La extranjera al borde del valle
Nada es más fácil para el ser humano que escrutar los errores de los demás
– Mourid Barghouti
Jana Elhassan es una novelista y traductora libanesa-estadounidense cuyas obras han sido traducidas a varios idiomas en todo el mundo. Es autora de cuatro novelas, dos de las cuales fueron preseleccionadas para el Premio Internacional de Ficción Árabe (Booker Árabe), mientras que su primera novela ganó el Premio Simon Hayek. Su tercer libro, L'Étage 99, fue el primera en traducirse al inglés. Su escritura explora los temas de la identidad, la memoria y el amor, al tiempo que indaga en las huellas que la guerra y el exilio dejan en el alma humana. Paralelamente a su carrera literaria, desde 2009 trabaja en el ámbito del periodismo, donde ha colaborado con importantes diarios y ha trabajado en varias cadenas de televisión.
Finalmente decidieron enterrarla, pero no lograron ponerse de acuerdo sobre el lugar.
No podían acogerla en sus cementerios: apenas la conocían.
Era la extranjera que había irrumpido en sus vidas, rompiendo sin permiso la monotonía de sus días miserables.
Así que cavaron para ella una amplia fosa al borde del valle, dominando un profundo precipicio.
Y, sin embargo, el paisaje no era feo: una brisa ligera se deslizaba entre los olivos cercanos, mientras que un roble solitario, erguido junto a la fosa, parecía ofrecerle su sombra, como para acariciar el final de su historia.
No sabían mucho de ella aquel día en que apareció en el pueblo buscando una casita para alquilar. De no ser por la asfixiante crisis económica que asolaba el país, nadie habría pensado en acogerla entre ellos.
El tío Salih accedió, no sin reticencias, a alquilarle la parte apartada de su vivienda: un ala pequeña e independiente que había anunciado recientemente en esas nuevas plataformas de alquiler temporal.
Pero sus intentos anteriores le habían dejado un mal sabor de boca: dos jóvenes habían traído a un grupo de amigos y habían transformado el lugar en una fiesta ruidosa hasta el amanecer; luego, un joven había quemado por descuido sus lujosas sábanas de algodón egipcio.
Desde entonces, se había jurado no volver a caer en una desgracia similar, ni siquiera por dinero contante y sonante.
Nada más llegar, le había dejado claro que las visitas estaban prohibidas, salvo para la familia cercana, precisó, refiriéndose únicamente al padre y a la madre.
Ella lo tranquilizó con una pálida sonrisa antes de dejar caer su pequeño bolso al suelo, afirmando que nadie vendría nunca a verla.
Nadie sabía su verdadero nombre. El día que llegó al pueblo, se presentó con el nombre de Leïla, pero su forma de hablar no se parecía ni a la de la gente del Levante ni a la de las ciudades vecinas.
Cuando el tío Salih le pidió una copia de su documento de identidad o de su pasaporte, ella deslizó su mano un billete verde de cien dólares, precisando que era solo una modesta muestra de gratitud por haber encontrado aquel alojamiento, y que le entregaría tres billetes similares al comienzo de cada mes —en dólares, insistió.
Él reiteró entonces la norma que prohibía toda visita y añadió que ella sería responsable de cualquier daño que se produjera en el apartamento.
Ella se limitó a asentir con la cabeza en silencio, pero en su mirada persistía un brillo indescifrable, como si supiera mucho más de lo que quería dejar entrever.
No se supo gran cosa de ella durante las semanas que siguieron a su llegada.
Pasaba con paso ligero por las callejuelas, con una bolsa de pan y algunas verduras en la mano, y luego desaparecía tras la puerta azul de madera del pequeño anexo.
Nadie había oído jamás su risa y nadie la había visto más de una vez en el mercado.
A veces, la luz de su habitación titilaba hasta altas horas de la noche, como si mantuviera conversaciones secretas, pero nadie escuchó nunca el sonido de su voz.
Parecía haber alcanzado el final de la treintena, o quizá un poco más.
Su cuerpo era delgado, de una delgadez que no provenía del hambre ni del cansancio, sino de su propia naturaleza.
El cabello castaño, largo, solía llevarlo peinado hacia atrás y recogido de forma sencilla.
En cuanto a su piel, resplandecía como la luz de la luna reflejada en el agua inmóvil: una blancura luminosa, casi fría, ajena a este mundo.
