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Saad Al Dousari es un escritor y narrador saudí. Junto con la generación de los años setenta, contribuyó a consolidar la modernidad literaria en Arabia Saudí antes, durante y después de la radicalización religiosa que imperó en en país desde los años ochenta hasta la eliminación de todos sus símbolos y manifestaciones en 2015.
Desde sus comienzos en 1975 hasta hoy, se mantiene como uno de los autores más constantes y prolíficos de su generación. Ha publicado dos novelas, cinco libros de relatos, nueve títulos de literatura infantil y tres obras de teatro. Durante treinta años firmó una columna periodística diaria de carácter divulgativo y participó en la fundación de la industria cinematográfica saudí como guionista y dialoguista.
Entre sus reconocimientos figuran el Premio de Cuento Corto de la Universidad de Riad (1980), el Premio de Novela del Ministerio de Cultura (2012), además de homenajes del Ministerio de Educación como autor infantil y de la Asociación Saudí de Cultura y Artes por su labor teatral.
Llovía a cántaros y eran casi las siete.
Me sentía solo y hambriento. Mi mujer se había marchado cinco días antes, llevándose a nuestros hijos fuera de la ciudad.
Cuando me despedí de mis tres hijos, ella lloró. Escondió sus lágrimas bajo el velo, y pensé:
—Nunca los volveré a ver.
De camino al aeropuerto, mi hijo le dijo a su hermana:
—Papá se va a quedar en la guerra.*
Mi mujer me susurró:
—¿Tienes miedo?
Le respondí:
—Siempre estamos en guerra.
La lluvia me hablaba con su ritmo constante sobre las losas del pequeño patio.
Eran casi las siete.
El olor de la comida que había empezado a preparar me provocó náuseas; apagué la cocina de gas y abrí la ventana de la cocina.
La luz lejana que caía sobre la higuera desnuda añadía una majestuosidad húmeda y un tenue aroma nocturno a su tristeza.
Me precipité hacia la radio, que estaba emitiendo la señal que anunciaba el boletín.
Un clavo ardiendo se hundió entre mis costillas.
Mi compañera de oficina me había llamado antes de separarnos y me había rogado que no dejara que el estrés me abrumara.
Solía ponerse en contacto conmigo cada dos horas aproximadamente para ver cómo estaba.
Y en cada ocasión, me rogaba que apagara la pequeña radio que llevaba conmigo a todas partes y me sumergiera en el trabajo, como hacía el resto.
—Tú no vas a cambiar nada. Es nuestro destino. Hemos pasado por tanto... ¿y qué hemos conseguido?
Me desahogué en la luz amarilla del dial de la radio.
Me pareció ver al locutor recogiendo los despachos de las agencias de noticias para decir:
—Es inútil. Todo ha fracasado.
La lluvia se filtró hasta el clavo, que ardió aún más en mi pecho.
¿Era el síntoma de una crisis venidera?
¿O el enrojecimiento del llanto, que desde hace meses se ha vuelto gemelo de mi respiración?
—Date un baño caliente y escucha un poco de música. Te aliviará.
Vestía camiseta y pantalón de algodón.
Podía sentir el sudor empapándome el pecho a pesar del frío.
Apagué la radio y me recosté en el sofá.
La luz del salón era tenue, y en mi casa no había teléfono.
Mi barrio estaba lejos del bullicio de la ciudad, que llevaba semanas en silencio.
Excepto por mi vecino, a cuatro casas de distancia, el barrio estaba desierto.
—Papá se va a quedar en la guerra.
Mi mujer sabe el miedo que tengo.
—¿Qué quieren de ti? ¿Por qué te persiguen? ¿Por qué te prohíben viajar y escribir?
Mis manos empezaron a temblar. Me dije:
—No tienes miedo. Tienes hambre. Llevas dos días sin comer. Todo lo que comes es pan y un poco de ensalada. Fumas demasiado y bebes demasiado. No tienes miedo. No tienes miedo.
Me levanté.
Me quité la camiseta y la eché sobre mi hombro.
Abrí la ventana del salón; entró una corriente de aire frío y húmedo.
Me miré el pecho: seguía empapado en sudor y las costillas se me marcaban con claridad.
—Puede que haya perdido diez kilos.
Empecé a pasear por las habitaciones.
El dormitorio de los niños olía a lápices y a deberes escolares.
Calcetines sucios aquí, un cepillo de pelo allá.
Nuestro dormitorio estaba en penumbra, salvo por una pequeña luz junto a la cama que suelo utilizar para leer antes de dormir.
El salón era un desastre: periódicos, libros, papeles del trabajo, botellas de agua vacías, una nevera portátil polvorienta y una caja de galletas saladas sin abrir.
Al lado de la puerta principal, un par de zapatillas deportivas.
Me senté junto a ellas. Sin pensarlo, cogí las llaves, me volví a poner la camiseta y salí.
Caminé hasta dejar atrás las pocas casas del vecindario, y me encontré en una zona oscura, bordeada por terrenos ásperos y baldíos.
