El sueño de ayer
Con motivo de la actual catástrofe en el Líbano, en Oriente Próximo, invitamos a autores de la región a escribir relatos, poemas y ensayos para llamar la atención sobre una verdad distinta de las noticias ordinarias de esta región.
Rara vez llego tan tarde a casa. Una tormenta amenazaba con azotar el mar y por un momento pareció quedar suspendida sobre él. Metí las manos en los bolsillos de la chaqueta y caminé por el pueblo medio desierto, ignorando el silbido del viento, como si me dispusiera a enfrentarme solo a la tormenta. Tomé una ruta diferente, una que no había tomado en años. La calle parecía más estrecha con las luces tenues y los coches aparcados a ambos lados. El golpeteo de las contraventanas de madera contra las ásperas paredes no me asustó, y sentí como si deslizara las palmas de las manos sobre su oscura rugosidad. En el último piso de uno de los edificios, sólo había una ventana iluminada. Me detuve en mis pensamientos, sin apresurarme: ¿debía subir a visitarla?
Siempre creí que tenía el poder de cronometrar las cosas y ponerlas a funcionar a mi antojo. Soplaba un viento húmedo que agitaba las hojas de los árboles, acrecentando mi indecisión. No estoy acostumbrado a que mi corazón se acelere de este modo. Sin duda, la visita a mi amigo había afectado a mi determinación y frenado mi impulso. Me había sentado en una silla frente a él en la estrecha habitación del hospital. Antes de entrar, estaba decidido a hacer una breve visita de compromiso. Se trataba de un viejo amigo que se preparaba para una operación a corazón abierto. Me quedé un buen rato sin sentirme incómodo, y eso que la habitación estaba llena de visitantes. Tomé asiento junto al balcón, pensando que así atenuaría mi presencia en aquel lugar. Observé a las mujeres que venían a interesarse por él. Cada visita parecía una nueva página en el libro de su vida. Esto, pese a la tristeza, me divertía. Sentí que incluso el corazón más sano puede enfermar cuando se da cuenta de que los grandes gestos llegan demasiado tarde. Tal vez las enfermedades del corazón sean fruto de la acumulación, causadas por mujeres que no llegan cuando el corazón las espera. Una vez se hubieron marchado las agradables visitantes, mi amigo me dijo que los ramos de flores -entre los que había una orquídea gigante- le incomodaban, y que me agradecería que los pusiera en el balcón y me encargara de cuidarlos cuando me fuera, porque a las flores, sean cuales sean las circunstancias, hay que respetarlas. Añadió, con sarcasmo, que podía distribuirlas en bodas y quedarme con la orquídea como un regalo de su parte. Su obsequio me incomodó un poco: me sentía turbado por su amabilidad y por nuestra amistad, que, como la de las portadoras de flores, también llegaba en un momento inoportuno.
Marie Tawk es una traductora y escritora libanesa. Vive y trabaja en Biblos, cerca de Beirut.
Emocionado, cogí la orquídea y la saqué de la habitación. Recordé que a Marwa le encantaban y que siempre tenía una en su salón. Pensé en Marwa y en su corazón, que nunca imaginé que llegaría a odiarme algún día. Me pregunté por mi repentino afecto hacia una mujer a la que no veía desde hacía años y a la que había abandonado con una crueldad que ignoraba su fragilidad. ¿La instaría ahora a completar lo que había empezado conmigo y que yo había interrumpido con un simple gesto? ¿Haría latir de nuevo su corazón? ¿Tocaría de nuevo mi flecha la piña carmesí que anidaba entre sus costillas? Ya no me importaba su amor. Me ocupaba el amor de otra mujer, y eso me parecía agradable, siempre que pudiera conquistar el amor de Marwa con un solo gesto, a mi antojo.
Anoche tuve un sueño extraño. Estaba completamente desnudo bajo mi abrigo, con una escopeta en la mano. Subía por un escarpado sendero de montaña que nunca había visto antes, en busca de perdices para darles caza. Al llegar a un claro entre las montañas, una extraña visión me dejó atónito: vi gacelas rojizas saltar ante de mí con una gracia vertiginosa a la luz de la luna. Levanté el rifle para apuntar a una de ellas, pero sólo encontré un puñado de flechas y ningún arco. Las gacelas empezaron a correr con una vitalidad que me agotaba. Recogí las flechas y empecé a lanzarlas una a una en su dirección, sin acertar a ninguna. La fiera que había en mí se despertó y quise abalanzarme yo mismo sobre aquellas orgullosas gacelas, pero ellas seguían saltando majestuosamente sobre las pálidas rocas en una provocativa danza lunar. Me desperté con un largo suspiro, agotado de correr tras ellas. Mi mujer me preguntó qué me pasaba y le dije que acababa de volver de una cacería infructuosa. Suspiró: "¡Otro de tus sueños de caza!". Le dije que esta vez era distinto, pero ella se giró en la cama, indiferente a mi respuesta.