No era pálida de un modo enfermizo, sino pura de una manera inquietante.
Había algo inolvidable en su rostro, sus ojos marrones parecían guardar el secreto de una antigüedad olvidada desde hacía siglos.
Su belleza no tenía nada de llamativo: era serena, difusa, similar a la contemplación de un cuadro gótico perdido.
Los primeros días, nunca se ausentaba por mucho tiempo; solo salía para hacer breves recados.
Pero, a partir de la segunda semana, el tío Salih notó que salía de casa al amanecer y regresaba cada día a la misma hora, unos minutos antes de la puesta de sol.
A veces la veía, apartando la cortina del salón, erguida, inmóvil, con la mirada fija en el espectáculo del crepúsculo que se divisaba desde la casa.
Observaba las metamorfosis del cielo con una paciencia extraña, siguiendo los colores a medida que cambiaban, hasta que el disco anaranjado se desvanecía tras el horizonte.
*«Marhaban» significa «buenos días» o «bienvenido», mientras que «Marahib» es su plural, una forma amplificada del saludo, como si la bienvenida se desplegara e intensificara.
Cada día, ella le devolvía el mismo saludo.
Por la mañana decía «Marhaban» y por la noche «Marahib»*, como si el saludo se multiplicara, creciendo con el día hasta madurar al final del mismo.
Él se imaginaba que ella salía para realizar algún trabajo, quizá una tarea rutinaria.
Pero aquello no le preocupaba gran cosa, siempre y cuando ella no lo molestara y respetara, sin protestar, la norma de «nada de visitas».
Aquella joven tranquila le caía bien, sobre todo cuando recordaba a las otras dos que habían convertido su casa en una discoteca, antes de denunciarlo en la aplicación en línea porque se había atrevido a llamar a su puerta en plena noche, «atentando contra su intimidad».
«¡Su intimidad!», refunfuñaba enfadado mientras contaba la historia a la gente del pueblo: «¿Yo? ¿Esas descaradas quieren convertir mi casa en un burdel y me acusan a mí en Internet? ¡Se acabó, no quiero volver a oír hablar de este asunto nunca más!».
Repetía el relato día tras día, con una voz cada vez más enfurecida, exigiendo a su nieto que fuera «a Internet» a insultar a los responsables de la web y luego les enviara un mensaje para «restablecer la verdad».
«Lo envié, abuelo, lo juro por la muerte de mi padre, lo envié», respondía el chico, con el rostro paralizado por el aburrimiento de quien no se atreve a decir: «No quiero volver a ver ese mensaje en mi vida».
La ira del tío Salih no solo se dirigía contra la aplicación, sino también contra las circunstancias económicas que le habían obligado a ceder parte de su casa desde que la libra había perdido todo su valor, al igual que su pensión, fruto amargo de una carrera que solo había soportado con la promesa de un final digno.
Pero su satisfacción por alojar a la joven se desvaneció rápidamente.
Menos de dos meses después, una mañana de otoño, llamó a su puerta para reclamarle el alquiler del mes de septiembre.
Como ella no respondió, usó su juego de llaves.
Aún refunfuñaba contra esa maldita «intimidad» mientras introducía la llave en la cerradura y la giraba bruscamente.
Entró.
Ella yacía en el suelo de su habitación. Fría. Sin vida.
Sin heridas. Sin veneno. Sin medicamentos cerca.
No había señales de lucha.
Nada... solo una joven muerta.
Los habitantes del pueblo acudieron en cuanto se corrió la voz; algunos se empujaban para entrar y ver el cadáver.
El médico que la examinó declaró que su corazón simplemente se había detenido.
Ninguna explicación.
Ninguna causa aparente.
Un corazón que, de repente, había dejado de latir.
Fueron los momentos más dolorosos para el tío Salih, que nunca había creído en eso que llamamos «intimidad».
Rebuscó entre las pertenencias de la joven, buscando un papel, una tarjeta, cualquier cosa que llevara su nombre, que revelara su familia, su origen o su religión.
El armario solo contenía algunas prendas de ropa y dos pares de zapatos cuidadosamente colgados, como si formaran parte de la decoración más que de la vida cotidiana.
Y, para redoblar el misterio, no había ningún teléfono.
«¿Será posible? ¿Quién no tiene teléfono hoy en día?», pensó mientras revisaba los objetos.
