El ferrocarril transiberiano
Es verano en el Norte (invierno en el Sur) y, durante el mes de agosto, Literatur.Review los reúne a todos, publicando relatos inéditos o no traducidos del Norte y del Sur de nuestro planeta.
Stefan Grosser es propietario de una pequeña empresa familiar del sector del diseño de interiores. Lleva más de 30 años trabajando en una obra literaria en curso, la epopeya de varios miles de páginas "Homo sapiens. Relato de un náufrago", que consta de 9 volúmenes individuales de todos los géneros textuales con los que ha intervenido repetidamente en simposios, lecturas y actos literario-musicales. El relato que aquí se publica por primera vez forma parte de su epopeya.
En mi caso, fue el guardabarrera. A cierta edad, todos los niños tienen a alguien que domina sus pesadillas, a quien ven como el diablo o simplemente como verdugo. Y el guardabarrera reunía todas las condiciones: sólo podía verlo desde una distancia un poco sospechosa, era el amo de enormes máquinas que me daban miedo, y hacía un ruido infernal.
Dos veces al día tenía que cruzar las vías del tren en el coche con mi madre, por la mañana camino del colegio y a mediodía de vuelta. Y la mayoría de las veces, casi siempre de hecho según me dicta la memoria, llegaba un tren exactamente a la misma hora. Al son de un estridente tintineo, las barreras se cerraban tras una luz roja parpadeante y una y otra vez mi mirada huía de esta ominosa escena a través de la ventana lateral hasta el piso superior de la caseta del guardabarrera, donde detrás de un ventanal un hombre hacía girar una manivela a una velocidad asombrosa. Nunca se veía al guardabarrera en su totalidad, lo que probablemente contribuía a su amenazador aspecto; en la penumbra, detrás de la ventana, sólo se veía su busto ancho con la cabeza redonda y una insinuación de su mano, que movía la manivela, y por tanto las engorrosas barreras, como una máquina. En cuanto se cerraban y las campanas dejaban de sonar, el guardabarrera desaparecía en algún lugar de las oscuras profundidades de su caseta, y entonces desaparecía yo también, acurrucándome tras el respaldo del asiento del conductor y tapándome los oídos con todas mis fuerzas para sobrevivir indemne al horror que se avecinaba: con un ruido tan ensordecedor que agitaba el coche, el tren pasaba a toda velocidad junto a nosotros, invisible para mí, y aunque yo estaba bastante bien protegido y preparado detrás del asiento del conductor, me asustaba tanto que me dolía y casi me enfadaba. Pero siempre terminaba inesperadamente rápido, y cuando volvían a sonar las campanas, que de repente ya no sonaban amenazadoras en absoluto, sino más bien inofensivas o incluso reconfortantes, volvía a subirme al asiento trasero, veía cómo se abrían las barreras y se apagaba la luz roja intermitente, e inmediatamente miraba al encargado de la barrera, detrás de su ventanal entreabierto como de costumbre, accionando la manivela y despejándonos de nuevo el camino.
Siempre era la peor hora del día, peor que el deporte o la religión. Con el tiempo, aquello pudo más que yo y le montaba una escena a mi madre cada mañana delante del garaje y cada mediodía antes de ir al colegio. No quería volver a cruzar las vías del tren, el ruido de un tren a toda velocidad me parecía más de lo que podía soportar, y la culpa de todo la tenía el vigilante del cruce, que me torturaba a propósito y por puro odio. Mi madre tenía que arrastrarme a la fuerza hasta su coche por la mañana y a la hora de comer, y cuando un tren llegaba al paso a nivel, aullaba y gritaba a pleno pulmón hasta que las barreras se abrían con un tintineo liberador. No recuerdo cuántos años tenía entonces y tampoco sé hasta qué punto mi pánico era una actuación o algo real, o si tal vez sólo iba dirigido al guardabarrera y a su paso a nivel como medida improvisada y en realidad, consciente o inconscientemente, iba dirigido a algo totalmente distinto. Sea como fuere, llegó hasta tal punto que una mañana me negué a levantarme y forcejeé con brazos y piernas cuando mi madre intentó sacarme de la cama. Creo que por entonces soñaba casi todas las noches que el guarda del paso a nivel cerraba las barreras y entonces me daba cuenta de que nuestro coche estaba sobre las vías y que el tren iba a arrollarnos con su ruido infernal. Yo intentaba salir del coche atrapado, pero -cómo no- las puertas traseras estaban cerradas y mi madre me decía que me abrochara el cinturón de seguridad mientras el tren se iba acercando a un ritmo frenético y atronador. Como suele ocurrir en estos sueños, me despertaba justo antes de que el tren chocara contra el coche. Llamaba a mi madre aterrorizado en mitad de la noche y probablemente le contaba el sueño, y por la mañana estaba pataleando en la cama y gritando que el guardabarrera iba a dejar que el tren nos arrollara.
