Mar de Minsk

Navigation

Mar de Minsk

Una historia de Bielorrusia - traducida del bielorruso al alemán por Tina Wünschmann
Alhierd Bacharevič
Bildunterschrift
Alhierd Bacharevič

Es verano en el Norte (invierno en el Sur) y, durante el mes de agosto, Literatur.Review los reúne a todos, publicando relatos inéditos o no traducidos del Norte y del Sur de nuestro planeta.

Alhierd Bacharevič (Minsk, 1975) es un escritor bielorruso. Estudió literatura y lingüística bielorrusas en la Universidad Pedagógica de Minsk. Ha publicado varias novelas y colecciones de ensayos y sus libros se han traducido al alemán, inglés, ruso y otros idiomas. En 2017 se publica su obra Los perros de Europa, de 900 páginas, traducida al alemán por Voland & Quist en 2024.

La puerta de la planta baja gimió y se cerró de golpe, el perro del vecino ladró, las paredes se hicieron tan delgadas como si estuviera sentada detrás de un biombo japonés. La gente de la escalera subía en silencio, pero ella podía oír su respiración. Sabía que venían a por ella.

Durante las últimas semanas, Volha había ensayado meticulosamente la escena en su mente una y otra vez. Consistía en cuatro breves secuencias. En cuanto llaman al timbre, se levanta y va a la cocina. Luego vuelve, coloca el teléfono en la repisa junto a la ventana y enciende la grabación de vídeo. Luego va a la puerta y la abre. Se sienta y empieza a tocar.

Lo primero que irrumpe en el piso es el sonido del timbre: ya están aquí, anuncia, ya están en la puerta. El timbre corrompido le grita a Volha: abre, ¿de qué sirve?, de todos modos, van a tirar la puerta abajo, saben que estás ahí. Fue a la cocina, volvió rápidamente, pasó el dedo por el teléfono que estaba en la repisa. Se dirigió a la puerta y giró la llave. Los del otro lado siguieron llamando al timbre, estaban demasiado ocupados para oír aquel sonido tan breve. Y mientras seguían pulsando el botón sistemáticamente, como si estuvieran torturando a alguien, Volha entró despacio en el salón y se sentó al piano. 
La música inundó de inmediato todos los rincones de la habitación, se elevó hasta el techo y se estrelló contra él, obligando a las telarañas de los rincones a temblar, el reflujo se mezcló con la inundación; era como si el piso estuviera inmerso en la música y ya no pudiera salir, respirando sólo esas notas estruendosas, solemnes y algo tristes. Volha miraba las notas sin pestañear, mientras sus dedos enviaban nuevas y sucesivas oleadas de miedo al mundo. El sonido del timbre se desvaneció. Allí, detrás de la puerta, finalmente comprendieron que ella no tenía intención de esconderse.

La mujer fue la primera que entró en el pasillo, Volha la vio por el rabillo del ojo. Cabeza alta, pelo corto con mechas crecidas, chaqueta azul y un maletín en sus manos gruesas e hinchadas. La boca de la mujer se abrió y se cerró, dijo algo, tal vez leyó algo... pero Volha no lo escuchó, la música borraba todas las palabras, la música convertía a la mujer en alguien superfluo, fuera de lugar e indefenso, alguien que podría perfectamente ser arrastrado de vuelta al hueco de la escalera. La música se deslizaba por la garganta de la mujer, pero ella seguía abriendo la boca y ya no escupía, sino que tragaba, de modo que se hinchaba con el agua fría del mar, con sonidos siempre nuevos, poderosos, ominosos, de labios gruesos, viscosos, terribles.

Detrás de la mujer, se recortaban en la oscuridad las siluetas de varios hombres silenciosos. Sin esperar a que esta terminara, entraron en tropel en el piso, uno de ellos palmeó los abrigos del armario, de pies a cabeza, luego entró en el dormitorio, y pisándole los talones, un torrente de frío miedo y espumoso y acerado horror, llenó la estrecha y pequeña habitación donde, frunciendo ceño alegremente a causa de las salpicaduras, se acumulaban sus extraños sueños. La cama, la cómoda y la lámpara de largo cuello: todo aquello se movía, cobraba vida en manos ajenas, todo aquello ya no le pertenecía. El hombre se probó sus bragas como si fueran una máscara. Su rostro se contrajo, tal vez de disgusto, tal vez de placer.

Un segundo pasó junto a Volha y entró en la cocina, donde se puso a nadar, a remar con los brazos, a tirar al suelo los platillos que ella traía de cada viaje, cercano o lejano, y ahora se mecían sobre las olas de su música, no se había roto ninguno, sólo el café fluía y fluía, haciendo que la música se volviese marrón, negra y pura.

Un tercer hombre rodeó a la mujer, cuya boca seguía crispada, y empezó a caminar en círculos alrededor del piano, observando a Volha y sacando libros de las estanterías al azar, como si buscara uno en particular, solo para él. Mientras ella dejaba volar los dedos con entusiasmo sobre las innumerables teclas, que ya no se veían, su espalda y su cuello aguardaban que ese tercero la agarrara por el cuello para evitar que se hundiera o le arrojara un libro a la cabeza. Para no hundirse, para detenerla, para repeler finalmente esa marea. Pero él seguía corriendo de estantería en estantería en algún lugar por ahí detrás, y ella intuyó que intentaba tantear el fondo con los pies.

