La caída

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La caída

Relato sobre la República del Congo
Fann Attiki
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Fann Attiki

Es verano en el hemisferio sur (e invierno en el hemisferio norte), y durante el mes de enero, Literatur.Review los reúne a ambos a través de la publicación de relatos aún no traducidos o inéditos del norte y del sur de nuestro mundo.

Fann Attiki nació en 1992 en Pointe-Noire, Congo-Brazzaville. En 2011, se enamoró de la poesía mientras participaba en un taller de slam. En 2016, se trasladó a Brazzaville y se dedicó a escribir y actuar. Cave 72, su primera novela, fue galardonada con el Prix Voix d'Afriques en 2021.

No soy más que ceniza en una urna; ahora me cuento entre los incinerados. No debo mi condición ni a la tradición ni a un último deseo. Cuando morí, mi cuerpo estaba en tal estado que habría sido cruel enterrarme así. Me habría gustado estar en primera fila durante mi funeral. Me habría gustado ver cómo giraba la tierra sin mí. Me habría gustado oír a mi amante llorar de arrepentimiento por su traición y a mi madre perdonarme. Me hubiera gustado saciar mi soledad con cada lágrima que brotara por mí, verlas brotar sin cesar de los ojos de mis seres queridos. Me hubiera gustado ver a esos mismos seres queridos pidiendo misas para que mi alma atravesara las puertas del cielo. Me habría gustado oírles suplicar mi bendición, implorar mi protección, invocarme con conjuros incomprensibles y, de paso, convertirme en un espíritu que diera solución a sus problemas. Me hubiese reído de la ingenuidad de su fe, de la facilidad con la que creían que la muerte me convertiría en un fantasma todopoderoso, aunque sólo fuera divino en aliento y sangre. Siendo completamente honesto, yo no habría querido nada de eso, porque seguía deseando disfrutar de la vida. Pero siento la influencia de la gravedad arrastrándome hacia abajo, contra mi voluntad, a una pérdida de altitud muy cercana a los tres pisos por segundo. Siento cómo todo mi ser capitula bajo una corriente continua de pánico y miedo. Soy la marioneta de la desesperación. Sacude mis brazos en todas direcciones, tensa mis cuerdas vocales con un grito lastimero, despierta mi fe cristiana de su hibernación, vuelvo a creer en el milagro. La fatalidad me mira fijamente, aparto mis ojos de los suyos, niego esta realidad que me deja caer hacia mi perdición. Por paradójico que parezca, hasta ahora todo va bien. Lo importante no es la caída, sino el aterrizaje.

Estoy en mi segundo segundo de caída. Me esfuerzo por hacer acopio de una sobreabundancia de valentía, a pesar de la tragedia que se vislumbra en la lejanía del suelo. Gano el tira y afloja contra el miedo a un final inminente, y me tranquilizo al mismo tiempo pensando que esta muerte equivale perfectamente a una bala en la cabeza; a una decapitación en la guillotina; a saciar la sed con cicuta; a la caída de un rayo, en fin, me convenzo de que no sufriré. Intento morir con honor. Mis gritos cesan, y en ese momento me sumerjo en una serie de preguntas: ¿Cómo alcanzar el suelo sin que una sola víscera de mi anatomía quede hecha trizas? ¿Qué demonios había ido a hacer en aquella terraza?

"Hasta ahora todo va bien. Lo importante no es la caída, sino el aterrizaje."

Al entrar en el tercer segundo de la caída, sigo en la fase menos dura. Disfruto de las ráfagas de viento que golpean mi piel, cada vez distingo más a los espectadores que han detenido su marcha, su charla, para contemplar impotentes mi actuación olímpica. A medida que la vista del suelo se va haciendo más nítida, veo de repente la película de mi vida. "Así que es verdad, cuando miras a la muerte directamente a los ojos, ves pasar toda tu vida", me digo. Mi pasado se precipita en mi cabeza, más rápido que la velocidad de la luz. Soporto esta avalancha de reminiscencias que trae a mi memoria mis errores y fracasos. Mi conciencia sufre de remordimiento. Las cosas no mejoran cuando recuerdo mi primer beso; me provoca una opresión en el pecho. Sereno, soporto ese recuerdo indeleblemente aferrado a la memoria de mi corazón.

