El exilio como oportunidad

Najat Abdul Alsamad es una escritora, ginecóloga y obstetra siria que vive en Berlín desde 2016. Procede de la etnia drusa siria y ha publicado varias novelas, relatos cortos y poemas en árabe. Su novela No hay agua que sacie su sed, publicada en alemán, fue galardonada con el Premio Katara de novela árabe en 2018. Sus obras forman parte de la literatura del exilio sirio.
Tengo dos profesiones: ginecóloga y escritora. La tercera, que siempre las acompaña, es la lectura. No vengo de una familia de escritores, poetas, periodistas o gente importante. Nací en una familia pobre y religiosa. Mi padre era albañil y mi madre ama de casa. Tuvieron nueve hijas y luego dos hijos. Pero pertenezco a una generación que ha leído mucho y ha llorado mucho. Cuando escribo, hay una frase de Douglas Adams, novelista y músico inglés, que siempre me acompaña a mi mesa. Decía con voz ronca: "Escribir es muy fácil, sólo tienes que mirar fijamente una hoja en blanco hasta que te sangre la frente".
Hace siete años, me encontré viviendo en Alemania, un país grande y hermoso, pero con un pequeño detalle que echaba en falta: no era mi patria. Llegué aquí a mitad de mi vida, bajo coacción. No sé si llamarlo exilio o diáspora, pero en ambos casos, Siria, que siempre había estado "aquí", se convirtió en "allí".
Desde mis primeros días en Berlín, con el ímpetu de la experimentación, por necesidad, y habiendo dejado atrás el traje, los tacones altos y el cabello arreglado, aprendí a andar en ropa deportiva y zapatillas de deporte, una mochila al hombro con mis nuevos documentos, una botella de agua, un bocadillo de pan negro con queso y una receta de paciencia para sobrellevar lo que había irrumpido en la vida de una mujer repentinamente sola, extranjera y más frágil de lo que jamás había sido.
Vagué por Berlín durante horas, días y días, por sus calles y bosques, sola, sola, sola. Sin familia a mi alrededor, sin amigos, sin un solo recuerdo que me uniera a esta capital extranjera. No nací aquí, no pasé aquí mi infancia ni mi adolescencia. Nunca tuve aquí un amante con quien caminé alguna vez, con el corazón encogido, por un callejón angosto…
Empecé a buscar consuelo en los árboles, las flores, los pájaros y las abejas que volaban alto en el cielo, cerca de las copas. Observé a los perros mimados por sus amos, contemplé la quietud en los rostros de los ancianos que no temen a la vejez. Respiré un aire que no había sido envenenado por el miedo, el hambre o el sueño de los desamparados en la calle; un aire que no había sido contaminado por la brutalidad de las dictaduras, el extremismo religioso o la inseguridad. Lejos quedaba la tierra de Siria, la tierra que el tirano dispersó sin piedad, arrojando a sus hijos a los seis rincones del mundo. Otros siguen allí, jadeantes, corriendo tras una apariencia de seguridad, un trozo de pan, una diminuta vela para iluminar una noche interminable ; o desaparecieron en la oscuridad de las cárceles, muertos bajo tierra, o imaginándose ascender al cielo como mártires; o permanecieron aquí en la tierra, vivos pero amputados de un brazo, un ojo, una pierna, un riñón o una esperanza —o buscando desesperadamente un rayo de luz, un poco de calor, o una embajada que les conceda un visado, aunque sea para el Triángulo de las Bermudas.
Yo sobreviví, pero estoy en el exilio. He llorado, porque en mi país tampoco estaba bien. Las portadas de los libros que he escrito desfilan por mi mente. No los publiqué en mi país, ni publiqué un solo artículo en su prensa. Todos nacieron en el extranjero, fuera de Siria, y tenían prohibida allí la entrada, como cualquier forma de libertad de expresión, lectura o escritura en Siria. Pero mis libros han llegado a los lectores. A través de ellos, aprendo a seguir mi propio camino hacia lo que deseo.
Invoqué a los héroes de mis novelas: "¿No os di la vida y os abrí el camino de la salvación en vuestro exilio? Ahora os toca a vosotros ayudarme, venid a enseñarme a no caer".
