Un festival hindú llamado Navidad
Kiran Nagarkar (2 de abril de 1942 - 5 de septiembre de 2019) fue un novelista, dramaturgo y guionista indio. Destacado crítico teatral y cinematográfico, fue uno de los escritores más significativos de la India poscolonial.
Llegado el primero de diciembre, hay kilómetros y kilómetros de nieve de algodón en todos los escaparates de Bombay, también conocido como Mumbai. El único medio de transporte durante esta época de ventiscas, avalanchas y ventisqueros son los renos y los trineos conducidos por ancianos con abrigos rojos de correos con cuellos de piel, pantalones a juego y largas barbas blancas. Por todas partes se ven la estrella de Belén, los belenes de juguete, los pesebres, los tres reyes magos, los pastores y la Sagrada Familia. Todas las tiendas de lujo y los centros comerciales (¿dónde si no en Bombay se encontrarían centros comerciales de varias plantas en pleno centro de la ciudad, cuando más de la mitad de la ciudad vive en las aceras y en los barrios marginales?) se agitan con diminutas luces eléctricas colgadas de árboles de Navidad achaparrados o gigantescos. Las brillantes agujas de abeto de nailon verde cargadas de baratijas y sorpresas navideñas, centellean malévolamente.
En el litoral occidental de la India, la temperatura alcanza unos escalofriantes treinta y tres grados centígrados durante el día y de vez en cuando desciende por la noche hasta los veinte grados. Es entonces cuando los habitantes de Bombay sacan sus pesadas prendas de invierno: jerséis, chaquetas, parkas, bufandas, gorros, manoplas, botas de nieve, por no hablar de la ropa interior térmica. A medida que avanzan los días hacia el día más largo del año, la tensión aumenta y el entusiasmo es palpable. La nueva clase media y los nuevos ricos, rebosantes de dinero procedente de las tecnologías de la información y la prosperidad recién descubierta gracias al auge de las empresas y a esa cornucopia tan especial llamada corrupción, celebrarán esa fiesta secular llamada Navidad comprando hasta dejarse millones en la caja registradora todos los días de diciembre.
Bloomsbury IndiaKiran Nagarkar | Asides, Tirades, Meditations - Selected Essays | Bloomsbury India | 320 páginas | 699 INR
Ah, las maravillas del marketing son realmente asombrosas, pues al igual que ha sucedido con los cigarrillos, los alimentos transgénicos, el libre comercio y el consumismo descontrolado, Occidente está convirtiendo a los idólatras nativos a la Navidad, a Papá Noel y al obligatorio negocio trillonario del intercambio de regalos.
India es actualmente el tercer país del mundo con mayor población musulmana, unos ciento treinta millones. Junto con cerca de cien mil parsis (o zoroastrianos), llevan en el país algo así como milenios, pero el resto de la India no celebra el Muharram ni el Nowroz, el Año Nuevo parsi. Los cristianos, por su parte, apenas suman veinte millones, la mayoría convertidos hace apenas tres o cuatro siglos. Sin embargo, son sus fiestas -Navidad, Pascua y ahora San Valentín-, las que los indios han hecho suyas.
El cristianismo llega a la India
Según una teoría, el cristianismo llegó a la India con el desembarco del apóstol Tomás, el Incrédulo, en las costas de Kerala, en el extremo sur del subcontinente. Sus seguidores son conocidos como cristianos sirios. Sin embargo, hubo una segunda venida en el año 1498, cuando Vasco de Gama desembarcó curiosamente también en Kerala y obsequió al rey, el Zamorín de Calicut, con baratijas de dudoso gusto. El Zamorín debería haberle hecho girar 180 grados de cara al Océano Índico y haberle pateado el trasero de vuelta a Portugal, pero no lo hizo. En lugar de eso, acogió a los extranjeros y el catolicismo romano se afianzó en la India. El comercio de especias era la razón obvia de la visita de Vasco de Gama, pero siempre iba acompañada de la misión de salvar a los paganos. Una vez establecidos los portugueses en Goa, los jesuitas, y más tarde otras órdenes, comenzaron su misión de convertir al cristianismo a la incauta población local. La tercera oleada de misioneros cristianos llegó con los británicos. Eran en su mayoría protestantes y, aunque contaban con el pleno apoyo de la Corona, sus tasas de conversión no se acercaban ni de lejos a las de los católicos romanos de Goa.
