Sacúdete

La Dra. Jenny Ortuoste fue una galardonada ensayista, escritora de ficción, editora, profesora y especialista en comunicación de Filipinas. Cinco de sus relatos fueron galardonados con el premio literario Nick Joaquin. Sus relatos se publicaron en Philippines Graphic y otras publicaciones, mientras que su obra de no ficción literaria apareció en revistas académicas. La editorial UST publicó su primera colección de relatos cortos, "Fictionary", en 2016.
Winston yacía en su ataúd vestido con un barong verde y se le veía ridículamente guapo.
Tenía pómulos después de todo; en vida había lucido un escaso bigote y una formidable barriga construida a base de chicharon y cerveza. Estaba bien rellenado por todas partes y cuando sonreía, sus ojos desaparecían en la cara, como pasas hundidas en un montículo de masa de galleta, pero la enfermedad fue reduciendo su corpulencia hasta que todo lo que quedó de él fue piel estirada sobre un elegante armazón óseo.
"Me pondré a dieta la semana que viene", era su estribillo habitual. Era irónico y triste que sólo la muerte le devolviera el buen aspecto que en vida había enterrado bajo capas de grasa aplicadas por la boca a lo largo del tiempo.
Sólo tenía cuarenta y ocho años cuando murió de cáncer de colon. Digo "sólo" porque yo tenía cuarenta y seis; y sigo aquí por la gracia de Dios y por mi estilo de vida abstemio (y temeroso). Emily, su viuda, era mi compañera de instituto. Lo que hizo que el velatorio fuera aún más deprimente fue que ese año se cumplía el trigésimo aniversario de nuestra graduación de secundaria. Winston lo habría festejado con nosotros, como miembro honorario de nuestra promoción.
No me cayó bien cuando lo conocí. Me molestaban las parejas y los cónyuges que mis compañeros de clase traían a las reuniones; yo quería tener a mis amigos solo para mí. Quería poder contar anécdotas con las que nos pudiéramos identificar sin tener que dar largas explicaciones a los extraños que había entre nosotros, como Winston. Pero era agradable y encantador y, tuve que admitir, después de un tiempo y a regañadientes, que era divertido. Nuestras reuniones eran más animadas cuando estaba él.
—Sonríe —me decía—. Come. Toma, prueba el pancit. —Me ponía comida en el plato, me rellenaba la bebida o me tiraba de las orejas para darme suerte.
Él mismo había elegido el barong verde hierba antes de morir. Fue después de una sesión de quimioterapia; había estado paseando con Emily por la sección de caballeros de unos grandes almacenes SM de Makati cuando señaló un maniquí.
—Con eso quiero que me entierren —le dijo a su mujer.
—¡Calla! No hables así. Estás atrayendo la mala suerte —le dijo ella. Él insistió en comprarlo. Emily lo empujó al fondo del armario cuando llegaron a casa. Pero recordó lo que le dijo cuatro meses después, cuando su cuerpo encogido yacía enfriándose junto al de ella en su lecho conyugal.
En el velatorio, Emily estaba resignada. Winston llevaba enfermo casi un año, y el final, cuando llegó, fue una bendición.
—Ya no sufre más —dijo—. Sufría un dolor atroz.
Tenía los ojos secos. Fuimos al velatorio seis compañeros suyos de instituto, y ella charló con nosotros en su tono jocoso habitual. Hablamos del difunto.
—¿Recuerdas aquella vez que Winston le quitó el micrófono al presentador y se puso a cantar...?
—Estaba borracho.
—Sí, pero tenía una gran voz y todo el mundo empezó a animarse después de que él rompiese el hielo.
—También rompió un par de vasos y una botella de Fundador.
—Sí, pero era tan gracioso que el dueño del bar nos sirvió otra botella gratis.
Fue cuando nos levantamos para irnos cuando Emily nos dijo qué hacer después de visitar un velatorio.
—No te vayas directamente a casa —dijo. Me agarró del brazo con fuerza—. Pasa por un restaurante. ¿Starbucks? ¿Jollibee? El que quieras. Siéntate y come.
—Gracias —dije— pero no tengo hambre. No te preocupes por mí. Ya tienes bastante en qué pensar.
Sacudió la cabeza, impaciente.
—No se trata de tener hambre. Esto es para que si algo te sigue desde aquí, piense que el restaurante es tu casa, y se quede allí.