Coloqué con cuidado la planta de orquídeas en flor en el salón. A mi mujer, que siempre me rogaba que le regara las flores cuando se iba de vacaciones con los niños, le sorprendió mi repentino interés por las flores. "Son flores diferentes", le dije mientras ajustaba los tutores que sostenían los tallos de las orquídeas. Ante mí apareció el rostro de Marwa, rosa y blanco, mirándome a través de los tiernos pétalos, ensamblados como un haz de luz primaveral. ¿Seguiría siendo su rostro tan hermoso como lo había conocido, con aquella frente alta y aquella vivacidad inasible? Cada vez que la miraba fijamente, su mirada se perdía y su rostro se inclinaba como una flor cuyo cuello se dobla para ocultar sus delicados pétalos. Le sostuve el cuello con ambas manos y alcé su rostro para contemplarlo. Abrí mucho los ojos y acerqué la cara todo lo que pude, pero ella apartó la mirada y soltó una risa nerviosa. Recuerdo su boca rosada y sus expresiones, pero no sus ojos. Recuerdo sus pezones rosas y mi insistencia en bajarle la camisa para admirarlos. Fueron los labios rosas a juego con sus pezones rosas lo que más me dolió cuando decidí romper con ella, y nada más. Sí, la blancura del cuerpo y el cuello cincelado por detrás.
Ella me parecía una persona inmersa en el amor, como prefiero que sea una mujer. Sin embargo, sólo me dedico a perseguir a aquellas que no muestran piedad ni devoción, que exhiben desapego y condescendencia tras los momentos de amor. Aquellas que toman de mí todo lo que pueden y, una vez satisfechas, olvidan mi existencia y se hunden en sí mismas. Me convierto en una piltrafa, a la espera de que el tiempo me traiga nueva hambre.
Me gustaba observar a Marwa, ocupada en pequeñas tareas, sin que ella supiera que yo seguía cada uno de sus movimientos. Ignoraba que, desde la primera vez que nos vimos, lo único que yo buscaba era el recuerdo, el recuerdo de su amor por mí. Que vivía con ella, cerca de ella, delante de ella, detrás de ella, como si fuera una mujer del pasado. ¿Era tan intuitiva como para desviar siempre la mirada, como si presintiera lo que el futuro le deparaba conmigo? No podía borrar de su rostro ese toque de ansiedad teñido de reproche, aunque sabía muy bien el motivo, aunque lo encontraba delicioso.
Al hombre que veía a la mujer que tenía delante con los ojos del pasado a veces le gustaba jugar al juego del futuro lejano. Quería poner a prueba mi influencia sobre ella a través de los años venideros:
- Supongamos que te encuentro dentro de cuarenta años, en el mismo lugar donde estás ahora.
- ¿Tendré que esperar cuarenta años para volver a verte?
- ¿Cómo sería nuestro reencuentro?
- No puedo responder.
- ¿Por qué no puedes responder?
- Porque siempre espero un poco para justificar una llamada. ¿Cómo voy a esperar cuarenta años si no veo la hora de oír tu voz cada mañana y cada noche?
- ¿Cómo crees que seré?
- Creo que conservarás tu encanto. Los hombres no envejecen como las mujeres. Algunos incluso embellecen con la edad. En cuanto a mí...
- No, tu rostro seguirá siendo hermoso, lleno, con un ligero rubor en las mejillas. (Le paso la mano por el pelo, lo recojo y lo echo hacia atrás) Pero puede que tu cuerpo engorde un poco.
- No sé. No creo que tuviera el valor de besarte o incluso de estrecharte la mano después de tantos años. Te acercas a mí y siento el peso del tiempo que pasa.
- ¿No me recibirás con tu impaciencia?
- Con amargura, tal vez.
- ¿Me odiarás algún día, aunque esté lejos?
- ¿De qué te servirá mi amor después de cuarenta años de separación?
- Bastará con tu ternura.
Siempre me han seducido estas conversaciones, y no sólo las conversaciones, sino la seguridad de poder acercarme a ella cuando quiera.
