Un disparo en la montaña

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Un disparo en la montaña

Una historia real de los Alpes bávaros
Axel Timo Purr

Es verano en el hemisferio norte e invierno en el hemisferio sur. Durante el mes de agosto, Literatur.Review los reúne a ambos a través de la publicación de relatos aún no traducidos o inéditos del norte y del sur del planeta.

Axel Timo Purr es autor, redactor y editor en @Literatur.Review. Tras realizar investigaciones de campo en África Oriental sobre los movimientos modernos de (anti)brujería, el sector informal y las influencias económicas globales en las biografías individuales, trabaja desde 2001 como autor independiente sobre temas relacionados con África, la literatura y el cine.

Te digo una cosa: ahí abajo, en el valle, no estoy integrado, tampoco quiero estarlo. No tengo un grupo de amigos con los que quedar, no lo necesito. Pero aquí arriba me entero de todo, más de lo que a menudo me gustaría. La semana pasada se reunieron aquí unos peces gordos de la policía y, cuando te sientas con ellos por la noche, aprendes cosas. No de lo que dicen, sino de lo que se lee entre líneas.

Antes venían las chicas de la obra evangélica, grupos del CVJM. Profesoras jóvenes de mi edad, que resplandecían de entusiasmo por la naturaleza. Yo las llevaba con sus alumnas al Schinder. Nos levantábamos a las cuatro y media, bajábamos al valle y subíamos a la cima. Cinco horas y media de caminata, media hora de descanso, dos horas tumbados allí arriba, disfrutando del panorama, vuelta abajo, merienda y luego a casa. Todos participaban. ¡TODOS! ¿Y ahora? Ahora me salen con un «eso ya no se lo podemos exigir a los niños». Por las alergias, por sobrepeso, por fobias al mal tiempo, ¡vete tú a saber! Uno de cada dos toma pastillas como si fueran caramelos. Ahí abajo es lo normal, pero te digo: si eso es lo normal, entonces estoy orgulloso de NO ser normal.

(1) Alemania Oriental, hasta 1990 RDA (República Democrática Alemana)

Desde 1990 tengo clases de alumnos procedentes del Este (1). Antes estaban llenos de vida, energía, fuerza. ¿Y hoy? ¿Solo veinte años después? Exactamente la misma basura consumista que los demás. Barritas de chocolate y televisión por satélite, y ya no hay nadie que baje del autobús sin quejarse. Lo veo aquí arriba. Observo. Sé cómo eran antes. ¿Y hoy? Ya han estado en las Maldivas, pero son incapaces de subir una montaña.

Y antes, sí, antes jugábamos por las tardes. Juegos de mesa, hacíamos música. ¿Alguien sabe lo que es un violín del diablo? Una lata, un alambre, un poco de hojalata. Y uno tocaba y los demás cantaban. ¿Y hoy? Hoy todos se sientan a esperar a que alguien haga el ridículo para poder reírse. Pura y simple malicia, puro regodeo en la desgracia ajena. ¿Pero mover el culo? ¡Ni hablar!

Esa es la enfermedad de la sociedad: nadie quiere dar nada, todos quieren únicamente recibir, tragar, mirar, hacer clic. ¡Pero conmigo no! Yo veo, día tras día, cómo cambian. Y luego vienen aquí y se horrorizan: «¿Qué? ¿Se puede vivir aquí? ¿Solo?». ¡Sí, maldita sea! La soledad es lo mejor que hay, si sabes lidiar con ella. Pero ellos ya no saben. No tienen relación consigo mismos, ni con la naturaleza. En cambio, se hacen tres selfis por minuto.

Y luego quieren documentar mi vida. La gente de los medios. Seis eran. De renombre. Porque pensaban que yo era una rareza. Les mandé a freír espárragos. Mi vida atrae a gente que no soporta que alguien viva de otra manera. Quieren destrozarme porque ellos no son capaces de hacerlo. Pero conmigo eso no funciona. Yo estoy contento con mi té y mi pan con margarina. Pero ya nadie lo entiende. Creen que la felicidad es debilidad.

(2) Huella trazada en los remontes de arrastre para facilitar a los esquiadores el ascenso en el telesquí.