Durante un tiempo, pareció que los portugueses, que eran una potencia comercial mucho antes que los ingleses, iban a apoderarse de la costa occidental de la península antes de realizar incursiones en el interior. Rápidamente, se apoderaron de Goa, Diu, Damán y Bom Bahia, la Buena Bahía o Mumbai, como se conoce hoy en día, y luego perdieron fuelle por la falta de fondos, el escaso apoyo de su país y la ausencia de un liderazgo visionario. Cuando llegaron los británicos, los únicos territorios que aún controlaban los portugueses eran Goa, Daman y Diu. Pero mientras que el afán colonizador y la codicia se vieron seriamente frenados, la conquista de almas tuvo un enorme éxito. Gran parte de Goa se hizo católica y convirtió el uso de la lengua del colonizador, el portugués, en una posición de poder y privilegio en el gobierno y la sociedad. Pero en lo que respecta a la clarividencia, nadie previó el futuro con tanta claridad como el clero católico, que se apresuró a abrir escuelas de habla inglesa por todo el país.
Me hice hindú-católico
Estaba acostumbrado a cambiar de escuela con la misma presteza con la que los jeques de Arabia cambiaban de pareja. Mi padre trabajaba en los ferrocarriles y un día la mujer de uno de sus amigos católicos, la señora Drego, se hizo cargo de mí y me llevó al instituto Don Bosco de King's Circle, un suburbio de Bombay situado a un par de kilómetros de mi casa. No era una mujer muy alta, pero tenía una presencia impresionante. Llevaba un sari de un tejido nuevo que yo no había visto nunca. Era brillante y resbaladizo, y de vez en cuando chisporroteaba con cargas de electricidad estática. El sari era de un blanco cegador, con un amplio ribete verde botella. Pero lo que yo no dejaba de mirar subrepticiamente era que tenía pliegues cosidos. En lugar de drapearlo como haría mi madre, la señora Drego debió de ponérselo con los pies por delante y llevarlo como una falda.
Hicimos cola ante del despacho del director durante horas, quizá cuatro, quizá cinco. Yo era muy listo para mi edad y sabía que aquello era un ejercicio inútil. Ya nos habían dicho varias veces que todas las divisiones de todas las clases, del primer undécimo curso, estaban más que llenas, pero la señora Drego me tenía cogido de la mano y no iba a soltarme. El padre Giacomello, director de la escuela, hizo una pausa a la una, almorzó y volvió. Seguíamos allí, aunque yo estaba convencido de que estaba preparado para la extremaunción. A las tres nos hicieron pasar. El padre Giacomello parecía agotado y se apresuró a poner las cosas en su sitio: "Si hubiera habido sitio, Sra. Drego, habría admitido al niño. Por favor, váyase a casa". Me levanté inmediatamente de la silla, pero me empujaron con firmeza hacia atrás.
"No quiero una habitación, padre", dijo la señora Drego sonriendo alegremente, "lo único que quiero para este niño tan listo es un poco de espacio. Sólo pido cinco centímetros". Bien, era cierto que yo estaba muy delgado (ya medía 1,72 m, pero sólo pesaba 43 kilos y seguía creciendo) y a veces se me veía aunque la mayor parte del tiempo pasaba desapercibido, pero ¿cinco centímetros? ¿De qué hablaba la señora Drego? Me estaba reduciendo a Pulgarcito. Nunca me había sentido tan humillado. Pero a aquellas alturas, el "niño listo" estaba tan hambriento y cansado que estaba dispuesto a decir adiós a toda educación y convertirse en limpiabotas, pero sólo después de comerse a la señora Drego cruda y entera allí mismo.