Estaba paseando por el edificio, buscando una señal o una idea que me infundiera valor, antes de que me cayera un chaparrón que parecía hecho a mi medida. Me refugié en la entrada del edificio de enfrente para observar el movimiento de la ventana iluminada. Un coche se detuvo. Vi salir la silueta de un hombre calvo, visiblemente desconcertado por lo que transportaba. Caminó hacia mí, hacia la entrada del edificio donde me refugiaba de la lluvia. En la mano llevaba un gran ramo de flores amarillas. Un buen augurio, pensé, no soy el único protegido por flores amarillas que ha salido en una noche tan tormentosa para encontrarse con alguien. El hombre tomó el ascensor, y unos instantes después le vi salir, todavía con el ramo en la mano. Luego desapareció en las profundidades de la oscura calle. Parece que no encontró lo que buscaba.
La ventana bajo la cual me encuentro sigue iluminada. Me pregunto qué estará haciendo la mujer que no he visto en años y años. Seguro que ha aprendido algo de los hombres que ha conocido, de los que se han cruzado fugazmente en su vida, pero ¿qué sé yo realmente? ¿Pasa las noches en compañía de algún hombre? Sin embargo, sé que se acuesta temprano. ¿Estará con ese hombre alto que siempre la miraba con una expresión desagradable? Le había advertido sobre él. ¿O tan vez con aquel otro, el que le prestaba libros sin cesar y la llamaba por la tarde para entablar largas conversaciones que me volvían loco de impaciencia? ¿Y si me estaba esperando? ¿Y si siempre me había estado esperando? ¿Y si esta noche había sentido que yo estaba cerca y había dejado la ventana abierta para ayudarme a encontrarla? El viento se levantó y me envolví más en el chal.
Le dije que no cambiaría, que seguiría siendo la misma. Sin embargo, ella mantuvo su ansiedad nerviosa, sin comprender la profundidad de mi miedo a que ella, algún día, cambiara. Le dije que no cambiaría, y no le dije por qué, no porque fuera leal, sino porque veo las cosas a través de los ojos del pasado, porque amo el juego del amor más que el amor mismo, y porque me gusta la caza. Esta noche apuntaré a la ventana iluminada que hay sobre mí. Si la hubiera llamado antes de venir, podría haber sentido el placer de su corazón acelerándose al imaginar mi posible llegada. Podría haber sintonizado los latidos de su corazón con el reloj de su vida, pero ella no sabe que la espero abajo, y eso me desconcierta.
Recuerdo el año que desaparecí sin dar señales, mientras tramitaba una herencia. Tumbado en la cama de mi antigua habitación, frente a la bahía, sonó el teléfono. Era ella. Colgué inmediatamente. Y en ese momento supe que vendría. Temí su terquedad, sus reacciones, y compartí mis temores con mi amigo (el que ahora se prepara para su operación). Aceptó acompañarme. Había llevado demasiado lejos mi imprudencia y mi crueldad: imaginaba que vendría con una pistola y me dispararía. En cuanto divisamos el coche a la entrada del edificio y bajamos para reunirnos con ella, mi amigo me dijo que me estaba imaginando cosas, porque la mujer que nos esperaba era más suave que una brisa. Molesto por sus palabras, le hice un gesto con la mano para que se alejara. Sus palabras habían desencadenado en mí esa impulsividad que conozco tan bien, la que me empuja a sacrificar a mis mejores amigos. No quería que volviera a acercarse a ella.
Me acerqué al coche, turbado por lo que este encuentro, que yo quería que fuera definitivo, pudiera revelar. Pensé en las palabras de mi amigo: ¿habría compartido él también algo con ella? ¿Le habría ofrecido placeres que yo nunca supe ofrecerle? Estas cosas escapan a la certeza. Subí al coche y me senté en el asiento trasero. Marwa se dio la vuelta y me preguntó por qué le había colgado el teléfono. Le respondí que era libre de hacer lo que quisiera. Mi tono estaba teñido de vanidad y arrogancia, acentuado por el gesto deliberado de mirar mi reloj. El brillo del reloj pareció confundir a la mujer que se sentaba frente a mí. "¿Reloj nuevo?", preguntó. No respondí. "Nunca te has preocupado por la hora, nunca has llevado reloj". Permanecí en silencio. Hubiera querido acariciarle el pelo para reconfortarla, pero temía que si tocaba sus mechones deslavazados rompería la barrera que había construido entre nosotros. No me atreví. Una sola palabra podría haber calmado su dolor. Confieso que su dolor me rompía el corazón, no porque la amara -nada más lejos de mí-, sino porque me recordaba a mí mismo frente al único amor de mi vida, frente a las rocas de la playa, golpeándome la cabeza para olvidar.