Yo observo y, si alguien se pasa de la raya, le digo lo que pienso. Como ese tipo que destrozó la huella(2) que tanto me costó despejar con la pala. ¿Señal de advertencia? Le dio igual. El ego es lo primero. Lo saqué de la huella. Y cuando después se me sentó delante de la cabaña con su cerveza blanca para provocarme, perdí los nervios. El vaso salió volando, con todo su contenido. Y después la chaqueta. Sí, me pongo a gritar. Y si alguien piensa que es exagerado: no estoy dispuesto a que me salga una úlcera de estómago por tres euros con cincuenta.

Hago mi trabajo. Todos los días. Y si alguien piensa que soy un bicho raro, pues muy bien. Mientras la gente adecuada venga aquí y se vaya con los ojos llorosos, sabré que algo estoy haciendo bien. Y cuando veo cómo explotan a los jóvenes en las tiendas o en las oficinas porque «el cliente es el rey», me dan ganas de vomitar. Y nadie dice nada, todos se lo tragan hasta quedar destrozados por dentro. ¿Y yo debería callarme? ¡No!

No tengo ninguna gana de funcionar para un mundo así. Yo hago lo mío. Y si a alguien no le gusta, que se quede en las Maldivas.

Llevo más de treinta años recibiendo a escolares de Berlín. Antes del bachillerato. Campamentos de esquí. Te puedo decir que a veces vienen profesores que son auténticos pedagogos, verdaderas autoridades, no gritones autoritarios. Dicen algo y la clase escucha. Generan un ambiente en el que los jóvenes pueden ser ellos mismos. Y yo me siento allí, observo y pienso: «Así también se puede». Sin presión, sin coacción, simplemente con humanidad. Los alumnos se van con los ojos húmedos. Y entonces vuelvo a saber por qué hago esto.

Pero luego también llegan familias que aparecen con todo un séquito, como si esto fuera un resort con todo incluido. Niños que saltan sobre los sofás con los zapatos sucios, padres a los que todo les da igual. Entonces les digo amablemente, pero con firmeza: «Lo siento, no encajamos. Busquen otra cabaña, por favor». Soy como mi abuela, una auténtica campesina. Ella decía: «No te mires demasiado al espejo, que el diablo te atrapará». Por aquel entonces no lo entendí. Pero hoy... hoy los veo por todas partes: los egocéntricos, los narcisistas, los que solo se ven a sí mismos, sin prestar atención a los demás. Esa gente no sirve para nada.

Y luego tengo la otra clase de gente, las familias en las que todo encaja. Los niños juegan fuera durante horas. Se hacen un nido de musgo en un árbol, están tranquilos, concentrados, siendo simplemente niños. Y por la noche se sientan todos juntos a la mesa. Sin móviles, sin gritos. Solo una felicidad tranquila. Entonces, al día siguiente salgo y les digo: «Ha sido un placer estar aquí para vosotros». Y lo digo de corazón. Estas personas se merecen un elogio. Y viniendo de un arriero como yo, más aún. Hay que elogiarles. Porque hoy en día escasean.

¿Y sabes qué? Yo estoy aquí precisamente para gente así. No para los que se creen que pueden comportarse aquí como los capullos de la ciudad. No dirijo este local para héroes de bar o arquitectos con aires de grandeza que creen que el dinero sustituye a la decencia. Una vez le tiré el vaso a uno de esos por encima del banco. Ya lo he contado, pero lo repito, de la rabia que me dio. Destrozó mi huella recién arreglada, a pesar de que había carteles por todas partes. Lo saqué de allí y le advertí. ¿Y qué hizo él? Sentarse con su cerveza en actitud provocadora delante de mi cabaña. ¿Sabes lo que hice? Le volqué la cerveza en la mesa y le tiré sus cosas a la nieve. Luego le expliqué por qué. E hice bien. Porque no voy a criar una úlcera por 3,50 euros. Yo defiendo mi trabajo y lo defiendo con uñas y dientes.

Después siempre aparece gente que dice: «¿Sabes quién era?». Un arquitecto de Landshut que construye cajas de ahorro. ¿Y qué? Que le pida cinco euros a su Mercedes y se apunte a un cursillo de modales. Que alguien tenga dinero no significa que merezca respeto. Sobre todo si se comporta como un maleducado.