Y vinieron a susurrarme lo que habían aprendido: "El exilio también puede ser una gran oportunidad, un país providencial que te recompone de otra manera. Estás a salvo y, mientras tu mente siga en pie, siempre será posible redescubrir el gusto por la vida. ¡Y el único lugar al que puedes ir ahora es el futuro!".
Entregué mi pasado, de forma provisional, al desván de la memoria, y dirigí mi mirada únicamente hacia delante y hacia arriba. Es allí, arriba y adelante, donde voy a recomponerme desde cero, o incluso desde un poco más abajo.
Y puesto que llegué a Alemania con mis conocimientos, mis lecturas, mi experiencia y mi profesión médica —esa que Ibn Jaldún llamó "la profesión honorable"—, decidí rehabilitarme en ella en lengua alemana. Como una colegiala, me matriculé en una escuela de idiomas, aprobé los exámenes y acabé hablando la lengua del país. Luego trabajé como asistente social mientras me convalidaban el título de medicina, hasta que pude volver a ejercer como médica. Llevé mi vida en esta nueva sociedad con la cabeza bien alta, y vi con mis propios ojos cómo su mirada hacia mí cambiaba: del acto de caridad al trato de igual a igual, al respeto entre seres humanos.
Pero el exilio, para quien no lo sepa, es una pequeña muerte. Y por mucho que alguien como yo viva en él, sigue siendo un dolor imposible de superar, un dolor contra el que sólo se puede luchar a través de la memoria y el lenguaje. Escribir se ha convertido en mi patria alternativa en el exilio.
Yo creía que el pasado se desvanecería, se disolvería, moriría; pero los años de exilio se suceden y ese pasado no desaparece ni muere. Mi pequeño pueblo natal nunca me abandona: Al-Duweira, en Jabal al-Arab, Al-Rayan, provincia de As-Suwayda, al sur de Siria, adonde emigró mi abuelo paterno desde el monte Hermón, al oeste de Siria, en busca de una tierra que ofreciera pan sin humillaciones. Antes que él, su abuelo había emigrado desde las montañas del Chouf, en Líbano, de donde proviene nuestra familia. Una cordillera que ha visto nacer generaciones que se trasladaban de una cima a otra a merced de guerras sectarias o guerras por el pan, que luchaban por afirmarse en estas montañas y de ellas heredaron su carácter obstinado.
Mi abuelo paterno había emigrado a Jabal al-Arab siendo ya un hombre anciano, ciego y profundamente piadoso. Le acompañaban mi abuela, también anciana, y un niño de doce años llamado Hussein, su único hijo, nacido de un matrimonio tardío. Ese niño, con los años, se convirtió en mi padre.
Desde niño, Hussein tuvo que cuidar de sus padres. Creció tan religioso como ellos, memorizando los libros de la sabiduría —en especial el Libro de la Religión de los drusos unitaristas, comunidad a la que pertenece mi familia, concretamente al grupo de los Ajawid, los más estrictos en su fe. Pronto aprendió el oficio de albañil y se convirtió en un consumado calígrafo. Copiaba los libros de la sabiduría con su mano experta, los encuadernaba él mismo, y decoraba sus cubiertas con mosaicos similares a los de la mezquita omeya de Damasco, de modo que las obras parecían salidas de los talleres de los antiguos maestros impresores. Hussein los vendía, y con ese dinero costeaba la vida de sus padres.
Heredé de mi padre tres cosas: pobreza, esfuerzo y ambición. Tenía seis años cuando mi padre decidió trasladarse a As-Suwayda, donde había más oportunidades de trabajo. Compró un terreno pequeño, aislado y, por supuesto, barato, lo desbrozó y luego construyó una casa sencilla donde nos instalamos.
. Sembramos árboles y vegetales, y la tierra terminó produciendo dos cosechas al año, de verano e invierno. Luego compró dos vacas, y fuimos nosotras, sus hijas, las únicas trabajadoras de esa pequeña granja, que con nuestro esfuerzo producía como si fuera cinco veces más grande. En casa no había electricidad. Aprendimos a levantarnos temprano, a ordeñar la vaca, a trabajar en el campo, a limpiar la casa, y después caminar casi un kilómetro hasta la escuela. Llovía o nevaba en invierno, el agua se filtraba en nuestras botas baratas, los pies se nos congelaban de frío y humedad, pero no nos importaba, porque en la escuela nos esperaban los cuentos de nuestra lengua árabe, sus canciones y las clases de ciencias. Esa promesa nos daba calor y nos empujaba a seguir caminando.
