Mujer votante
Es verano en el hemisferio sur (e invierno en el hemisferio norte), y durante el mes de enero, Literatur.Review los reúne a ambos a través de la publicación de relatos aún no traducidos o inéditos del norte y del sur de nuestro mundo.
Jen Conley creció en Manchester Township, Nueva Jersey, a unos tres kilómetros de donde se estrelló el Hindenburg. Es licenciada en Literatura Inglesa por el Elon College de Carolina del Norte y pasó más de dos años viviendo en Londres (Inglaterra), una ciudad que sigue amando. Ha sido dependienta, secretaria, camarera y, por último, profesora de secundaria (trabajo del que se jubilará en febrero de 2025). A pesar de todos estos trabajos, nunca ha dejado de escribir. Conley es autora de la novela juvenil Seven Ways to Get Rid of Harry, ganadora del premio Anthony, y de la colección de relatos nominados al premio Anthony Cannibals: Stories from the Edge of the Pine Barrens.
Vivían en un Estado azul, pero su condado era rojo intenso. Rojo sangre. Ningún partido político se molestaba en llamar a las puertas en su barrio, aunque había suficientes banderas rojas y pancartas para recordar a los curiosos que este era un condado Rojo. Y la casa de Dawn era una casa roja.
Las mujeres del vecindario de Dawn o se mostraban orgullosas de ser rojas o se limitaban a asentir con la cabeza para tener la fiesta en paz y cambiaban de tema: "¡Me encantan tus crisantemos! ¿De dónde los has sacado? Los míos ya se están marchitando". Dawn suponía que las mujeres del segundo grupo eran azules y cuchicheaban con otras mujeres azules, o que quizá eran apolíticas, o rojas que no querían hablar de política, nunca lo tuvo claro. No importaba. El marido de Dawn era un votante rojo, y se asumía que Dawn coincidía con él porque nunca le dijo a nadie lo contrario.
Un mes antes, el marido de Dawn llegó a casa del trabajo, un trabajo del que antes estaba orgulloso pero que ahora odiaba, con unas solicitudes de voto por correo. Las puso sobre la mesa de la cocina y le dijo que iban a votar por correo por primera vez en su vida. "Tenemos que convertir este Estado en rojo. Tú y yo vamos a hacer nuestra parte". Siempre decía que ambos tenían que hacer su parte. A principios de ese verano, Dawn le había acompañado a un mitin en Atlantic City, pero habían esperado varias horas a que el candidato llegara, y la fascitis plantar de la que tanto le había costado librarse -fisioterapia, estiramientos matinales y nocturnos, dolorosas inyecciones de cortisona administradas con largas agujas que penetraban directamente en el talón- volvió a aparecer. Había agotado todas sus plazas de fisioterapia del año y le daba vergüenza volver al médico para que le pusiera las inyecciones, así que se limitó a estirar el talón y a tomar tanto Advil como para rivalizar con el hígado de un alcohólico. Durante todo el verano, cada fin de semana, la televisión estaba encendida, alta y arrogante, y no le permitían cambiar de canal, así que se ponía los auriculares y escuchaba sus audiolibros mientras limpiaba o cocinaba. Era más fácil vivir en su casa si fingía ser un ratón.
Cuando su marido empezó a escuchar a los derechistas en la radio, a hablar de armarse, a reunirse con otros los sábados por la tarde en el Dunkin Donuts local para discutir todo lo que iba mal en el país, ella discutió con él porque eso es lo que siempre hacía: decir lo que pensaba. Cuando eran jóvenes, y durante la mayor parte de su matrimonio, ella era la bocazas, la sarcástica, la que le hacía reír, la que no tenía ningún problema en decirle que debería estar arreglando el césped en lugar de ver el fútbol. Pero las cosas habían cambiado. Dos años atrás, él le tiró un plato. Le golpeó en la frente, le hizo sangre y le dejó un moratón terrible. Cuando su hija llegó de Boston para pasar el fin de semana, Dawn decidió mentirle. "Estaba limpiando algo en el suelo, me levanté demasiado deprisa y me golpeé la cabeza con la esquina de la encimera". Su hija le dijo que tuviera más cuidado.
