Vladímir Vladímirovich da un paseo en coche
Es verano en el Norte (invierno en el Sur) y, durante el mes de agosto, Literatur.Review los reúne a todos, publicando relatos inéditos o no traducidos del Norte y del Sur de nuestro planeta.
Radha Vatsal es autora de las novelas de misterio Kitty Weeks, ambientadas en el Nueva York de la Primera Guerra Mundial. Sus obras se han publicado en The New York Times, The Atlantic, Los Angeles Review of Books y CrimeReads, entre otros. Nacida y criada en Mumbai (India), Radha se doctoró en Historia del Cine por la Universidad de Duke. Solía hablar ruso con fluidez, idioma que estudió en la Casa de la Cultura Soviética de Bombay. Ha viajado en el ferrocarril transiberiano y, durante un verano, trabajó como traductora en el Extremo Oriente ruso, cerca de la frontera ruso-china.
Radha vive y trabaja actualmente en Nueva York. Su nueva novela "Nº 10 Doyers Street" se publicará en marzo de 2025.
Una mañana de agosto, trotaba despacio en el mismo sitio, esperando a que cambiara el semáforo de la avenida 34. Despacio, porque hacía un calor sofocante aun siendo ya las siete y porque no me gusta hacer ejercicio. Pero a mi edad -estoy en los cuarenta, una época difícil para muchas mujeres, con el aumento de peso y demás- no tengo muchas opciones. Un hilo de sudor me mojó la frente. Lo enjugué con el dorso de la mano.
La señal de "pasar" parpadeó, y proseguí, no sin antes escudriñar cuidadosamente la avenida a derecha e izquierda. En una calle de doble sentido como ésta, me aseguro de mirar a los ojos a todos los conductores que se aproximan. Así me aseguro de que me han visto. Toda precaución es poca hoy en día, con todos los accidentes de tráfico de los que uno oye hablar.
Satisfecha al ver que no había moros en la costa, troté hacia la mediana y estaba a punto de cruzar cuando, por encima de mi hombro derecho, vislumbré un vehículo que se acercaba desde el este, bañado por el radiante resplandor del sol matutino. Más tarde, no pude recordar si era de color verde claro u oscuro, cazador o lo que llaman "musgo", porque lo que captó mi atención fue la cara que había detrás del parabrisas. El coche desaceleró al acercarse al cruce. Incrédula en un primer momento, parpadeé varias veces. El coche se detuvo.
Era él. Sin duda era él. Nadie podría confundir aquellos ojos azul ártico ni el escaso pelo amarillo que se extendía sobre su cuero cabelludo. En las fotografías se le veía tan musculoso e imponente, galopando sin camisa sobre un majestuoso semental... pero aquí estaba, conduciendo por mi barrio, Jackson Heights, Queens, con una camisa de lino de manga corta abotonada. Sin seguridad.
Bajó la ventanilla. Percibí un olorcillo a colonia masculina. ¿Podría ser Pour Homme de Paco Rabanne?
"¿Por dónde se va a Northern Boulevard?". Incluso a esas horas, y con un atuendo tan informal, desprendía un aura de mando.
Miré a mi alrededor pero no vi a nadie más.
Era a mí. Me estaba hablando a mí. "¿No tienes GPS?".
Los ojos pálidos se entrecerraron con desagrado.
"¿Waze? ¿Google Maps?".
No, no tenía.
Entré en pánico. "Está a la vuelta de la esquina". Y le señalé la dirección correcta.
Cambió el semáforo y pisó el acelerador.
En cuanto desapareció, temí haber cometido un terrible error. ¿Qué hacía Vladímir Vladímirovich en un barrio tan modesto y poco glamuroso? Solo y sin escolta. ¿Se habría perdido? ¿Qué querría de nosotros?
Con el corazón más acelerado que de costumbre durante mis sesiones de entrenamiento, me quedé trotando en la mediana, ya que me había quedado varada y tenía que esperar de nuevo mi oportunidad de cruzar. Me dije que no debía preocuparme. Debía haber alguna explicación racional y sensata. La vería en el Post al día siguiente. ZAR RUSO RECORRE QUEENS etcétera, etcétera.
Aún así, me asaltaban las dudas. Northern Boulevard me recibió uno o dos minutos más tarde. No podía comprender qué había traído a Vlad hasta allí. Es una desalentadora ristra de concesionarios de coches, proveedores de repuestos y cadenas de farmacias. Me dije que igual su coche necesitaba una revisión. O tal vez se dirigía a Manhattan, pero ¿por qué no tomar la autopista y luego el túnel hasta el centro de la ciudad?