No lo entendí. Emily vio la perplejidad en mis ojos.
—Existe la superstición de que las almas de los muertos, o tal vez espíritus malignos, siguen a la gente a casa después de un velatorio, a menos que primero visiten algún otro lugar: un restaurante, una gasolinera, el centro comercial, da igual. Lo importante es que no debes ir directamente a casa. Da mala suerte hacerlo. Tienes que pagpag (sacudirte) cualquier maldición que pueda caer sobre ti.
—Emily, no creo en esas cosas. Pero gracias de todos modos.
—Eras una de las favoritas de Winston —dijo ella, apartándose-. Pero, por favor, no pasa nada por complacerme en esto.
Asentí y me fui con mis antiguos compañeros. Los familiares de una persona fallecida no atienden a las visitas en la puerta del velatorio.
No soy supersticiosa ni Winston y yo éramos especialmente amigos. A Emily se le había subido la pena a la cabeza, decidí. Eso, y vivir con Winston, que era de ascendencia china y seguía las viejas costumbres sin rechistar.
"No pongas el bolso en el suelo", nos decía Emily, "Winston dice que eso trae mala suerte para los negocios". "Ay, no uses el número cuatro en tu contraseña, ¡eso significa la muerte!". "¿Te harás la manicura esta noche? ¡Pero cortarte las uñas después del anochecer atraerá a los espíritus errantes hacia ti!".
"No tienes por qué obedecer a esos pamahiin, ¡no eres china!", le decíamos a Emily.
"No importa", nos replicaba.
Era tarde y pensé que sería peligroso tomar un taxi, así que volví a casa en jeepney. Una débil luz amarilla apenas iluminaba los rostros de los escasos pasajeros y no lograba traspasar una espesa sombra en el extremo del jeep, detrás del conductor.
Cuando bajé en mi parada, percibí un movimiento detrás de mí. Me giré. Nadie más había bajado. No vi ningún gato ni ningún otro animal callejero que pudiera haber percibido por el rabillo del ojo.
Sentí que no estaba sola.
Había un McDonald's cerca de nuestro apartamento. Estaba muy iluminado y había mucha gente dentro haciendo cola y esperando hamburguesas y platos de pollo con arroz y cucuruchos de helado. El guardia de seguridad me abrió la puerta de cristal.
La única mesa libre estaba justo debajo de las escaleras. Los fluorescentes del techo, que brillaban en todas las demás partes de establecimiento, no lograban disipar una espesa sombra agazapada en un rincón.
Apenas pude masticar los nuggets de pollo y aparté la Coca-Cola aguada. No me hacía falta una bebida fría, no cuando sentía en la columna vertebral como si alguien me estuviera pasando un cubito de hielo de arriba abajo. No soy supersticiosa, me repetí, pero al fin y al cabo tenía hambre. Quizá Emily tenía razón: necesitaba un tentempié. Recordé que no había comido nada en el velatorio, ni las galletas saladas ni el zumo de manzana en tetrabrik.
Me pareció ver, al borde de la consciencia, que la sombra de la esquina se movía.
Mi bolso estaba en el suelo; lo levanté y lo coloqué en la silla vacía que había a mi lado.
Terminé de comer tan despacio como pude mientras el frío de la espalda se extendía hacia arriba hasta cubrirme el cuello y los hombros como un sombrío chal. Sentí una ligera presión en la oreja izquierda; me la froté.
Quizá yo también estaba de luto, compartiendo el dolor de mi amiga, lamentando la pérdida de alguien de mi generación, sintiendo mi propia mortalidad a medida que la muerte reclamaba uno a uno a mis allegados y a los míos, su llegada tan inevitable como la vida y sus inherentes placeres y miserias. Las supersticiones son uno de nuestros débiles intentos de manipular la vida a nuestro favor, pero sólo se puede evitar lo inevitable durante un tiempo.
Al cabo de un rato, dejé el tenedor de plástico. Me levanté y me sacudí el polvo del pelo, la ropa y la piel. Lo hice dos, tres veces, cada vez con más fuerza que la anterior.
Me obligué a no apresurarme a salir por la puerta. Una vez fuera, me giré y volví a mirar a través de las ventanas de cristal.
En la mesa que acababa de dejar había un destello de hierba verde.