Mi madre era una mujer inteligente que no evitaba los problemas sino que los afrontaba, lo que a veces llevaba a soluciones poco convencionales. No se le ocurrió desviarse un poco por la mañana y a la hora de comer para evitar el paso a nivel maldito, lo que le habría costado quizá cinco minutos en cada sentido; no, sabía que así no ganaría nada y tuvo una idea mucho más ingeniosa: durante el fin de semana me llevó a dar un paseo por nuestro barrio. Era un hermoso día de otoño con mucha luz y olor a hojas muertas, pero no nos dirigimos a las zonas verdes junto al Würm, donde solíamos ir a menudo a tomar el aire, sino que fuimos en dirección al paso a nivel o, más concretamente, en dirección a la casita del guardabarrera. En los últimos metros me cogió de la mano para que no escapara, pero, curiosamente, yo no quería huir, no tenía miedo, me parecía muy natural que nos dirigiéramos a la casa del guardabarrera. Mi madre (según recuerdo) pulsó el botón del timbre que había junto a la puerta, que era una puerta de metal con un cristal esmerilado, y al cabo de unos segundos el guardabarrera la abrió. Hoy esto ya no es un secreto para mí: mi madre -según me confesó muchos años después- había visitado al guardabarrera en su caseta unos días antes, le había contado su problema y le había pedido que pusiera fin a mis pesadillas siendo amable conmigo, explicándome su trabajo y mostrándome que un guardabarrera y un paso a nivel no eran nada monstruoso. No puedo decir exactamente cómo me sentí cuando subí por una escalera estrecha y empinada entre el guardabarrera y mi madre y me encontré por fin en la habitación situada por encima de las vías donde siempre había visto al guarda del paso a nivel manejando la manivela desde el coche; ese recuerdo es un poco surrealista, es como si estuviera envuelto en algodón. Lo único que sé es que la habitación, que vista desde abajo a través de la ventanilla del coche siempre me había parecido tan tenebrosa, una vez arriba resultaba muy luminosa, casi inundada de luz, porque el frente de ventanas, que recorría tres lados, ofrecía una panorámica de ciento ochenta grados de las vías que pasaban en línea recta a lo largo de la fachada. Delante de las ventanas, en una larga consola que también recorría el perímetro, estaba el centro de control de la cabina del guardabarrera; luces verdes, amarillas y rojas, receptores telefónicos, palancas y botones que me prohibió suave pero firmemente accionar. En algún lugar de este centro de control, por supuesto, también descubrí la temida manivela, un brazo negro con un mango plateado unido al panel de la consola casi a la altura de mi nariz, que el guardabarrera me permitió expresamente accionar porque, como descubrí de inmediato, mi fuerza no bastaba para moverla ni un centímetro.