"Sra. Drego, ¿entiende inglés? Las aulas están absolutamente llenas. Escúcheme, váyase a casa. Pruebe en otra escuela.'
"Cinco centímetros, Padre, sólo cinco centímetros."
El corpulento sacerdote, que no tenía cuello, sacudió la cabeza con desesperación y se despidió de nosotros. Al cabo de un mes, la señora Drego había conseguido sus cinco centímetros y yo estaba instalado en sexto curso, División A.
La escuela empezaba cada mañana con el Padre Nuestro. Estuve en Don Bosco seis años. Tiempo suficiente para que incluso una piedra o un terrón de tierra aprendieran esta breve oración, pero había algo inexplicablemente terco y obstinado en mí. Todos los días hacía mímica y sincronizaba los labios con aquellas palabras medio familiares, pero ni una sola vez recité la oración. Si se trataba de algún tipo de rebelión, era una rebelión extremadamente infantil. No tenía ni idea de contra qué me rebelaba ni por qué causa luchaba. Me avergüenza decir que todavía no me la sé entera.
Encima de la pizarra de cada aula estaba Cristo clavado en una cruz. El patrón de la escuela era el fundador de la orden salesiana, Don Bosco. Pero, por alguna extraña razón, su retrato no adornaba las paredes. En su lugar veíamos a Domingo Savio muy repintado, el niño-santo que sin duda había realizado algún milagro y luego había ascendido al cielo para encontrarse con su creador. Domingo iba vestido con chaqueta y pajarita y tenía los ojos clavados en el cielo o, mejor dicho, en el techo, porque, como todos los superricos, Dios tiene un ático soberbio en la terraza. Yo atravesaba una mala racha en mis años escolares y era excesivamente dado a la superstición. Me postraba ante el niño-santo y mantenía con él conversaciones unidireccionales terriblemente abyectas y serviles. Había creado un código privado para estos intercambios. Si le miraba de cierta manera y rezaba desesperadamente, se suponía que él me ayudaría en los exámenes. Él era mucho más sensato que yo y no prestaba atención a mis frenéticas súplicas.
Los fieles del sistema escolar católico se les enseñaba la Biblia, mientras que los que no encajaban recibían clases de Moral. Esta asignatura turbia, poco imaginativa y destructora del alma era obligatoria y se impartía en formato de preguntas y respuestas. "¿Quién hizo al hombre? Dios hizo al hombre". Y así una y otra vez. La gran contribución de las escuelas católicas a la enseñanza en la India fue lo que llamamos "aprendizaje memorístico". La idea es que era un crimen permitir que las mentes jóvenes, por no hablar de las mayores, pensaran por sí mismas. Se trataba, huelga decirlo, de un corolario de la doctrina del "fruto prohibido". Mira lo que pasó cuando nuestros primeros padres tomaron sus propias decisiones: fueron expulsados del Edén. El mejor ejemplo de esta escuela de pensamiento fue el curso de moral. La complejidad ética, la ambigüedad y los dilemas eran tabú, estaban totalmente proscritos. Si eras sensato, te lo aprendías todo de memoria y nunca lo discutías, porque eso podía confundir al pobre cura y provocarle un ataque de nervios.
Una de los consecuencias más intrigantes de mis años en el Instituto Don Bosco fue que a menudo me tomaran por católico romano. Hablando de ambivalencia. En mis primeros años allí, la mayoría de mis amigos, si no todos, eran católicos de Goa, en su mayoría de las zonas más pobres de Parel y Lalbaug. No recuerdo si mi forma de hablar era similar a la de ellos. Pero parece que con el tiempo me fui apartando, a medida que avanzaba a las clases superiores y mis nuevos compañeros eran en su mayoría no católicos. Es difícil decir si esto se debió a una toma de conciencia de las diferencias entre nuestras culturas y educaciones.