Además de los concesionarios de automóviles, este pequeño rincón del mundo cuenta con un aletargado centro comercial con oficina de correos, un centro de resonancia magnética y y un autoservicio bancario del Santander. Después de que te fotografíen las entrañas, puedes comprar pasteles en una excelente pastelería regentada por el antiguo pastelero del Waldorf Astoria. Tal vez fuera eso. Vlad se había levantado temprano y, sintiéndose inquieto, decidió obsequiar al personal del consulado con una cesta de desayuno: cruasanes, brioches, pan vienés, quizá también unos pastelitos de guayaba. Dada su ubicación, los productos de panadería están muy bien de precio.
No me lo imaginaba en el Bed, Bath and Beyond o el Home Depot de unas manzanas más allá. No porque no crea que haga sus propias compras, sino porque sospecho que no tiene mucho interés en las mejoras del hogar. No hay ninguna razón en particular para ello. Es sólo una corazonada.
Continué mi ruta, que me lleva al parque Landing Lights. El parque no es más que un cuadrado verde bordeado de árboles, salpicado aquí y allá de delgados soportes metálicos para las luces que dirigen los aviones que llegan. Los aviones descienden tan bajo que incluso alguien bajito como yo siente la necesidad de agacharse.
Y entonces lo volví a ver. A un lado de la calle. El Citroën. Y a unos treinta metros de distancia, con los pulgares enganchados en las trabillas de sus pantalones plisados color beis, Vlad, con el cuello inclinado hacia atrás para examinar el cielo.
"¡Eh!", grité.
El sonido del motor de los aviones que se aproximaban ahogó mi voz. El monstruoso pájaro estaba casi encima de nosotros. Podría haber alzado la mano y haberle hecho cosquillas en la brillante barriga, pero se deslizó a toda prisa por encima de los árboles y aterrizó en LaGuardia.
Vlad bajó las manos de la cintura. Por un momento, colgaron sueltas a sus costados. Luego se metió la mano en el bolsillo y sacó las llaves del coche. Las hizo tintinear distraídamente y regresó a su vehículo a paso lento, deslizando sus náuticos por la hierba y luego por el cemento de la acera. Agarró el tirador, abrió la puerta (había dejado el coche abierto) y se alejó una vez más, esta vez por la 25ª Avenida en dirección a Manhattan.
"Corra", ordenó mi teléfono. Estaba en una aplicación para caminar/correr. Empecé a correr. Se me ocurrió otra posibilidad: el Sr. Putin podía estar interesado en la aviación y deseaba observar por sí mismo los efectos del plan de ampliación de LaGuardia en las rutas de vuelo. La idea no sonaba mal: era lo suficientemente técnica y ambiciosa para un hombre de su talla, y a la vez tan común como para tener sentido. La mayoría de los foráneos vienen a Queens por alguna razón relacionada con los aeropuertos.
De vuelta en casa, mientras me quitaba las zapatillas, conté lo que había presenciado. A quién había visto.
Cuando terminé, mi marido me dijo: "Imposible. No me lo creo". Negó con la cabeza. "Es que no me creo que condujera un Citroën. Nadie conduce un Citroën hoy en día. ¿Seguro que no era un Lada?".
Me lo pensé seriamente.
"¿Era un coche cuadrado?". Estaba a punto de irse a trabajar. "¿Pasado de moda?".
"Ajá".
"En ese caso, definitivamente es un Lada".
Para mí, la marca del coche no venía al caso. Lo que me preocupaba era otra cosa. Algo que no lograba descifrar. Se me ocurrió mientras miraba la pantalla del ordenador. Vlad me había pedido indicaciones en ruso y yo, sin pensarlo, le había respondido en ruso. Volví a escuchar la conversación. Sentí el sonido de sus palabras agitándose en mi boca. No había duda, habíamos hablado en su lengua materna.
¿Pero cómo podía saber que yo sería capaz de entenderle, y ya no digamos de responderle?
Me asaltaron los recuerdos de los años que pasé estudiando el idioma en la India. Yo era entonces una adolescente impresionable, la Unión Soviética aún existía y Mumbai aún era Bombay, pero era imposible que él supiera nada de eso. ¿O es que tenía un sexto sentido para esas cosas? Les diré una cosa. Cuando le contesté en ruso, ni se inmutó.
Necesitaba verle de nuevo. No soy partidaria de su política, pero, como habrán adivinado, soy rusófilo. La tierra de Turguéniev, Dostoievski, Tolstói, de las estepas y de Siberia siempre me ha llamado, y ahora aquí estaba su mandamás, justo en mi patio trasero.
No podía concentrarme. No podía escribir ni una palabra. Me preguntaba si le vería por tercera vez si volvía a salir de casa.