Plantábamos árboles y hortalizas que producían dos cosechas al año, una en verano y otra en invierno. Luego compró dos vacas, y fuimos nosotras, sus hijas, las únicas trabajadoras de esa pequeña granja, que con nuestro esfuerzo producía como si fuera cinco veces más grande. En casa no había electricidad. Aprendimos a levantarnos temprano. Mi hermana y yo ordeñábamos las vacas, trabajábamos la tierra, hacíamos las tareas domésticas y luego caminábamos casi un kilómetro hasta la escuela. En invierno, la lluvia o la nieve se colaban en nuestras botas baratas y se nos helaban los pies por la humedad y el frío, pero no nos importaba: en la escuela nos esperaban las historias de nuestra lengua árabe, sus canciones y sus lecciones de ciencias. Esa promesa nos mantenía calientes hasta que llegábamos.
Las chicas nos movíamos en fila india como las cuentas de un rosario. Éramos nueve hermanas y nuestros padres seguían esperando un heredero varón. Mi padre nos crió en la misma religiosidad que él practicaba. Y los preceptos de nuestra fe condenaban las escuelas públicas y laicas: distraían del culto a Dios y llevaban al politeísmo. Los hijos e hijas de hombres piadosos solo debían asistir lo justo para aprender a leer y escribir. Luego, los chicos debían dedicarse a oficios libres y las chicas a las tareas domésticas, a la espera de su turno para casarse.
Y la religión no se equivocaba al temer las consecuencias de educar a las niñas, al temer el despertar de sus mentes. Todos los días tomábamos prestados libros de la biblioteca de la escuela a cambio de dos francos, que era todo nuestro dinero para un bocadillo o una golosina. Pero los cuentos nos atraían más que los dulces. Eran nuestra llave al mundo. Nosotras, las niñas, sabíamos que en cuanto descifráramos las letras seríamos arrancadas a la fuerza del paraíso de la escuela y prometidas para casarnos antes de cumplir los quince años con el fin de dar a luz y reproducir la vida de nuestros padres...
Pero la lectura había forjado nuestras mentes para que no fueran moldeadas por las manos de nuestros progenitores.
Hemos vivido más en el mundo de los cuentos que en nuestro mundo terrenal. La lectura nos llevó mucho más lejos de lo que permitía nuestro inevitable destino. Además de las historias que nos contaba mi abuela materna, crecimos con la revista Usama, la serie Biblioteca Verde, Dar Al-Ilm lil-Malayeen, Gibran Khalil Gibran, Mikhaíl Naima, las novelas de Naguib Mahfouz y Hanna Mina, las del Renacimiento europeo, la literatura soviética, y más tarde la norteamericana, la latinoamericana, la japonesa, la china...
En casa, cuando nos peleábamos y nos gritábamos como todos los niños, una llamaba a la otra "¡Shylock de El mercader de Venecia!", y cuando alguna quería hacer las paces, se disculpaba así: "Eres tan buena como la Cosette de Victor Hugo, o tan inspiradora como Esmeralda, la gitana amada de Quasimodo, o tan sabia como Hind bint al-Nu'man, o tan guapa como Marilyn Monroe, la amante de Kennedy...".
Leía en secreto, a escondidas de mi familia. Vivíamos en una sola habitación calentada por una estufa, mientras fuera nevaba y soplaba el viento. Bajo la almohada donde escondía la novela, las voces de las hadas me llamaban para que la mirara con un ojo, mientras el otro vigilaba a mi padre para asegurarme de que estaba ocupado y no descubría mi pecado oculto. Un día olvidé un libro de Ghassan Kanafani en la estantería donde guardábamos la ropa, una estantería abierta, ya que no teníamos armario. Mi padre lo vio y se enfadó: "Cualquier lectura que no sea de los libros sagrados te llevará al infierno y a un destino miserable". Aquella noche me hundí en la cama, con los ojos clavados en el techo, donde la humedad y los restos de las filtraciones de agua de lluvia habían dibujado figuras al azar. Entre ellas distinguí la imagen de un hombre barbudo con turbante, que imaginé que era el dios de mi padre, extendiendo las manos para estrangularme.