Mi familia era pobre, pero yo provenía de una estirpe reformista y, hasta cierto punto, de un entorno liberal occidentalizado que valoraba mucho la educación. Puede que el colegio estuviera dirigido por dos curas italianos bastante bien alimentados, pero quienes sospecho que tuvieron una profunda influencia en mi forma de ver a los católicos y a su clero eran ambos irlandeses. El padre McFerran era el padre prefecto. No era una figura imponente, pero le bastaba con caminar por el pasillo para que todos los alumnos, profesores y padres se acobardaran. Yo le tenía pavor y me aseguraba de volverme invisible cuando estaba cerca. Hasta el día de hoy, sigue siendo un misterio para mí por qué permitió que un chico, cuya existencia desconocía, fuera de viaje escolar a Cachemira y luego pagó la mitad de mis gastos, ya que mis padres no podían permitírselo. Le visitaba en Madrás cuando le trasladaron allí y una vez me quedé con él casi quince días. Llegados a este punto quizás cabría esperar que hablase de los abusos que sufrí a sus manos, ya que ahora está de moda pensar en el sacerdocio como una vocación arruinada, muy dada a la pederastia y a la homosexualidad. Pero el padre McFerran era un hombre honorable e irreprochable. Lo mismo ocurrió con ese maravilloso flautista de Hamelín, el gran narrador de historias, el padre Dean, que murió de leucemia cuando apenas tenía treinta y cinco años. Como ocurre con la mayoría de los laicos, los buenos sacerdotes siguen siendo muchos más que los malos.
Debería haberme graduado con honores, pero no fue así. A duras penas obtuve una primera división e ingresé en una prestigiosa institución dirigida por jesuitas llamada St. Xavier's college. A partir de ahí todo fue cuesta abajo. Suspendí todas las asignaturas en los exámenes parciales y me salté los finales debido a una grave enfermedad. Curiosamente, lo que me salvó fue el trabajo de Ciencias Morales. (Sí, efectivamente, también los jesuitas intentaban elevar a los paganos, si no a la salvación cristiana, sí a una conciencia superior). En el examen parcial de Ciencias Morales había diez preguntas que requerían respuestas cortas y una para la que se suponía que tenías que escribir un ensayo. Después de mirar fijamente la hoja de respuestas en blanco durante una hora, intenté abordar el ensayo sobre las huelgas. En lo que seguramente fue un nadir de carencia de articulación, intenté desentrañar las ambigüedades y dilemas éticos de las huelgas. El timbre sonó a mitad de mi respuesta, pero al final del curso, cuando me aconsejaron un cambio de clima por motivos de salud y estaba a punto de incorporarme a una de las universidades más antiguas de la India, en una ciudad universitaria llamada Pune, mi fracaso fue condonado a causa de aquel ensayo torpe e incierto.
Salida de los portugueses
Mi educación cristiana oficial había llegado a su fin. Corría el año 1961. Regresaba a Bombay el 19 de diciembre (gracias a nuestros amos británicos, en aquella época teníamos vacaciones de Navidad), pero el tren fue desviado a un apartadero durante horas y horas. La liberación de Goa había comenzado y el retraso se debía al intenso movimiento de tropas y artillería. ¿Liberación para quién? Católicos e hindúes por igual habían luchado para que Goa formara parte de la madre patria. Pero la mayoría de los habitantes de Goa estaban perplejos, y muchos en puestos de poder, profundamente disgustados y consternados. Algunos críticos del subcontinente lo consideraron una traición y una falta de patriotismo. En algún lugar de mi mente, yo también debí sentir cierta insatisfacción por la lentitud de la asimilación entre la población goana. Superior y arrogante, tardaría años en darme cuenta de lo injusto que estaba siendo. Un cambio de régimen, aunque sea para volver al redil y al autogobierno, siempre es traumático. Pero cuando unos pocos privilegiados pierden sus privilegios, es normal que se genere resentimiento, incluso entre los idealistas.