Cuando entré, la cafetería estaba llena de gente, la mesa común repleta de clientes aporreando sus teclados o hipnotizados por sus pantallas, y mi corazón dio un vuelco. Allí estaba él, otra vez solo, en una mesa del fondo.
Deseando que mis manos dejaran de temblar, acerqué mi taza de café. "¿Mojhno?". ¿Puedo? Esperaba sonar despreocupada y no esperé respuesta antes de sentarme. "¿Qué tal el té? ¿Está bueno?".
Hizo una mueca. "Terrible. No puede estar más flojo. Hasta un niño en pantalones cortos podría hacerlo mejor".
Revisé la etiqueta que colgaba del borde de la taza. Era de comercio justo, una mezcla artesanal, las hojas recogidas a mano en Sri Lanka y Assam.
"Yo probaría el Irish Breakfast la próxima vez. Tiene más cuerpo".
"Tal vez".
Procuré sonar natural. "¿Vas a pasar el día en Queens?".
"Creo que sí. Vengo mucho a Nueva York, siempre a Manhattan. Creo que ya es hora de que explore".
"¿Visita oficial?".
Él declinó contestar.
"¿Y con qué frecuencia vienes aquí? A Nueva York, quiero decir".
Sonrió socarronamente. Removía el té, pero no bebía. "Cada pocas semanas. Nadie lo sabe porque nadie se da cuenta. Aquí, nadie se fija en nadie".
Dejé vagar la mirada. Los demás clientes seguían absortos en sus propios asuntos. No se equivocaba.
"En el metro, a veces la gente me toca el hombro y me dice: 'Oye, te pareces a Vladímir Putin', y una vez un vagabundo gritó mi nombre. Pero eso es todo".
"¿Tú coges el metro?".
"Es asqueroso. Nada como el metro de Moscú. A decir verdad, nada es comparable al metro de Moscú. Pero ir en metro es mucho más rápido que conducir o coger un taxi".
"¿Qué más haces cuando estás aquí?".
Se quedó mirando a la infusión de su taza.
"Vamos. Puedes contármelo. No se lo diré a nadie".
"¿Me lo prometes?".
"Te lo juro".
"Hago ejercicio en el gimnasio Equinox, está muy bien, y de vez en cuando juego al ajedrez en los parques. Puede que no lo sepas, pero soy bueno. He ganado cientos de dólares. ¿No me crees?", como prueba, sacó una abultada cartera. Un bonito modelo de piel de cocodrilo repleto de billetes. "¿Quieres jugar?". Era una combinación de invitación y desafío. "Tengo un tablero en el coche".
Me ganó en siete jugadas -me sorprendió haber durado tanto- y añadió mis escasos billetes a su alijo. Cerró el tablero de ajedrez de viaje. Consultó su reloj y se levantó.
"¿Puedo hacerte sólo dos preguntas, Vladimir Vladimirovich?".
"Que sea rápido".
"¿Qué prefiere: Home Depot o Bed, Bath and Beyond?".
"Home Depot tiene algunos artículos útiles, pero Bed, Bath and Beyond es basura".
Justo lo que había pensado.
Pero no había terminado. "¿Por qué vienes aquí? ¿Por qué vienes aquí realmente?".
"¿Por qué crees?". Me miró como si fuera la pregunta más estúpida que hubiera oído nunca. "Porque puedo. Puedo hacer lo que quiera".
Lo seguí hasta su coche, que había aparcado en una plaza con parquímetro. Ya casi no quedaba tiempo.
"¿Adónde vas ahora? ¿Quieres que te indique cómo llegar?".
"No hace falta". Me hizo un gesto para que me fuera. "Allá donde voy, el mundo me abre sus puertas. Esta mañana he hablado con una corredora y, como tú, me ha contestado en ruso. Si no lo supiera, diría que es magia. Pero sé que es gracias a mi carisma".
Una parte de mi ego se resintió al ver que no me había reconocido de nuestro encuentro anterior.
Pero aquello no era nada. La gran noticia era que Vladímir Putin estaba allí, paseándose por Nueva York sin que nadie se percatara.
Me planteé la posibilidad de informar a las autoridades. Al fin y al cabo, debían estar al tanto si él andaba por ahí jugando al ajedrez y estafando a turistas y lugareños el dinero que tanto les había costado ganar. Quién sabe, a lo mejor no estaba pagando sus viajes en metro y se saltaba los torniquetes por diversión. ¿Habría pagado siquiera la suscripción a Equinox o se las arreglaba para entrar?
Dudo que las autoridades me crean. No estoy segura de que tú me creas. Pero te diré una cosa: mantente alerta. Podría estar paseando por tu calle, conduciendo por tu manzana, sentado a tu lado en el metro.