La televisión estaba prohibida en los hogares de los drusos Ajawid. En casa sólo había una radio, reservada a mi padre, que sólo la utilizaba para escuchar el parte meteorológico y las noticias. Cuando él no estaba, yo bajaba la radio de la estantería para escuchar las noticias, programas culturales, concursos y cualquier otra cosa que ocurriera en el mundo. Siendo aún niña, ya sabía lo que eran los bloques capitalista y socialista, y lo que significaba el Movimiento de Países No Alineados.
¿Quién podría rivalizar con los sueños de una niña educada en la pasión por el conocimiento?
¿Percibía mi padre mis ambiciones, que crecían como pequeñas riadas? Él, que no escatimaba esfuerzos para apartarme de los libros que despertaban en mí el deseo de saber, ¿esperaba convencerme de que me sumergiera únicamente en la lectura religiosa para que me resignara a aceptar la voluntad de Dios y su decreto?
No me arrancaron del paraíso de la escuela después de la primaria. De hecho, era una alumna brillante, y cada año las maestras intercedían ante mi padre hasta que aprobé el bachillerato. Fue entonces cuando empezó la verdadera batalla. Obtuve la calificación necesaria para ingresar en la facultad de medicina. La universidad estaba en Damasco, pero las normas religiosas estipulaban que "una mujer no viaja salvo por necesidad y acompañada por un varón de su familia". La sociedad patriarcal incluso había llevado esta norma un paso más allá: "Una mujer no puede viajar más allá del espacio que alcanza una gallina atada". Y mi padre no estaba dispuesto a quebrantar los preceptos de la religión. Un jeque respetado e ilustrado emitió una fatwa innovadora para él: podía hacer callar a los demás jeques alegando que yo me convertiría en médica y que podría examinar a sus esposas, evitándoles así tener que revelarse ante hombres. Por esa vía entró, y a mis ojos fue un gesto profundamente revolucionario.
Estudié mi primer año en la Facultad de Medicina en la Universidad de Damasco, y obtuve una beca para completar mis estudios en la Unión Soviética. Proponer siquiera ese tema a mi familia era algo impensable.
Por supuesto, nadie me respaldó en mi decisión: ni un profesor, ni un tío, ni un jeque ilustrado. Decían que me había pasado de la raya, que había socavado la posición social y religiosa de mi padre. Ni siquiera mi madre me apoyó. Estaba abrumada por sus propios tormentos, temía por la reputación de mi padre, y deseaba casarnos lo antes posible.
Pero yo tenía un gran sueño, alimentado por los libros y por las historias que me contaba mi abuela materna, esa mujer excepcional de la que heredé la biología, el alma y la vocación médica y la pasión por contar. Era una mujer de rara sabiduría, que había vivido en la sombra, fuera del foco, como una institución a tiempo completo, actuando con gusto, discreción, sin alardes, gestionando la vida del pueblo desde el patio y las habitaciones traseras de la casa. Era la partera del pueblo. Todos nacimos en sus manos: nosotras, sus nietas, y todos los niños del pueblo. Una vez al mes, cargaba sobre su espalda veinte kilos de provisiones para mis tíos, que estudiaban en la ciudad. Nos contaba sus historias mientras hilaba lana, tejía alfombras a mano o nos hacía jarras de barro en las que el agua sabía a tierra...
Su voz me arrullaba mientras contaba las gestas de los héroes de la Gran Revolución Siria, poemas populares, las historias del profeta Job, de José, de Dhu al-Nun al-Basri, de Rabia al-Adawiya, así como las de los príncipes árabes y sus amadas: Hamda y Mohammed, Antara y Abla, y muchos otros. Contaba sus historias con una mente lúcida, una memoria caudalosa y una entonación teatral que muchos narradores profesionales nunca lograrían igualar. Sus historias hacían del amor una religión, del valor un código de honor, de la determinación un principio, de la sinceridad una obligación. Rechazaban la injusticia, condenaban la mentira y a los mentirosos, y abogaban por la victoria de la verdad sobre la falsedad.