Terrenos a la espera de quienes los habiten.
Yo también tengo un solar esperando a que construya una casa y reúna a mis hijos.
Aún me quedan muchos años por delante.
Quizá ahora incluso más.
O tal vez no lleguen nunca.
—¿Qué quieren de ti? ¿Por qué te persiguen? Por qué te privan de...
Las cosas van a ir a peor.
Los niños y su madre se quedarán fuera de la ciudad.
Y yo seguiré solo.
Si es que sigo.
El frío me invadió el pecho.
La llovizna me mojaba el pelo y la ropa.
Empecé a trotar y, poco a poco, eché a correr.
Mi compañera solía aconsejarme siempre que no volviera a correr; decía que me ponía pálido, que me hacía parecer avejentado y enfermo.
Pero no puedo evitarlo. Siempre que la melancolía me acorrala, regreso a este hábito.
Correr me regala una claridad serena y una paz interior que no encuentro en otra parte.
Me alejé mucho del barrio. Sentí como si estuviera en un desierto. Si no fuera por la carretera asfaltada, habría pensado que había salido de la ciudad.
Entre esta ciudad y yo, hay una arteria verde. Nos bombea a ambos calor y afecto. No puedo imaginarme sin su latido, ni mi rostro separado de sus fachadas.
Los habitantes —de esta ciudad— ya no son los guardianes de su sueño arenoso. Se han escabullido de sus vigilias espontáneas para unirse a los festines dorados, dejándola sola en busca, entre las ruinas de la noche, de un rebab que haga vibrar su corazón, de un amante cuya sed inquieta, ahogada entre nubes, aún no se haya extinguido.
Desde lejos, el sonido del motor de un coche llegó a mis oídos. Seguí corriendo sin mirar atrás. Cuando el vehículo se acercó, tuve que salir del asfalto, pero giró en mi dirección. Me detuve y me di la vuelta. Era un coche patrulla, con dos policías dentro.
El conductor detuvo el coche y el policía que estaba a su lado se dirigió hacia mí. Me saludó y me preguntó:
—¿Necesita ayuda?
Le contesté, visiblemente confuso:
—No, gracias.
El otro policía bajó del coche para unirse a su compañero, diciendo:
—¿Corre usted con esta lluvia y este frío?
Tartamudeé al contestarle. No había ninguna razón aparente para correr con este tiempo y en la oscuridad. No lo entenderían si les dijera que me estaba asfixiando y que correr era lo único que me aliviaba. Pero decidí intentarlo, no tenía nada que perder.
—Estaba muy agobiado.
Mis manos seguían temblando y me costaba recuperar el aliento.
El conductor dijo en tono autoritario:
—Sube... Vamos, sube con nosotros.
Su compañero abrió la puerta trasera del jeep. Subí, sin fuerza en los músculos de las piernas a causa del miedo.
Me senté lejos de ellos. Pero el otro, un hombre religioso de larga barba, me pidió que me acercara. Las ventanillas estaban cerradas y yo aún respiraba con dificultad. Le vi acercarse al conductor y apretarle la rodilla. El conductor, bien afeitado, se rió y dijo:
—¿Ha estado bebiendo?
Mi corazón se hundió. Una sensación de mareo y escalofríos invadió todo mi cuerpo. Toda la semana anterior había estado bebiendo a diario, desde que salía de la oficina hasta las dos, las tres o incluso las cuatro de la madrugada, hasta que por fin conseguía conciliar el sueño, porque solo así podía dormir. No me molestaba en comer: mordisqueaba galletas saladas, algunas rebanadas de pan, pepinos o zanahorias. Nunca dormía más de tres horas. A menudo me despertaba con el sonido del boletín de la mañana. Dormía junto a la radio, una vez que habían terminado todos los boletines informativos.
No intenté fingir inocencia ni evadir la pregunta, para no complicar más las cosas. Respondí con forzada seguridad:
—Sí...
Y añadí:
—Pero como puede ver, estoy perfectamente lúcido. Es sólo que me sentía terriblemente agobiado...
El religioso mi miró con severidad y me interrumpió:
—Todos decís que...
Se quedó un momento en silencio, y luego espetó:
—Es pecado.
Nos quedamos en silencio. El conductor dio media vuelta y se dirigió hacia las casas. Llegó a la avenida principal y condujo hasta las instalaciones del barrio. La radio seguía crepitando mientras mi respiración se calmaba. El conductor cogió el transmisor y reportó mi detención utilizando códigos abreviados.
Llegamos a la comisaría al cabo de unos minutos, durante los cuales el ruido de la radio fue nuestra única conversación. El que era religioso me pidió que entrara en la sala de detención, que estaba abarrotada de trabajadores turcos, tailandeses, paquistaníes e indios. Yo seguía empapado de lluvia y sudor.
El suelo de la sala era de cemento. Las paredes, sucias y cubiertas de huellas de manos, desprendían un olor nauseabundo. Me quedé de pie con las manos en las caderas, mirando a través de la única abertura a los policías que iban y venían. Entre el ruido de sus pasos oía la radio, aunque no podía distinguir lo que emitía a pesar de toda mi concentración.