Allí, a espaldas de la mujer, en el pasillo, había algunos más.  No se atrevían a entrar, se desdibujaban en el umbral de la puerta, con los ojos fijos en ella como si rezaran para que mirase hacia atrás, pero ella sólo miraba hacia delante, hacia las notas. La mujer terminó por fin su discurso y se acercó nadando para colocarse sobre Volha. Intentaba deslizarle el maletín entre las manos, y algo más: ¿un bolígrafo? ¿O tal vez el dedo rígido para que Volha se lo calentara con su aliento?

Firma, los labios de la mujer se movieron, se agachó y miró a Volha a la cara, tapando las notas, sin saber que las notas corrían ahora por sus mejillas como hormigas, que las notas ni siquiera eran necesarias, porque ya no había forma de parar la música, que simplemente fluía hacia el hueco de la escalera y se precipitaba hacia la calle inundada de miedo.

Los que esperaban en el pasillo ya no eran necesarios; hacía tiempo que se habían disuelto en la chimenea de la escalera semioscura habiendo cerrado avergonzados la puerta tras de sí. Lo único que quedaba en el pasillo era la vieja lámpara de araña soviética que brillaba en la cara vacía del espejo.

Firma, dijo una vez más la mujer, luego se impulsó en el piano para nadar de vuelta hacia la luz amarilla. El que estaba a espaldas de Volha tiró un libro al suelo. Ella le oyó acercarse, extendiendo los brazos como si fuera a abrazarla. Lentamente, como si se quedara dormido mientras caminaba.

Agarró la tapa del piano y la dejó caer con todas sus fuerzas sobre sus dedos. Nadie la oyó gritar. La música seguía llenando la habitación con su estruendo.

Luego pateó un taburete con el pie, pero no se rompió al primer intento. Ahora era él quien gritaba, pero tampoco lo escuchó nadie. La mujer se dio la vuelta, se sentó en una cómoda y pareció dormitar. El piano seguía retumbando: la ropa caía al suelo, en algún lugar del cuarto de baño los frascos de perfume se rompían contra las baldosas y se mezclaban en un olor insoportablemente dulce y bestial.

El que había estado de pie a espaldas de Volha se agachó. Ahora abrazaba el taburete, como si estudiara su estructura, como si no comprendiera por qué sus botas no podía destrozarlo de una patada.

El vómito se derramaba sobre los cristales rotos de los coloridos frascos de perfume que ella traía de cada uno de sus viajes. El que había registrado el cuarto de baño estaba a cuatro patas, intentó levantarse, desistió de repente y cayó de bruces sobre la sangre caliente que aún manaba de sus dedos cortados.

Volha los veía a todos como a través de una capa de agua.

En su cama del dormitorio yacía un hombre desconocido, soñando salvajemente.

En el pasillo, como suspendida de un eterno perchero de hierro, la mujer dormía, con el maletín en los brazos, un dedo sobresaliendo, rígido y azulado, como si estuviera embadurnado de tinta.

Volha cerró los ojos. La música seguía sonando. Ahora todos estaban profundamente inmersos, en el fondo. Atrapando sus sueños tras gruesas paredes de vida que ahora no dejaban salir ni un sonido de más, dos fuerzas invisibles de la naturaleza recorrían el viejo apartamento de dos habitaciones en el centro de Minsk y ya nadie intentaba distinguirlas: la música, llena de tristeza invernal, y el gas silencioso, pagado por adelantado hasta marzo.


Sobre el relato

El relato fue publicado en 2023 en el volumen "Pieratrus u muzei" (Alhierd Bacharevič: Pieratrus u muzei [Ператрус у музэі, Razzia im Museum], Editorial Yanushkevich, Ząbki, 2023, pp. 109-114), en el que Bacharevič aborda la revolución reprimida en la Bielorrusia de 2020: los protagonistas son perpetradores y víctimas en un sistema inhumano, rodeados de dolor, cinismo e hipocresía. En el prólogo, el autor escribe: "Porque la mejor respuesta a los jueces y verdugos que prohíben y destruyen libros es escribir nuevos poemas, novelas y relatos, libres de miedo y censura, afilados como cuchillos, precisos manecillas de reloj, feroces como nuestras maldiciones al amanecer en ciudades extranjeras."

Sobre la traductora

Tina Wünschmann, nacida en Freital en 1980, estudió Ciencias Políticas y Comunicación en la Universidad Técnica de Dresde. Desde 2010 traduce del bielorruso poemas de Julia Cimafiejeva y ensayos de Alhierd Bacharevič. Numerosos textos traducidos han aparecido en dekoder.org y weiterschreiben.jetzt. La novela de Eva Viežnaviec "Was suchest du, Wolf?", publicada en 2023, fue nominada al Premio Internacional de Literatura HKW de Berlín.