Y luego vinieron las quejas y los gritos. Gritaba por estupideces, como que no había suficiente azúcar en el café, que había estado a punto de tropezar con sus zapatillas, que había cocinado demasiado el pollo. Refunfuñaba por cosas que no podía arreglar, como la pérdida de su bonita figura. "Es lo que me llamaba la atención cuando éramos jóvenes. Ese cuerpo que tenías". Una parte de ella pensó que igual tenía demencia precoz, pero él estaba demasiado lúcido para eso. Una parte de ella pensó que podía estar deprimido, y cuando lo buscó en Google, vio que podría encajar. Cuando buscó "lavado de cerebro", casi encajaba. Cuando dio con la palabra "seducido", encajaba perfectamente.
"Rellena esto", le dijo, acercándole el formulario de solicitud. "Rellénalo y nos enviarán las papeletas". La miró con desconfianza, lo cual no tenía sentido. Ella nunca le había dado motivos para creer que lo traicionaría. Durante muchos años, él fue todo lo que ella había deseado. Guapo en su juventud, fuerte y protector, un gran padre, divertido, enérgico, feliz. El matrimonio había sido perfecto hasta que, ocho años atrás, una mujer decidió presentarse a la presidencia. Si Dawn tuviera que elegir un momento en el que las cosas cambiaron en su cabeza, sería el de la mujer. Claro que los problemas habían ido apareciendo antes, pero al menos Dawn podía hablar de ellos con él. Sin embargo, en cuanto esa "cabrona" se convirtió en candidata, le gritó a Dawn por anunciar que la votaría. Le gritó delante de su hijo, delante de su hija, le gritó tan fuerte, le gritó tan violentamente en la cara, que el estómago de Dawn se encogió brutalmente hasta hacerle ver las estrellas. Después se reconciliaron, por supuesto: él se disculpó por su arrebato y Dawn pensó que las cosas se arreglarían. Luego su hombre volvió a perder y, en los últimos cuatro años, la ira de su marido se había tornado en furia maníaca. Se había comprado una pistola por primera vez en su vida y empezó a pasar noches en el campo de tiro. Su hija empezó a susurrar que papá se estaba volviendo loco. Su hijo se mudó a Colorado y llevaba tres años sin volver a casa.
Dawn tenía viejos amigos, pero vivían lejos, y nunca les contó lo que estaba pasando. Su hermana, Cheryl, que vivía en Delaware y llevaba una vida libre y feliz llena de amistades, bingo y citas, había dejado de visitarla hacía meses. Ante la negativa de Dawn a admitir que algo iba mal, Cheryl anunció que dejaría de llamarla. "Si la cosa se pone fea, ven a mi casa", le dijo Cheryl en su última conversación. En aquel momento, Dawn aún creía que su marido se recuperaría, se despertaría y se reiría con una de sus bromas, aunque hacía años que no lo hacía. Se lo dijo a su hermana, pero Cheryl no se tragó ese absurdo optimismo. "Repito: si la cosa se pone fea, ven a mi casa. Hasta entonces, te ignoraré y no te dirigiré la palabra". La hermana de Dawn siempre había sido la callada de la familia, la obediente, la responsable, la más amable. Pero cuando cumplió cincuenta y siete años, un interruptor se encendió en su cabeza. Su marido se había fugado con otra y, en lugar de hundirse en la desesperación, la hermana de Dawn hizo lo contrario: Cheryl abrazó esta nueva vida como si la hubieran trasladado a un hermoso planeta lleno de libertad y luz. En los últimos cinco años, Cheryl había tenido dos novios de larga duración, uno que murió de un ataque al corazón y otro cuyos hijos adultos le hicieron trasladarse al otro lado del país para vivir con ellos. Tras la marcha de su segundo novio, participó en un viaje gastronómico a Italia. Tomó clases de arte e incluso empezó a exponer algunos de sus cuadros, todos espectaculares y llenos de vivos colores. Tenía un trabajo que le encantaba, hacía yoga y había perdido veinticinco kilos. "Te lo diré una vez más", dijo Cheryl, “si las cosas van mal, llámame”.
Ayer llegaron las papeletas por correo y el marido de Dawn la sentó a la mesa. "Ya sabes lo que tienes que hacer", le dijo, viéndola oscurecer con tinta azul cada óvalo de cada candidato rojo, viéndola firmar con su nombre en el certificado, viéndola deslizar ambos en el sobre y sellarlo. Luego le quitó el sobre y le dijo que lo llevaría al buzón al día siguiente. Pero esa mañana amaneció enfermo, probablemente de Covid, y Dawn lo atendió, le dio Tylenol para quitarle los temblores, le dio agua y el mando a distancia del televisor de su dormitorio para que pudiera ver las noticias. Sin embargo, a pesar de la enfermedad, fue lo bastante coherente como para ordenarle que emitiera los votos, lo bastante coherente como para recordarle que él seguiría sus votos por Internet para asegurarse de que fueran contabilizados. Y entonces le recordó que tenía una pistola. "Está cargada. Preparada. Haz lo correcto".