Me invadió un impulso irrefrenable de tocarle el cuello, inclinado frente a mí. Parecía una flor rara doblándose bajo el peso de sus pétalos. Quise sostener un poco aquel cuello suave y grácil. Mantuve una expresión tranquila y confiada, que se reflejó en el espejo retrovisor del coche. Me encontré arrebatador y me pasé la mano por el pelo, echándomelo hacia atrás, mientras ella, con la cabeza gacha, dejaba escapar un sollozo de una pureza y una belleza que nunca antes había oído. Era la melodía del dolor absoluto, similar a mis propios sollozos pasados. En ese momento pensé que algún día volvería a esa mujer, porque su sollozo me unía a un pasado que creía perdido. Para reconquistarla, le dije que había adelgazado un poco. También pretendía sugerirle soluciones, como viajar, casarse, olvidar... cualquier cosa que pudiera apaciguarla. Pero no dije nada: estaba fascinado por sus lágrimas. Me ordenó que saliera de su coche y que no volviera a aparecer en su vida. Sí, me bajaría. Pero no volver a aparecer en su vida... eso ya es otra historia.
No vi al coche alejarse. Le di la espalda, no quería que me viera despidiéndome de ella por el retrovisor. No quería darle este consuelo pasajero. Sí, esa mano debió hacer un gesto, aunque fuera discretamente, aunque fuera sin querer, aunque... Me despedí de mi amigo y mantuve la misma marcha, deambulando por la ciudad sin ver realmente lo que me rodeaba. Cuando mis pies se cansaron, me encerré en mi habitación, negándome a ver a nadie. Absorbido por el recuerdo de mi antiguo amor frente a las rocas de la playa y por el dolor de esta mujer, que igualaba su amor por mí, sentí que me invadía una extraña debilidad, una vacilación inesperada, a mí que siempre había trazado líneas claras para mi vida, como si de repente hubiera aparecido una grieta en la imagen que me había esforzado por construir de mí mismo. Era como asistir a un funeral que nada tenía que ver contigo, pero con el peso de un recuerdo que resurgía en medio de la multitud enlutada.
Mi cobardía me impidió acariciar el pelo de la mujer o cogerla de la mano por un momento. Tumbado en mi cama, el brillo de mi reloj me deslumbró; me lo quité de la muñeca, queriendo ser fiel, aunque sólo fuera por una noche, a ese dolor que había presenciado y causado. Por supuesto, fue un sentimiento fugaz, porque por la mañana me desperté de buen humor y recordé los acontecimientos del día anterior con un placer de ensueño, el placer de quien siempre está cautivado por el amor sin poder jamás darlo ni vivirlo plenamente.
Ahora quiero consolarla. Pondré mis manos sobre su rostro como hice antes, aumentando la sensibilidad de su cuello y el calor de sus mejillas, luego las pasaré sobre sus hombros convulsos, y cuando me obedezcan, habré poseído todo su cuerpo. Una vez que los deseos salvajes se hayan calmado, veré lo que no he conseguido domar en sus actos.
Me envolví en mi chal y recorrí la distancia hasta la entrada del edificio donde vive. Una silueta se me adelantó y pasó como una flecha. La seguí. ¡Qué tontería! Era el hombre calvo de las rosas amarillas. Armado de valor, subí las escaleras del edificio, cuando oí unos pasos que venían hacia mí. Era ella. Me quedé allí un momento, esperando ver de nuevo el rostro de la mujer que conocía, esperando redescubrir la curva de su cuello y su enigmática mirada. Desde arriba, me miró con una intensidad que me dejó paralizado. Vi su cuello, sublime como el de la gacela del sueño, mientras mi boca se abría, incapaz de dejar escapar el aliento que había exhalado la noche anterior. Pasó a mi lado, girando la cara. Oí cómo sus pasos seguían descendiendo y sentí que me desplomaba en las escaleras. La esperaré, volverá, no puede dejarme así.
Me desperté rodeado de hombres: debí quedarme dormido allí toda la noche. "Aquí no acogemos a indigentes", dijo uno de ellos. Yo estaba tumbado en los escalones y me rugían las tripas. Me levanté, presa del pánico, y corrí tras la gacela de mi sueño de la noche anterior.