Y aunque lo que nos contaba mi abuela era a veces fábula, utopía o mera fantasía, era una versión fiel de lo que leíamos en los libros infantiles escritos por pedagogos. Era este mismo mundo el que encendía en mi mente infantil preguntas como: "Si pudiera elegir, ¿de qué lado estaría?" Éstas eran las preguntas que me hacía cuando era una niña apasionada por los cuentos, preguntas que me han acompañado hasta convertirme en médica y escritora, poseída por los duendes de la escritura y por mis propias causas, empezando por la verdad, la resistencia a la opresión, la injusticia y cualquier atentado contra la libertad y la dignidad humana.
En tiempos de mi abuela, las mujeres no estabas completamente aplastadas o humilladas, siempre tuvieron ese espacio que se expandía o se contraía según lo que les permitieran sus capacidades personales. Tuvieron que recurrir a su valor individual, incluso a sus reservas más profundas, para arrancar un derecho que ahora se ha convertido en algo natural. A cada paso, con las manos y los pies sangrando, abrieron su propio camino, dejando una brecha, por pequeña que fuera, para permitir que otras mujeres avanzaran. De la generación de mi madre, sólo unas pocas mujeres —muy pocas— aprendieron a leer y escribir; algunas se convirtieron en maestras de primaria. Menos de un tercio de las mujeres de mi generación fueron a la universidad en Damasco, la capital, o más raramente en Alepo. Entre ellas estaba yo, con un proyecto personal que maduraba en mi cabeza con el ardor de una amante y la paciencia de una madre: iba a luchar por romper la regla de "la gallina atada", costara lo que costara. Me iría, recibiría una educación superior, viviría la experiencia soviética y la llevaría de vuelta a mi país, un país que sólo puede recuperarse con la determinación de sus mujeres antes que la de sus hombres.
Estaba desprovista de armas, salvo una luz secreta en mi interior que me gritaba: "Arriesga todo lo que tienes para aprender, y saldrás vencedora". Esa era mi segunda causa.
Y aunque mi trayectoria educativa fue un enfrentamiento diario con mi padre —una lucha de puro dolor y represión—. Éramos como dos adversarios en nuestras divergentes opciones de lectura. Después de mucho luchar, sin que ninguno de los dos cediera, llegamos a comprender que, en realidad, caminábamos por el mismo sendero: él hacia su Dios del cielo, y mis hermanas y yo hacia el nuestro, la conciencia que reside en nosotras y nos guía para trazar nuestros pasos en la tierra a través de nuestro trabajo. Es como si fuéramos las dos caras de una misma moneda: mi padre, a quien siempre vi rodeado de libros religiosos, con las manos empapadas de sudor y cansancio para mantener a esta familia —esta tribu. Y seguía leyendo, incluso después del trabajo.
No nos educaron para ser individualistas. Había un espíritu de grupo en el hogar, en la familia y el vecindario. Mis padres nunca nos prodigaron ternura en el sentido convencional de la palabra, pero nos dieron otras cosas. Nos enseñaron que lo público es también personal, y que es responsabilidad de cada uno de nosotros. Que el trabajo es una parte sagrada de la vida humana. Mi madre se dedicaba a la agricultura y trabajaba como mi padre. También se ocupaba de sus vecinas viudas y pobres. De mis padres aprendimos que no hace falta decir a los hijos: "No robes, no mientas": basta con ser sincero y honesto para que tus hijos también lo sean.
La familia es nuestra primera institución. Y luego viene la escuela. Esta es mi tercera causa.
La única persona que me apoyó en mis planes de viaje fue mi abuela materna. Me preguntó: "¿Vas a ir a la Unión Soviética con una beca del gobierno? Le respondí: "Sí". Me dijo: "Entonces déjame a tu padre a mí. Intentaré convencerlo".
Mi abuela, analfabeta, creía instintivamente en la existencia de un Estado en el que los ciudadanos no quedarían indefensos si las instituciones funcionaban de verdad. Creía en la educación desde que cargaba a la espalda veinte kilos de provisiones para mis tíos en la ciudad, como si alimentara su propia alma y no sólo a sus hijos. Sin saberlo, encarnaba las palabras del filósofo alemán Hegel: "La educación es lo que hace al ser humano moral."
Mi abuela no consiguió convencer a mi padre, ni apaciguarlo, ni siquiera calmarlo un poco. Pero su actitud sí calmó un poco los mil demonios que se turnaron para asustarme cuando finalmente me fui a estudiar, acompañada de la ira de mi padre y con la secreta y sincera intención de no defraudarlo si podía tener paciencia conmigo unos años más.