Sólo puedo decir que el plan de mi madre funcionó a la perfección. Desde aquella milagrosa visita, desaparecieron mis pesadillas sobre el guardabarrera y su paso a nivel embrujado. Y no sólo eso: ya no me alteraba cuando nuestro coche tenía que detenerse ante las barreras tintineantes por la mañana o a mediodía, porque el ruido del tren ya no me asustaba ni me hacía daño, algo que todavía me asombra hoy. Ya no tenía que esconderme detrás del respaldo del asiento del conductor y taparme los oídos, podía observar el tren que se acercaba y soportar su rugido casi con placer. Y cada vez que las barreras se cerraban o se abrían, yo miraba por la ventanilla al guardabarrera, le saludaba y él me devolvía el saludo con la mano libre mientras giraba la manivela. Durante mucho tiempo le visité regularmente en su casita de guardabarrera. Iba sin mi madre dos o tres veces por semana después de hacer los deberes, a veces incluso los sábados y domingos. Y aunque, si mal no recuerdo, yo volví por voluntad propia, porque él no me había invitado en mi primera e involuntaria visita, siempre fue muy amable conmigo y me explicó paso a paso las normas de circulación de los trenes. Por desgracia, no puedo distinguir entre las visitas, se difuminan en mi mente en una única y eternamente larga que ocupa casi toda mi infancia. Normalmente pasaba en la caseta -como mi madre aún me contaba años después delante de sus amigas- desde que acababa los deberes hasta la hora de cenar, e incluso tardes enteras los fines de semana. Allí el guardabarrera, cuyo busto fornido con la cabeza redonda como la luna se me había aparecido alguna vez en mis peores pesadillas, me explicaba la función de las luces verdes, amarillas y rojas, las palancas y los botones e intentaba enseñarme a reconocer las señales que indicaban que venía el tren. Antes, cuando sólo conocía el paso a nivel desde abajo, éste era el peor momento, pero ahora que tenía una vista panorámica de las vías desde el último piso de la caseta del guardabarrera, esperaba el tren con impaciencia: me ponía de pie en una silla frente al lado largo del ventanal y contemplaba desde el centro de control los dos raíles que pasaban por debajo y se perdían -interminablemente rectos- en ambas direcciones en un diminuto y refulgente punto de fuga plateado. A mi lado, el guardabarrera se afanaba con sus palancas y botones, miraba cómo se encendían y apagaban las luces y respondía al timbre de los teléfonos y otras señales acústicas. Finalmente, se colocaba frente a su manivela, agarraba la empuñadura con la mano derecha y señalaba con el índice izquierdo la dirección por la que estaba a punto de llegar el tren. Al principio me parecía ver sólo un parpadeo algo más fuerte, luego veía que en algún lugar del terraplén del ferrocarril una luz cambiaba en uno o dos mástiles de señalización, de amarillo a verde o de rojo a verde o de amarillo a rojo, y de repente a lo lejos aparecía el morro de un tren, tan pequeño como una locomotora de juguete. Ese era el momento en que el guardabarrera empezaba a darle a la manivela, oía el excitado tintineo, más silencioso que cuando lo escuchaba detrás de mi ventanilla, y veía cómo uno o dos coches se detenían ante las barreras que caían lentamente. El tren ya no parecía tan inofensivo, se podía distinguir toda la locomotora y detrás de ella la larga fila de vagones. Parecía cada vez más rápido y grande, y de los raíles o de los cables de alta tensión emanaba un sonido muy agudo, un zumbido como de corriente eléctrica. Entonces todo sucedía terriblemente rápido: veía la enorme locomotora, un monstruo furioso, salir disparada hacia mí, parecía deformarse por un momento por la velocidad, y con un rugido que me parecía mucho más fuerte que el ruido terrible que oía detrás del asiento del conductor, el tren pasaba a toda velocidad frente a mis narices. Entre mi cara y las sombrías cabezas de los pasajeros de los vagones, una colorida nube de hojas otoñales se alzaba explosiva y arremolinaba desde el exterior contra el ventanal, que tintineaba peligrosamente con la embestida. El tren había pasado, y mientras el guardabarrera que estaba a mi lado volvía a girar su manivela como un poseso y se levantaban las barreras del paso a nivel, yo veía alejarse el último vagón entre un denso remolino de hojas sobre los raíles que se fundían y finalmente parecían disolverse en el resplandeciente punto de fuga plateado.