Cuatrocientos años es mucho tiempo. El konkani era la lengua local, pero durante cientos de años la enseñanza en las escuelas se había impartido en portugués. La vida en Goa estaba profundamente impregnada de la cultura, la cocina, la religión, el espíritu del fado y el carnaval portugueses. Además, el alcohol estaba prohibido en el resto de la India. Así que no es de extrañar que la idea de unirse a la madre patria despertara cierta aprensión en la mente de los goaneses.
El lado católico romano de mis escritos
He titulado este artículo, medio en broma, "Un festival hindú llamado Navidad". Pero la otra mitad no es tan risible. Las ironías de la conversión en la India son desconcertantes y fascinantes, pero también trágicas. Nos hablan de lo profundas que son las raíces del sistema de castas. En la India, nunca se es simplemente católico romano. Sólo se puede ser católico romano hindú, lo cual significa que nunca se olvida la casta. Los brahmanes católicos suelen elegir a sus esposas entre antiguas familias brahmánicas y, además, de la subcasta brahmánica concreta a la que pertenecen. Muchos goanos se han instalado en Portugal, y algunos han ascendido en las filas del gobierno, pero incluso en Lisboa es imposible escapar al dominio del sistema de castas. Lo triste es que ni siquiera el clero es inmune a estos prejuicios. Para escribir la segunda parte de mi novela God's Little Soldier (El soldadito de Dios), viví durante meses en un monasterio católico de Estados Unidos. Habían reclutado al primer monje indio de su orden y habían descubierto que era una digna incorporación al grupo. Era una persona excepcionalmente tranquila y reflexiva, con una mentalidad meditativa. Pero en un par de ocasiones en que me habló de algunos de sus hermanos de la comunidad católica de Bombay, hizo comentarios despectivos sobre los cristianos de casta inferior y sobre cómo las castas siempre se manifestaban.
Mi primer trabajo en publicidad fue para una empresa llamada MCM. Era la agencia de mayor crecimiento de la India a finales de los sesenta y principios de los setenta. Su caída fue igualmente espectacular y en 1975 estaba muerta y enterrada. Pero mientras existió, fue un lugar excepcional para trabajar. Yo trabajaba en la sección de redacción y un domingo Sylvie, la secretaria católica del departamento, nos invitó a todos a comer en su casa. Lo único que recuerdo de la comida es que era goana, deliciosa y abundante, y que caímos rendidos como si hubiéramos llegado allí directamente de la hambruna de Bihar. Pero lo que se me quedó grabado en la memoria fue que Sylvie vivía en un chawl, un enorme complejo de edificios de viviendas con aseos comunes en cada planta. Los chawls no eran nuevos para mí, pero era la primera vez que visitaba un complejo en el que la planta baja y los cuatro primeros pisos estaban ocupados por hindúes y el quinto por católicos. Esos chawls, con sus mundos paralelos hindú y católico, se convertirían en escenario y tercer protagonista de mi novela Ravan and Eddie.
Hay deudas que uno nunca puede saldar. Y tampoco deseo hacerlo. Al contrario, que su número aumente. Como pueden ver, los católicos romanos han sido buenos conmigo.
Aleluya, alabado sea Dios, en la medianoche del 24 de diciembre, seremos testigos de la venida del dios hindú del amor y el perdón, nada menos que el niño Jesús, la última incorporación al abarrotado panteón de dioses hindúes. Lo que le convierte, según el último censo realizado en el Swarg, nombre del paraíso hindú, en el año de Nuestro Señor, noviembre de 2050, en el dios número treinta y tres millones y uno.
El ensayo de Kiran Nagarkar se publicó por primera vez en inglés en agosto de 2024 en el volumen Asides, Tirades, Meditations - Selected Essays de Bloomsbury India. Nos gustaría agradecer a la editorial y a los herederos de Kiran Nagarkar su amabilidad al permitirnos volver a publicar este libro.