Mantuve mi promesa secreta a mi padre. Su rostro, y las grietas de sus manos siguieron siendo el motor para que me esforzara al máximo en mis estudios, hasta que me gradué como médica. En mi último año de estudios, fui testigo del hundimiento de la Unión Soviética, el régimen que había garantizado a su pueblo educación, vivienda, sanidad y empleo, al tiempo que le quitaba la libertad de elección. Es cierto que sin pan no se vive, ¡pero sin libertad se muere!
Regresé y trabajé en mi país durante 25 años, entre mi consulta privada y los hospitales, en obstetricia y ginecología. Mi consulta era mi ventana abierta a la realidad de nuestra sociedad, donde el poder religioso y el poder paterno se aliaban para que las mujeres y las niñas no hicieran más que lo que ellos ordenasen, y donde, por encima de ambos, un poder despótico reprimía a todo el mundo.
Mi profesión consumía todo mi tiempo, leía todo lo que podía y mi cabeza no dejaba de zumbar. Ese zumbido no dejó de resonar en mi cabeza hasta que comencé a escribir mi primera novela, ya con cuarenta años. Trataba del exilio forzoso de los hombres de nuestro país para ganarse el pan, del sufrimiento de las mujeres que se quedaban solas y de los niños privados de sus padres. También de los jóvenes con estudios universitarios o superiores, dispuestos a todo para obtener un visado de trabajo en el Golfo o en Libia porque no hay dignidad para los desempleados en su propio país. De ellos surgió la idea para mi primera novela, Bilad al-Manafi (La tierra del exilio).
Fui a Beirut con mi manuscrito, a Dar al-Rayyes. ¿Por qué decidí dejar Siria por esta famosa editorial libanesa? No fui la única. Los escritores creativos sirios huían de la censura que sofocaba todo pensamiento libre, crítico y constructivo. Por eso mis ocho libros fueron hijos del exilio.
En 2011 estalló la revolución siria. El régimen la aplastó por todos los medios: represión de la libertad de expresión, barriles explosivos y armas químicas sobre barrios residenciales. Resistimos. Me involucré en la ayuda humanitaria sobre el terreno, en talleres para empoderar a las mujeres desplazadas, y en la documentación de lo que ocurría a través de mis escritos. En este clima de terror, escribí tres libros: Guernicas sirias, En la ternura de la guerra y Casas de la patria. El miedo y el coraje iban de la mano para guiarme en la denuncia del horror de la injusticia política y social, que afectaba a hombres y mujeres desde hacía mucho tiempo, pero que se agravó con la guerra. Y las mujeres seguían sufriendo, además, la autoridad patriarcal. Todos los caminos de la vida convergieron en la mujer, que se convirtió en víctima de dictaduras, guerras, exilio y masculinidad dominante. Los destinos de las mujeres compartieron el mismo dolor, en toda la diversidad de sus heridas personales: las que habían visto violados sus cuerpos, sus corazones y sus almas por las guerras; las que habían perdido un ojo, una mano, la virginidad, un hijo; las que habían enviudado, las que habían visto arder sus carnes, sus ropas o sus casas. No aceptaron ser simples víctimas; nunca dejaron de intentar elevarse por encima de su tragedia.
Yo curaba a las mujeres a través de la medicina, y curaba los dolores de mi alma con la escritura, con el arte, que es lo único que puede mantenernos vivos en esta época de muerte generalizada. Me recluí en mí misma para descargar de mis hombros esta carga ancestral y escribir la novela No hay agua que la sacie lejos del infierno. Escribí y escribí, entregándome a los tormentos de la escritura, protestando, gritando, revelándome, yendo a lo más profundo de mí misma para encontrar lo que allí dormía, calmando mi dolor, saldando una vieja cuenta pendiente con mi loco amor por As-Suwayda, mi ciudad; por el pueblo de Al-Duweirah, donde nací. Mi apego a sus piedras negras, a su agua rara, a sus mil pequeños detalles en su estrecho espacio... Los extraje de mi cabeza para depositarlos, uno a uno, en las teclas de mi ordenador, con la esperanza de curarme y marcharme lejos cuando mi vida allí dejó de ser segura.