Recuerdo que sólo tenía siete años. Ciertamente, no era más que un beso inocente, vacío de esa solemnidad propia del romance; no eran más que dos labios apenas posados sobre otros dos. Sin embargo, se trataba de los labios de Sarah, la chica junto a la que había cursado mi primera clase en la escuela del Amor. Sarah y yo éramos vecinos. Nuestras casas, como nuestros sentimientos, se enfrentaban. Teníamos una amistad que daba rodeos románticos a través de la ternura. Nuestra historia estaba aún en los albores de su primavera, disfrutábamos plenamente de los días despreocupados de nuestra juventud, sin sospechar ninguno de los dos que la tormenta llegaría abruptamente. A mi padre le habían asignado una vivienda de empresa. Así que tuvimos que dejar el barrio y mudarnos lejos de Sarah. Recibí la noticia como quien recibe una puñalada. Estaba aprendiendo por las malas cómo el ascenso de unos desangra el corazón de otros. Mi alegría se había desvanecido, había perdido el gusto por los días, estaba descubriendo los aspectos insípidos de la vida. Mis padres se sintieron vergonzosamente culpables por mi primera pena de amor. Bajo el dictado de la compasión, decidieron, en connivencia con mamá Cécile, la madre de Sarah, darnos vía libre el día de mi partida. A Sarah y a mí nos tocó aprovechar el día sin preocuparnos del mañana, convertirlo en un día memorable en el que pudiéramos disfrutar al máximo el uno del otro. Aquel día, Sarah y yo nos entregamos a actividades sencillas, dignas de los ángeles que aún éramos: tomarnos de la mano; correr sin razón por la calle; rozarnos las narices; darnos de comer mutuamente con la dulzura de una madre que alimenta a su bebé recién nacido... Había recuperado la felicidad, había aprendido a vivir el momento porque cada expresión de alegría podía ser la última. La presencia de Sarah apartaba mi atención de la mudanza que se estaba produciendo al mismo tiempo. Me desconectaba de la realidad, hasta el punto de no darme cuenta de que los muebles estaban siendo trasladados de nuestra casa a la parte trasera de un camión. Cuando por fin llegó la noche, nos sentamos -todavía cogidos de la mano- en el sofá de cuero de mamá Cécile, en un rincón apartado del salón. El ambiente era tal que cualquier nimiedad nos provocaba ataques de risa. Estábamos rebosantes de alegría, hasta que la inminencia de mi partida disipó la magia de la ilusión. Mamá llamó a la puerta de mamá Cécile. Sarah y yo, aún de la mano, corrimos a abrirla. Sin esperar a ser invitada, mamá cruzó el umbral. Nos quedamos frente a frente.

- Es hora de irse, me había dicho antes de gritárselo a mamá Cécile, que se había refugiado en su habitación.

Soltar la mano de Sarah exigía demasiado esfuerzo. Me aferré a ella, hasta el último momento. El torrente de nuestras lágrimas silenciosas, que trazaban sus caminos por nuestras mejillas, había ensombrecido el ambiente. No más alegría, no más felicidad, no más risas; sólo corazones empapados de tristeza, ojos inundados por el dolor que infligía la perspectiva de una larga separación.

Tuve que obedecer al imperativo de mi partida. Aflojé la presión de mi mano sobre la de Sarah, mi falta de fuerza de voluntad había ralentizado el gesto. Sólo me quedaba el dedo corazón en contacto con su piel cuando decidió confesarme lo que nuestros padres y vecinos ya sabían. "Te quiero", dijo, con la voz cargada de tristeza, como si supiera que no volvería a tocarme ni a verme en toda su vida. "Yo también te quiero", le contesté. Tras lo cual, seguí los pasos de mamá, dejando que Sarah cerrara la puerta tras de mí. Antes de abandonar la casa, me volví para contemplar su rostro por última vez. En el fondo, también adiviné que nunca más volvería a verla.

"Hasta ahora todo va bien. Lo importante no es la caída, sino el aterrizaje."

En el segundo cuarto del tercer segundo de mi caída, mi tiempo en la tierra vuelve a pasar como un relámpago. Revivo una tras otra las desgracias y fracasos de mi pasado, esta experiencia me insensibiliza ante cualquier emoción. Desafío todos los niveles de indiferencia, hasta el punto de permanecer impasible ante el recuerdo del día en que mi padre partió hacia la eternidad. Aquel día yo tenía diez años y cinco meses. Recuerdo que hacía buen tiempo, papá gozaba de una salud robusta (o eso parecía) y ningún cuervo (ese pájaro de mal agüero, heraldo de sucesos macabros) había sobrevolado nuestro tejado. Nada presagiaba que la desgracia llamaría a nuestra puerta. Nada nos había preparado para la partida de mi padre.

Ese día, Alassane, mi hermano mayor, había ido a casa del tío Sam a petición de este.

"Alassane estará de vuelta antes de las seis de la tarde", había prometido a mamá, su hermana.

