojas plegadas de las acacias se desplegaron en abanico.

No había pasado ni media hora cuando llegamos al ayuntamiento. Entramos en una pequeña habitación que olía a estiércol de cerdo. Había un cadáver cubierto con una manta del color del musgo que se pegaba a las piedras del río. El soldado retiró rápidamente la manta, salió de inmediato y encendió un cigarrillo arrugado que se sacó del bolsillo.

El cadáver era el de mi padre. Lo reconocimos al instante por su amuleto. Parecía una vaca degollada. Tenía el lado izquierdo de la cara destrozado y le goteaba sangre fresca por la nariz, las orejas y una herida en el cráneo que parecía un fragmento de una botella rota. Vi su pene asomando por la boca, el trozo de carne que evidenciaba que no era un aswang. Era como si en esa parte de su cuerpo mi padre hubiera guardado su humanidad, su fuerza, su rabia, incluso sus razones para abrazarme, para guardar silencio y evitar acostarse con mi madre, para convencerme de que me circuncidara y para su devoción a Santiago. Fue como si sintiera todo su sufrimiento al ver su pene casi destrozado. Y a pesar de su aspecto, todo el cuerpo de mi padre parecía haberse convertido en un imán y sentí que me atraía hacia él.

Lo abracé como él me abrazó la noche en que me cogió el pene. No me importó la sangre que fluía y que se secaba enseguida con la brisa de agosto, dejando una enorme mancha, un mapa en la piel. Una bala había atravesado su amuleto. Le había dado en el ojo abierto. El cuerpo de mi padre aún estaba caliente cuando lo sostuve en mis brazos, hasta que se enfrió como el agua del río. Miré a mi alrededor y, tras asegurarme de que los cinco soldados a los que no parecía importarles seguían fuera, retiré lentamente, con mucho cuidado y delicadeza, el pene desmembrado de mi padre de su boca. Todavía sangraba y parecía haberse encogido como la carne que usábamos de cebo en el río cuando los peces aún eran del tamaño de las palmas de mis manos y no tan grandes como los carabaos. Miré el pene de mi padre y recordé la esfera oscura que el aswang tenía que transferir antes de morir. Lentamente me lo metí en la boca y me lo tragué en cuanto oí el canto del gallo, que siguió al cacareo del gecko.

Los primeros rayos del sol eran cegadores, abrasadores.


Acerca de la historia

Santiago’s Cult (El culto a Santiago) es una historia de iniciación ambientada en la época en que Marcos Sr. (en el texto se denomina Apo) impuso la ley marcial para combatir la creciente presencia comunista en las provincias, especialmente en la región de Bícol.

Acerca del traductor

Bernard Capinpin es poeta y traductor. Sus traducciones han aparecido o aparecerán próximamente en revistas como The Arkansas International, The Washington Square Review, AGNI y The Massachusetts Review, así como en la serie Poem-a-Day de la Academia de Poetas Americanos y en la antología ULIRÁT: Best Contemporary Stories in Translation from the Philippines (Gaudy Boy Translates, 2021). Fue uno de los ganadores del concurso Poems in Translation organizado por Words Without Borders en 2020. Vive en Filipinas.