Con la sangre en la frente escribí No hay agua que la sacie, y me fui.
Recibí el premio Katara en Berlín. Pero mi verdadera recompensa llegó antes, con lo que dijeron y escribieron los críticos y los lectores. Los hombres escribieron que se habían suavizado, que su comportamiento con sus esposas e hijos había cambiado después de leerla. Y muchas mujeres escribieron que se habían visto reflejadas en los personajes, y que ya no se sentían tan solas como antes creían. Así que estos son nuestros lectores: nuestros amigos desconocidos, los testigos silenciosos que habitan en nuestras mentes cuando escribimos una novela. Con nuestra escritura y su lectura, nos complementamos; nos comunicamos a través de la razón, con palabras ponderadas que ordenan el caos de conceptos y valores. Todo ello dentro del placer de una historia cuidadosamente construida, con la esperanza de despertar lo mejor de los seres humanos, de inspirarles a crear sus propios sueños, a luchar por la vida, no por la muerte.
Esto es lo que hace la novela: una intrusión repentina en la intimidad del lector, una purificación de los instintos, un despertar de la voluntad, una meta que toma forma. Una vida paralela, apoyada en la belleza de la forma y la profundidad del sentido; una nueva luz sobre el vínculo entre el hombre y la existencia; una revelación de los entresijos del mundo y de sus tormentos; una elevación del mundo terrenal para hacerlo menos feo, menos injusto; una fuente inagotable para el hombre, para que nunca deje de soñar, para que descubra su sueño, se aferre a él con fuerza y, gracias a él, se eleve.
Esto es la novela: un acto de fidelidad a la belleza, un regalo para los afligidos, un hombro que sale a nuestro encuentro cada vez que nos ve solos. Es una revolución blanca, lenta y profunda, que acabará provocando el cambio, aunque tarde en hacerlo...
En el exilio, seguí por el camino de la ficción, y mi última novela, El hilo del péndulo, la escribí en Berlín. Es la culminación de mi doble vocación: la medicina y la escritura. Explora la vida de una ginecóloga y la idea de la maternidad. Me descubrí escribiendo, una vez más, sobre los problemas a los que se enfrenta nuestro pueblo sirio, incluida la cuestión de la mujer, pero desde una perspectiva distinta. Me dirigía tanto a mí misma como al mundo, y en particular a los jóvenes, sobre todo a los de Siria, que sólo han conocido el rostro de la guerra. Estos jóvenes tienen derecho a saber que hubo, y sigue habiendo, un tiempo hermoso, un país bello y ancestral, y que ese tiempo volverá.
Mientras la escribía, fui comprendiendo que este exilio, que me arrebató tanto, también ha dado mucho. Era como si hubiera tenido que llegar a Alemania, recorrer miles de kilómetros, para volver por fin a lo más profundo de mi ser, ahondar en ello, reencontrarme con mis raíces y descubrirme a mí misma como ser humano y como mujer. Aquí comprendí que la tristeza y la alegría son experiencias personales; que mi dolor, como individuo o como mujer siria, no es ni el mayor ni el único dolor de este mundo. Empecé a interesarme por los seres humanos, por el sufrimiento de la gente de todo el mundo, todos unidos por el mismo cordón umbilical, cuya raíz es el dolor que nace de la ausencia de justicia.
Como ser humano y como mujer, nunca dejaré de soñar con la justicia ni de buscarla, con ser lo que yo quiero ser, no lo que las autoridades —de cualquier tipo— pretendan imponerme. Educar a mis hijos e hijas en el respeto por el ser humano, para que la dignidad sea un derecho natural de hombres, mujeres y niños. Quiero un mundo sin guerras: no tener que pagar con mi vida o la de mis hijos los conflictos, ni ser puesto a prueba por la guerra para descubrir hasta dónde puede herirme y hasta dónde puedo sobrevivir. Quiero vivir como una mujer consciente y responsable, disfrutando mis pequeñas experiencias humanas cotidianas, en mi país o en cualquier otro. Quiero venir a vivir a Alemania por elección, no por obligación.
Y hoy, el régimen de Assad ha caído en mi país. Puedo elegir quedarme en el extranjero o regresar. En cualquiera de los dos casos, seguiré haciendo lo que siempre he hecho: seguir adelante y elegir la escritura como mi patria.