Sin embargo, al anochecer, Alassane seguía sin regresar. Papá, mamá y yo le habíamos esperado largo rato en el salón, delante de nuestro televisor de tubo catódico (hay que decir que la historia se remonta a mucho tiempo atrás, a la época en que todavía untábamos el pan con leche condensada azucarada Nestlé con el logo de los pájaros). Papá nos recordaba a menudo que en su casa, a todos aquellos cuya mayoría de edad era aún sólo un horizonte lejano, no se les permitía deambular por su salón más allá de las nueve de la noche. Pero aquel día, movido por una generosidad cuyo motivo aún desconozco, papá me permitió quedarme frente a la pantalla mucho más tarde de lo razonable.

- Son las once, susurró mamá al oído de su marido.

A aquella edad, yo estaba dotado de la madurez mínima necesaria para comprender que ella lo estaba invitando discretamente a unirse a ella en el santuario de su intimidad  lo cual demuestra que los tabúes agudizan el sentido de la sutileza. Papá, como buen esposo, aceptó la invitación de su mujer. Se dejó llevar al dormitorio; hay deberes conyugales que no se pueden eludir. Una hora más tarde, dejé de luchar contra el sueño, me metí en la cama y comencé mi descenso al país de los sueños. Alassane seguía sin regresar. Concluí que pasaría la noche en casa del tío Sam.

Estaba explorando el abismo del sueño cuando un coro inarmónico de voces, desconocido para mí, se alzó de repente. Podía oír oraciones que se entremezclaban, que se fundían, que se convertían en una cacofonía. Este estruendo se extendió de la veranda al salón, del salón a mis oídos, y poco a poco me sacó de mi sueño. Cuando finalmente abrí los ojos, me sentí como si acabara de acostarme. Fue entonces cuando Alassane irrumpió en mi habitación.

- ¿Qué es ese ruido de fuera? -pregunté.

Dejó un breve silencio entre nosotros, durante el cual leí la preocupación en su rostro.

- Papá ha tenido un ataque epiléptico.

Alassane me lo dijo con voz taciturna, la que utilizan las personas abrumadas por un suceso triste. Su anuncio me dejó atónito. Le miré a los ojos buscando cualquier atisbo de broma.

- ¿Cuándo has llegado a casa?

- Los ojos de papá se voltearon de repente, continuó Alassane, evadiendo mi pregunta en el proceso. Sólo se le veía el blanco de los ojos antes de que comenzara a convulsionar y se desplomara en el suelo. Tenía la mano derecha apoyada en el corazón, como si intentara contener un dolor inmenso . La baba caía de su boca. Su mano izquierda extendida hacia el techo, señalaba algo que sólo él podía ver. Papá no era capaz de emitir un grito. Mamá y el tío Sam lo llevaron al hospital...

A medida que él se adentraba en los detalles, podía ver la horrible escena desarrollándose en mi cabeza. Papá nunca había tenido epilepsia, ni ningún miembro de su familia. ¿Cómo explicar este repentino ataque a los cuarenta y cinco años? La algarabía en el porche cobraba sentido, las voces de fuera rezaban por su salvación. El sueño había abandonado definitivamente mis párpados. Quería salvarle, pero me sentía impotente. No podía soportar esa sensación. Al igual que las voces de fuera, me había entregado a Dios. De rodillas, con la frente en el suelo y los ojos cerrados, le había hecho mil y una súplicas, había implorado mil y una veces su misericordia. Pasó el tiempo, no sé cuánto, pero cuando mamá regresó del hospital, trajo consigo lágrimas y el amanecer de días tristes. Me abrazó, sin decir una palabra, y lloramos y lloramos y lloramos. A esa edad, yo tenía la madurez mínima necesaria para entender que Dios no había escuchado mis plegarias. Ese día papá se fue y mi fe también.

"Hasta ahora todo va bien. Lo importante no es la caída, sino el aterrizaje."

Mi vida sigue escurriéndose, incesantemente, ante mis ojos; mi alma se amputa más profundamente de la satisfacción de haberla vivido. Observo mi existencia, me digo que su brevedad tiene el mérito de inscribirme en el club de los treinta y tres años, colocándome así a la derecha de Jesús, Bruce Lee, Sam Cooke, Dj Arafat, Daniel Balavoine.... En el tercer cuarto del tercer segundo de mi caída, me asalta un torrente de recuerdos tan absurdos como hilarantes.