Y luego veo cómo se destroza a los jóvenes porque tienen que matarse a trabajar en cualquier sitio con el famoso «el cliente es el rey», sí, sí, y ellos a tragarlo todo, a aguantarlo todo. Y nadie los protege. Se hunden por dentro. Y yo esto lo veo aquí y me dan ganas de llorar. O de gritar. O de ambas cosas. Y entonces me dicen: «No grites tan fuerte». ¡No! Voy a gritar. No lo voy a permitir. No pienso tragarme esta mierda de mundo, donde ya nadie tiene dignidad, pero todos tienen opinión.

Seguiré observando, seguiré adelante, no me callaré. Y si alguna vez me callo, será a mi manera. Me sentaré bajo la pared escarpada de la montaña que hay frente a mi cabaña. No es una montaña cualquiera, es mi montaña natal. Cuando la hierba y las rocas aún estén húmedas, me sentaré y apuntaré con mi rifle a mi cabeza. El rifle apunta a mi cabeza y yo miro mi cabaña. Entonces aprieto el gatillo. Y por un momento lo veo todo de nuevo. Mi infancia. Mi infancia. Esquiando desde la cabaña hasta la escuela y la penosa subida al regresar, tanto en verano como en invierno. En verano, con los mismos zapatos de siempre. No veo al furioso de los últimos años, sino al ser humano con sus esperanzas, con su risa. Veo a la joven, a la joven profesora, veo a Martha, con quien hablé durante horas. Le encanta el sonido de los cencerros en los prados alpinos. Le envío el cencerro a Darmstadt y nos escribimos cartas. Le escribo que quiero casarme con ella para que devuelva el cencerro al lugar de donde vino. Se casa con otro, las cartas cesan y yo también me caso. Veo la ira, veo la desesperación, veo la tristeza de mi mujer. Mi mujer odia la soledad de las montañas y mis hijas se van con ella. De vuelta al valle. No las detengo, nunca les digo que la soledad no es solo una dicha, porque incluso a mí también a veces me pesa como un sol negro. Un sol que brilla con oscuridad. Tan negro que por la noche ya no cuento chistes a mis invitados, se acaba la diversión y solo sirvo las bebidas y reparto la comida de manera mecánica. Reconozco a los demás con sus soles negros, cada uno con el suyo. Al inglés que sube la montaña con dos amigos en medio de una tormenta de nieve. A los que recojo con mi coche y a los que tengo que gritar dos veces hasta que entienden que en mi coche no se lleva el cinturón de seguridad. El inglés es el primero en entenderlo y no solo se ríe. En agradecimiento, lo llevo en el asiento exterior de mi Pistenbully durante el último tramo de la montaña, el que ningún coche puede subir. Cuando llegamos arriba, está cubierto por una capa de hielo y su cara brilla por el hielo y la alegría, porque su sol negro se ha apagado con este frío. Pero ambos sabemos que volverá a salir.

Entonces se acabará. El cambio de la luz a la oscuridad, de la oscuridad a la luz, como le plazca al Señor. El calor sofocante y agobiante del sol negro sobre mí. No viviré para ver cómo mi hija arruina la cabaña y se baja al valle por segunda vez en su vida. No veré cómo la ropa de cama a cuadros rojos y blancos da paso a adornos modernos y mi cabaña se vende a un empresario quemado. Uno de esos que presume de haber comido con Elon Musk y que, con los ahorros de toda su vida, convierte mi cabaña en un sitio caro para celebrar eventos, trayendo madera vieja de cabañas abandonadas en Austria para que parezca más antigua.

¿Me duele porque también era mi alma? ¡Qué va! Solo me duele una cosa. Que la joven profesora, la vieja Martha, vuelva a subir hasta mi casa ahora que su marido ha muerto. Y le pregunte al nuevo propietario de la cabaña, ese empresario quemado: «¿Dónde está Alfred? Le traje su cencerro».


Acerca de la historia

Este monólogo es una obra en curso. Forma parte de un ciclo documental y autoficcional de historias de vida centradas en momentos depresivos y suicidas que se recontextualizan de manera «nueva».