Estos minutos en los que permanecía en la silla esperando al tren, viéndolo acercarse, pasar a toda velocidad y alejarse, eran de suma importancia para mí. Cada vez que me levantaba de la silla, tenía la sensación de estar experimentando algo por primera vez. Mi paseo desde casa hasta el paso a nivel por las calles de nuestro barrio, pasando por las vallas, los setos y las puertas de los garajes de las casas unifamiliares, estaba plagado de expectación y anticipación, y el camino de vuelta, de reflexión y gran calma.
Ya lo he contado: era otoño cuando mi madre me puso cara a cara con el guardabarrera en persona, y las dos únicas visitas que puedo aislar en mi memoria, aparte de la primera, fueron al final de aquel otoño, después de una primeras nieves bastante tardías. De hecho, debió de ser en diciembre, unas semanas o incluso unos días antes de Navidad, una época en la que los niños tienden a ponerse histéricos. Puede que le arrojara bolas de nieve cuando apareció en la verja, pero de ser así, no se molestó porque era tan bonachón como un oso. En cualquier caso, recuerdo que aquel día, de pie en mi silla frente a la ventana, apenas reconocí a lo lejos el tren que se acercaba, ya que estaba cubierto por una nube de nieve. Desde la distancia, parecía como si un reflector humeante se dirigiera hacia nosotros. Sólo cuando el tren estuvo lo bastante cerca pudimos distinguir la locomotora. Los vagones estaban completamente velados, y cuando el tren pasó atronando por delante del cristal, nuestro centro de control se sumergió durante unos segundos en una espesa niebla blanca. Fue como si estuviésemos en un avión atravesando una capa de nubes o nos hubiese sepultado una avalancha. Cuando salimos a la superficie, vi que el tren se alejaba deslizándose sobre los raíles blancos, pero lo único que pude distinguir fueron dos luces rojas cada vez más borrosas entre la nieve arremolinada que el último vagón arrastraba tras de sí como un velo. Cuando el guardabarrera terminó de darle a la manivela y vio mi rostro acalorado por la emoción, dijo: "¡Eso era el Transiberiano!", y como probablemente puse cara de no entender nada o le pregunté qué era, me explicó que el Ferrocarril Transiberiano era la línea férrea más larga del mundo, que cruzaba todo el continente y conectaba directamente un océano con el otro, y que como discurría por el norte del continente, por Siberia, se llamaba Ferrocarril Transiberiano y siempre tenía que atravesar nieves profundas. Y en mi siguiente visita, creo que al día siguiente, el guarda llevaba consigo un gran mapa del mundo que extendió sobre una mesa de madera cerca de la escalera.
"El ferrocarril transiberiano va de aquí a aquí", dijo señalando con el índice izquierdo Brest, una ciudad costera de Bretaña situada en una península que se adentra en el Atlántico, y con el índice derecho Vladivostok.
"Y aquí estamos nosotros", dijo señalando un punto bastante cercano a Brest. Podrías coger un tren en Menzing (nuestro barrio) y bajarte mucho más tarde en Vladivostok.
"¿Está lejos?", le pregunté.
"¡Oh, sí, está muy lejos, está terriblemente lejos!", dijo, y sacó una regla de un cajón que había bajo el tablero de la mesa. Utilizando la proyección kilométrica del mapa, calculó la distancia entre Menzing y Vladivostok.
"Aquí está Menzing", dijo entonces (veo ante mí el mapamundi con los gruesos dedos índices del guardabarrera como si sólo hubieran pasado unos días), "y aquí está Vladivostok: once mil quinientos kilómetros al este de Menzing."
Los niños son crueles, no son conscientes de los sentimientos de los demás. Aquel mismo invierno, posiblemente sólo unas semanas después de descubrir el ferrocarril transiberiano, perdí el interés por el guarda y su paso a nivel. Como si ya estuviera acordado y fuera algo natural, dejé de ir por allí y, cuando tenía que detenerme en el paso a nivel con mi madre en el coche, ni siquiera levantaba la vista hacia el guardabarrera: era como si nunca lo hubiese conocido. El paso a nivel, las barreras y el tren ya no tenían ningún significado para mí, ni me asustaban ni me fascinaban, ahora eran simplemente lo que siempre habían sido para mi madre: un obstáculo en el camino de ida y vuelta al colegio.