Sin embargo, él, que siempre había creído que en una casa alquilada nada debía permanecer en secreto, sintió de repente una vacilación, la sensación de infringir un silencio que no tenía derecho a perturbar.
Rebuscó con cuidado, permaneció poco tiempo, y luego lo volvió a colocar todo en su lugar, con una calma que parecía una disculpa.
** La qibla es la dirección hacia la que se orientan los musulmanes durante la oración, la de la Kaaba, en La Meca.
Antes de que fuera enterrada, los habitantes del pueblo discutieron sobre su religión y los ritos de su entierro.
Algunos insistieron en que fuera enterrada según las costumbres musulmanas, como la gente de allí: recitación de oraciones, rostro vuelto hacia la qibla**.
Otros afirmaron que debía ser cristiana y que convenía enterrarla de otra manera, con la cruz y algunos símbolos cuyo significado todavía pocos conocían.
Se alzaron murmullos, surgieron objeciones, los rostros se tensaron; algunos incluso se acercaron a la fosa con la mano levantada, como si estuvieran discutiendo con la propia extranjera.
El pueblo no recuperó la calma en los días que siguieron a la muerte.
Su nombre estaba en boca de todos: en el mercado, delante de la mezquita, en las puertas de las casas.
Todos comenzaron a contar lo que habían visto u oído.
La primera historia llegó a oídos del tío Salih por boca del panadero, que la contó con solemne seguridad:
«Era una espía. El policía que vino con el médico vio el cuerpo y fue él quien me lo dijo».
Según él, trabajaba para el Mossad.
Y cada vez que pronunciaba la palabra «Mossad», su voz bajaba, se convertía en un susurro, como si estuviera traicionando un secreto... mientras lo repetía ante una decena de hombres reunidos frente a la panadería.
Añadió que el tío Salih debería haber comprobado «sus orígenes y su filiación» antes de alquilarle la dependencia, y afirmó que la joven estaba preparando una operación de gran envergadura, tal vez había sido asesinada con un método moderno que no deja rastro y ni siquiera requiere un asesino.
«Algo electromagnético... se lo enviaron de alguna manera», concluyó el panadero, asintiendo con la cabeza.
A lo que el tío Salih replicó burlón: «Por paloma mensajera, sin duda».
A pocos pasos de la panadería, un grupo de mujeres se había reunido alrededor del pequeño café matutino, sentadas en sillas de plástico junto al umbral de una casa.
El sol aún era tímido, el pueblo no estaba del todo despierto, pero sus conversaciones ya alcanzaban su punto álgido.
Una de ellas, alzando la voz para cubrir el canto del gallo en la lejanía, exclamó: «Algo debía estar haciendo... ¿Quién deja la casa de su familia y viene sola, sin padres, sin amigos, sin siquiera un teléfono?».
Una mujer de unos cuarenta años respondió con cautela: «Quizás se había escapado de casa de su marido... Le vi un anillo de oro en el dedo. Estaba casada, algo le habría pasado».
Otra la interrumpió, seca, con el rostro ceñudo: «Mi hijo, cada vez que la veía, se quedaba plantado en la puerta. Dios nos ha librado de ella».
Luego, la dureza se revestía con el rostro de la razón. Una anciana, con la voz fría como si pronunciara una sentencia, declaró: «Yo, si tuviera el poder... Por Dios, habría exhumado su tumba inmediatamente y le habría hecho una prueba de virginidad. ¡No entiendo por qué la enterraron sin asegurarse!».
Las voces se alzaban, se superponían —afirmaciones, advertencias, amenazas— hasta que la discusión se convirtió en una pequeña tormenta que giraba sobre sí misma.
Y, como si todas esperaran el momento del veredicto, una de las mujeres terminó diciendo:
«Mejor que se haya ido. Que Dios la mantenga lejos de aquí. La muerte, a veces, es una forma de pudor. Cualquier mujer de la que no se conoce ni el origen ni la filiación... es un proyecto de sedición».
Asintieron en silencio, como si la muerta hubiera cometido un delito simplemente por haber vivido.
En el café, bajo un ventilador que más gemía que giraba, un hombre calvo de unos cincuenta años contaba otra versión de la historia de Leïla.
Juraba conocer la verdad: «La chica era la amante de un gran banquero, uno de los directamente responsables de la crisis».
Levantó una ceja, miró a su alrededor, esperando la reacción, y luego añadió en voz más baja: «Nadie huye así, sin nombre ni identidad, a menos que tenga algo que ocultar... Y ella ocultaba algo».