Un trabajador turco de cejas pobladas se me acercó y me preguntó con timidez:
—¿Residencia?
Quería saber si me habían detenido por carecer de permiso de residencia, como a la mayoría de los hombres hacinados allí a la espera de ser deportados.
Respondí:
—No.
Bajó la cabeza y volvió a fumar su acre tabaco con sus compañeros, cuyas miradas expresaban desesperación y abatimiento.
Era la primera vez que entraba en una celda de detención. Siempre había temido esta situación. El terror a la cárcel por semejante delito me perseguía, incluso cuando bebía solo en mi habitación. Siempre había tenido la sensación de que un policía estaba junto a mi vaso.
Hacía varios años que había dejado de beber, a pesar de que me encantaban los viernes por la noche, después de que mis hijos se hubieran ido a dormir, cuando me servía una copa, leía o veía una película. Pero hace un mes, un amigo que sabía de mi ansiedad por los acontecimientos me ofreció dos botellas, y no dudé en aceptar.
Me las entregó envueltas en un periódico dentro de una bolsa negra, y bromeó:
—Te durarán un año.
Sabía que bebía solo, y en contadas ocasiones.
Pensé:
"¿Cómo voy a salir de este embrollo?"
No quería que nadie se enterara. Decidí llamar a mi compañera, que lo sabe todo, y dejar que ella se hiciera cargo de la situación. Sin embargo, dudaba que pudiera localizarla. Después de interrogarme, probablemente iban a arrestarme durante dos o tres días. Puede que incluso me azotaran. Y desde luego no me dejarían hacer ninguna llamada.
El sonido de la radio aún me llegaba, pero sin claridad. Quería gritarles que subieran el volumen.
—Qué sentido tiene. La guerra está a punto de empezar. ¿Desaparecerá esta ciudad? ¿Se borrarán las calles y los pasos? ¿Las celdas de detención y los salones? ¿Los inocentes y los verdugos? ¿Los niños y los delatores? ¿Las luces y los rincones oscuros? ¿Los sueños y las pesadillas? ¿Secretos cándidos y denuncias mezquinas? ¿Arderán poemas e intrigas? ¿El agotamiento de los justos y los asedios de los oportunistas? ¿Los deseos de los amantes y las garras de los envidiosos?
—Sube el volumen, locutor. Estamos aquí, en esta estrecha habitación. No sabemos si aún podemos dejar correr nuestras esperanzadas piernas. Sube el volumen, dinos: ¿debemos tumbarnos sobre el hormigón del desastre, o construir un muro hecho de nuevas expectativas?
Un joven policía abrió la puerta de la habitación y me pidió que me presentara ante el oficial de guardia.
Me acerqué vacilante.
—A la derecha.
Me planté ante el oficial. Me pidió mi nombre completo y mi profesión. Expuso la acusación, que reconocí sin justificarme.
Era casi medianoche. Sobre su mesa había una radio grande, pero estaba apagada. Permanecí de pie durante todo el interrogatorio, y a cada momento mi mirada volvía a posarse en la radio.
El agente me pidió que firmara el acta. Las manecillas se acercaban a la medianoche.
Le pregunté:
—¿Podría escuchar el boletín de noticias?
Me contestó secamente, sin siquiera mirarme:
—No.
Entonces me preguntó:
—¿Puede alguien responder por usted?
—¿No puedo responder por mí mismo? Es la primera vez que cometo este error, y será la última. Lo prometo. —Sé que es la primera vez. Pero alguien tiene que responder por usted.
—¿Puedo usar el teléfono?
Me acercó el teléfono y gruñó:
—Date prisa.
Llamé a mi compañera, pero comunicaba. Volví a intentarlo una segunda vez, luego una tercera, pero la línea seguía ocupada. No quería llamar a nadie más.
—La línea está ocupada.
Cuando se lo dije, me quitó el teléfono de la mano y llamó al policía joven.
Sin mediar palabra, el policía me agarró del brazo y me hizo caminar delante de él.
Seguía lloviendo. El aire estaba húmedo, frío, saturado de expectación.
Antes de llegar a la sala de detención, vi al policía religioso gritarle a un trabajador indio que le suplicaba que le trajera agua.
El policía abrió violentamente la puerta de la sala, me empujó dentro y volvió a cerrarla.
Exhausto, me desplomé en la oscuridad de la habitación maloliente y cerré los ojos un momento. No creí que pudiera conciliar el sueño aquella noche, pero mantuve los párpados cerrados.
—¿Qué quieren de ti?
Mis huesos se fusionaron con el cemento, y ya no sentía dolor. Supuse que la hora no pasaba de la una de la madrugada. Me giré sobre mi lado izquierdo, mientras uno de los obreros fumaba ávidamente y tosía.
(Riad, 1990)
*Se refiere a la Guerra del Golfo, que se desarrolló tras la invasión de Kuwait por parte de Irak.