A veces, cuando el piso superior de la caseta del guardabarrera entraba en mi campo de visión, lo veía allí arriba detrás del ventanal, saludándome con la mano. Parecía frenético, me saludaba y me hacía señas para que me acercara, probablemente indicándome que volviera a subir a verle. Siempre me resultaba incómodo y rápidamente desviaba la vista. Tampoco entendía muy bien qué quería realmente, todo aquello me resultaba desconcertante y repugnante. Para mí, pocos días después de haberle alejado de mi vida como guiado por una fuerza incontrolable, el guardabarrera pertenecía a un pasado lejano y apenas recordaba lo que una vez me había unido a él. Hoy, más de medio siglo después, el guardabarrera sigue presente en mi vida, y siento como si pudiera verle de pie en su caseta en cada paso a nivel que atravieso, biseccionado, con un el pecho ancho y la cabeza redonda, haciendo girar su manivela y saludándome de forma desesperada y anhelante.
Nunca volví a visitar al guardabarrera. No sé si en algún momento dejó de saludarme, casi supongo que sí, pero no estoy seguro, porque un día me olvidé definitivamente de él. Dejé de ser consciente de su existencia, dejé de darme cuenta de que detrás y por encima de las barreras de funcionamiento aparentemente automático había un guarda de manivela. Sólo años más tarde, cuando hacía ya tiempo que no dejaba que mi madre me llevara y trajera del colegio en coche por la mañana y a la hora de comer, y en su lugar iba y venía en bicicleta por mi cuenta, me acordé del vigilante de la barrera de la forma más desafortunada: una tarde estaba sentado en mi habitación haciendo los deberes y de repente oí un ruido espantoso, un estruendo como de explosión, un chirrido horrible, seguidos poco después por sirenas de policía, de ambulancia o de los bomberos. Por la noche, después del trabajo, mis padres me contaron lo que había pasado: las barreras del paso a nivel no se habían cerrado y un coche, en el que viajaban una madre y sus dos hijos, había sido arrollado por la locomotora y arrastrado varios cientos de metros. El tren no descarriló, pero la madre y los niños murieron. A la mañana siguiente, mientras cruzaba las vías en bicicleta, busqué huellas del accidente, pero con las prisas no encontré nada. En los días siguientes me enteré de que el responsable del accidente había sido el guardabarrera, que había hecho caso omiso de las señales y no había reaccionado ante el tren que se acercaba. El guardabarrera fue destituido y pusieron a otro a la manivela, pero de repente surgió una iniciativa ciudadana en Menzing, que protestó airadamente contra la inactividad del Ferrocarril Federal y exigió que se instalara una barrera automática, como en otros pasos a nivel. El Ferrocarril Federal cedió, y unos meses más tarde las barreras de nuestro paso, que hasta entonces se accionaban con una manivela, funcionaban de forma totalmente automática.
Recuerdo que mi antiguo guardabarrera fue acusado de homicidio por negligencia bajo la presión de la iniciativa ciudadana; nunca llegué a ver el resultado del juicio ni lo que le ocurrió al anciano. Unos años más tarde, una carretera muy transitada de Menzing se convirtió en una autovía de varios carriles, que desde entonces ha visto pasar todo el tráfico por debajo de las vías, a sólo unos cientos de metros del antiguo paso a nivel. Se cerró el paso a nivel, la carretera que pasaba por encima de las vías se convirtió en un callejón sin salida a ambos lados, se derribó la caseta del guardabarrera automatizado y se plantaron árboles y arbustos en el terraplén del ferrocarril donde antes las barreras bloqueaban o despejaban el paso. A partir de entonces, mis trayectos de ida y vuelta al colegio fueron un poco más largos, tuve que pedalear por un carril bici a través del nuevo subterráneo, y cuando por fin aprobé el examen de conducir al cumplir dieciocho años y mis padres me regalaron mi primer coche, no quedaba ni el más mínimo rastro del paso a nivel que solía aparecer en mis peores pesadillas.