Un joven que fumaba en silencio le preguntó si quería decir que había robado dinero antes de huir.
El cincuentón le recordó que ella había pagado al tío Salih en dólares.
«¿Quién puede pagar en dólares hoy en día?», concluyó encogiéndose de hombros, como si con eso lo hubiera dicho todo.
Otro hombre respondió:
«Todo es posible en este país. Hay quienes comen pan mojado en agua y otros que mueren por mil razones a la vez... sin que nadie se entere».
El tío Salih escuchó muchas historias en los días siguientes, algunas tan extrañas que no sabía si reírse o preocuparse.
Entre otras cosas, se decía que Leïla salía por la noche, cuando el pueblo dormía, y caminaba sola por las callejuelas, vestida con un largo vestido blanco, con el rostro inmóvil, sin expresión.
También se decía que caminaba descalza, sin que se oyera el más mínimo paso, como una sombra sin cuerpo.
Una de las mujeres juró haberla visto, a medianoche, de pie junto al viejo pozo abandonado del pueblo, mirando fijamente al fondo como si esperara que algo surgiera de él.
Y un niño contó que la había visto desde la ventana de su habitación en una noche lluviosa: caminaba bajo el aguacero, sin paraguas ni abrigo, con el pelo pegado a la cara, sin levantar nunca la mano para apartarlo.
Un hombre afirmó haberse despertado en mitad de la noche, alertado por unos pasos cerca de su casa; cuando abrió la ventana, la vio pasar lentamente, murmurando palabras incomprensibles, como si hablara con alguien invisible.
«Por Dios, no era un ser humano», dijo jurando, antes de añadir: «O estaba loca... o poseída por un espíritu venido de quién sabe dónde».
El tío Salih no hizo ningún comentario.
A medida que se acumulaban las historias, le parecía cada vez más imposible clasificarla en una sola categoría: ni espía, ni ladrona, ni fugitiva de un escándalo.
La única historia que la salvó un poco salió de la boca de un niño pequeño, que agitó la mano diciendo: «La tía Leïla me daba chocolate... ¡no una vez, sino muchas veces!».
Sus ojos brillaban mientras describía el sabor, como si ella le hubiera ofrecido algo mágico.
Su madre, una mujer discreta y poco dada a intervenir, tomó la palabra con un tono de voz en el que se percibía un matiz de nostalgia:
«Yo también la vi varias veces dando dinero a los pobres, sin que nadie se diera cuenta... Caminaba rápido, les deslizaba el billete en la mano y se alejaba».
Hizo una pausa y luego añadió:
«Yo digo que era una santa. Por Dios, más de una vez he pasado cerca de su tumba por la noche y he visto una luz... un pequeño halo».
Pasaron los días y se multiplicaron los relatos, contradictorios, cambiantes, variables, que revelaban una sola cosa: la curiosidad de la gente, su necesidad de explicarlo todo y la rapidez con la que emiten sus juicios.
Como si cada uno, al contar algo sobre Leïla, revelara en realidad un poco de sí mismo: su miedo, su mirada, su propio deseo de saber.
Solo el tío Salih permaneció en silencio.
Y con el paso de las semanas, la tumba al borde del valle se convirtió en un lugar de peregrinación.
Algunos aldeanos depositaban pequeñas flores, los niños dejaban piedras sobre la tierra.
Otros se negaban categóricamente a pasar cerca de la tumba de la extranjera, eligiendo caminos más largos para evitar lo que creían que era un mal.
Las historias se acumulaban a su alrededor: cada visitante añadía la suya y dejaba algo de sí mismo atrás.
Pero el tío Salih se mantenía a distancia, observando, consciente de que la extranjera con la que había convivido durante unas semanas se había convertido en el símbolo de toda la ciudad, el símbolo de lo que nunca habían comprendido y que habían cubierto con sus propias verdades.
Y cuando su nieto le preguntó por qué había tantas historias y cuál debía creer, el tío Salih suspiró con tristeza, evocando el recuerdo de la extranjera, y respondió simplemente:
«No les creas. Esa gente inventó sus propias verdades, convencida de que podían ser Dios... pero sin Su sabiduría, ni la más mínima pizca de Su misericordia».
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La adaptación al español se basa en la traducción al francés del árabe realizada por Rita Barrota.