Dawn sonrió. "Cariño, vamos. No bromees así".
Durante unos segundos, él le devolvió la sonrisa, una sonrisa débil porque estaba enfermo, pero sonrió. Aquella vieja sonrisa, la que ella amaba, la que hizo que se enamorara de él tantos años atrás, cuando lo conoció en un bar del paseo marítimo una calurosa noche de verano.
Entonces, la sonrisa se desvaneció y reapareció aquel hombre que ella no amaba.
Dawn hizo lo que tenía que hacer: se subió al coche y condujo por las tranquilas carreteras admirando las hojas doradas del otoño, recordando cómo en esa época del año su madre las llevaba a Cheryl y a ella a pasear por el bosque y les mostraba los árboles con los colores más impresionantes.
Dawn se detuvo en el aparcamiento de la biblioteca local y se acercó al buzón metálico donde se recogían los votos. Recordó que su marido quería depositarlos él mismo, pero era ella quien tenía el control. Metió la papeleta de su marido en la ranura porque si no lo hacía, habría sido fraude. Pero la suya era suya y no quería votar a los rojos. Ni siquiera estaba segura de querer votar. Pero legalmente era suya. Podía hacer lo que quisiera.
El día que rellenó la solicitud de voto por correo, él le dijo, y luego se lo enseñó por internet, que podía hacer un seguimiento de sus votos. "¿Ves?", le dijo, golpeando la pantalla con el dedo. "Podré comprobarlo". Dawn sabía que si tiraba su voto, él lo sabría. Se pondría furioso, le gritaría, le tiraría un plato, sacaría la pistola.
No estaba segura de cuánto tiempo tardarían sus votos en aparecer en internet, tal vez un día o dos. Un día o dos para empaquetar sus cosas, no se llevaría mucho. Ropa, medicamentos, fotos de sus hijos, fotos de Cheryl y su madre, y su ordenador portátil. Esto es lo que podía pasar.
Soplaba la brisa, los árboles se mecían y las hojas doradas revoloteaban en el aire como mariposas. Dawn quería mucho a su marido, o solía quererlo. No era la política, era su comportamiento, eso fue lo que Cheryl le dijo en su última llamada. "Ven a mi casa, veamos si así cambian las cosas. Tengo una pistola, y la tendré cargada. Conozco a los policías de por aquí y les contaré la situación. Tengo cámaras de seguridad, estarás a salvo".
Dawn sostuvo su voto en la mano, cegada momentáneamente por el sol, y entonces divisó una papelera a unos metros de distancia. Fue una "gran elección de vida", como diría su madre, lo mismo que había dicho el día que Dawn se casó con su marido. Una gran elección de vida.
La brisa volvió a soplar, esta vez con más fuerza, mientras se acercaba a la papelera. Por un momento dudó, pero una oleada de valor la invadió y Dawn rompió su papeleta y la tiró a la papelera. Luego llamó a su hermana. Cheryl no contestó, así que Dawn le dejó un mensaje de voz donde le decía que había tomado una decisión.
Dawn regresó a casa aliviada, pero la culpa se apoderó de ella y todo aquel drama quebró su voluntad. Dentro de la casa, en el piso de arriba, se asomó al dormitorio y encontró a su marido dormido. Abajo, durante una hora entera, se sentó en el sofá escuchando cómo el viento arreciaba y golpeaba contra la casa, y se convenció de que debía cambiar de opinión. Se preparó para sugerir terapia matrimonial. Fantaseó con la idea de planear un viaje a una isla donde pudieran conectar de nuevo.
Cuando subió a ver cómo estaba su marido, vio que la puerta del armario que contenía la caja fuerte con la pistola estaba abierta. Al mirar más de cerca, vio que la caja fuerte había sido abierta. Vio que el arma seguía en la caja fuerte, pero era una amenaza. Enfermo como estaba, se las había arreglado para levantarse y prepararle aquella advertencia.
Un minuto después, su hermana le devolvió la llamada.