Entonces me vino a la memoria la vez en que Zagarino (mi tío), Zitisséno (mi tía), Chaco (mi primo) y yo sufríamos el aburrimiento de un día insípido y, para aliviarlo, decidimos jugar al fútbol. No un partido de fútbol clásico, sino Tiobo frappe, una variante extrema del fútbol que sólo se juega en la calle, donde cada uno juega para sí mismo y para nadie más. El objetivo del juego se resume en una simple regla: golpear, hasta cansarse, a cualquier jugador al que se le haga un "túnel". Tocar la pared más cercana pone fin a la masacre, o te permite escapar.

El tío Zagarino reinaba sobre sus sobrinos como un dictador inicuo sobre su pueblo. Nos inspiraba resentimiento e ira con la fuerza de su tiranía. No pasaba un día sin que sufriéramos sus estragos. Albergábamos en secreto la fantasía de abofetearle, con el máximo respeto hacia su estatus de tío, porque el desafío consistía en infligirle una paliza sin ser acusados de haber cometido una abominación, porque golpear a tu tío es una aabominación.El Tiobo frappe haría posible nuestro sueño. La fantasía estaba a un pequeño túnel de hacerse realidad.

En un torpe intento de placarme, el tío Zagarino había dejado pasar el balón entre sus piernas. Zitisséno, Chaco y yo le rodeamos inmediatamente, antes de abalanzarnos sobre él, inmovilizándole contra el suelo. Por fin podíamos desahogarnos golpeando su espalda. Recibió nuestros puñetazos, nuestros golpes con las palmas de las manos, nuestros chancletazos e incluso nuestras garras, mientras reprimía la más mínima lágrima. Era alto y robusto, así que tenía que ser fuerte. Aguantó en silencio, arrastrándose con todo el esfuerzo del mundo para tocar el muro de una valla situada a unos dos metros de nosotros. Su resistencia y valentía nos dejaron asombrados. Se arrastró, reduciendo lentamente la distancia que le separaba del muro. Cerca de la meta, extendió la mano derecha. Su dedo corazón estaba casi allí, a cinco milímetros de la valla, cuando Alassane apareció de la nada y pateó la mano del tío Zagarino como si fuera un balón. Después lo agarró por las piernas y lo arrastró hasta el centro de la calle. El tío Zagarino, hasta entonces insensible y valiente, sucumbió a las lágrimas calientes al ver que su mano, que estaba a punto de tocar el muro, se alejaba de él más rápido de lo que se había acercado. Todos sus esfuerzos se redujeron a nada. El tío lloraba como un niño. La escena nos sumió en un estado de risa incontrolable. Con esas carcajadas, nuestra venganza llegó a su fin. No eramos sádicos, solo buscábamos vengarnos.

"Hasta ahora todo va bien. Lo importante no es la caída sino el aterrizaje."

En el cuarto cuarto de mi tercer segundo de caída, un recuerdo más reciente me pellizca el corazón. Data precisamente del día anterior. Me veo intercambiando con mi madre una acalorada conversación. La oigo cuestionar la integridad moral de mi futura esposa, acusándola explícitamente de infidelidad. Me veo defendiendo a mi amada. Me escucho llamando a mi madre mentirosa y egoísta, acusándola a su vez de interponerse siempre en mi felicidad, exigiéndole -con firmeza- que salga de mi vida para siempre. Ahora la pena me corroe, porque recuerdo todos los sacrificios que ella hizo: para permitirme continuar mis estudios; para mantener el mismo estilo de vida que teníamos antes de que papá se fuera. Mis recuerdos me clavan en la cruz de los hijos indignos, más aún cuando recuerdo que nunca le dije: "Te quiero, mamá". Estoy cayendo hacia mi final. Ya no tengo ninguna posibilidad de hacerle escuchar mi contrición. Muero dejando a mi madre un dolor eterno.

"Hasta ahora todo va bien. Lo importante no es la caída sino el aterrizaje."

Al cuarto segundo de mi caída, mi cabeza no está lejos del suelo. La paz me abandona; el pánico tiene vida propia. Una ventana abierta en el tercer piso del edificio aparece justo en mi trayectoria. Siento la tentación de cometer una última indiscreción; un vistazo inocente no haría daño a nadie. Veo a una mujer de tez clara con un vestido de novia -el mismo que el de mi amada, que era supuestamente exclusivo- abrazando a un hombre alto y negro con rastas. El entrelazamiento de sus cuerpos sugiere un lánguido intercambio de besos, con la pasión de dos libidinosos, cansados de impulsos largamente reprimidos. Apenas me intriga el detalle del vestido cuando mi cabeza golpea el suelo. Mis sesos se derraman sobre el pavimento. Mi cuerpo estalla como un globo pinchado. Los testigos se preguntan por qué caí. Todos satisfacen su curiosidad con la inmensidad de su imaginación.

Antes de la caída

Utilizaría palabras como ansiedad, presión y excitación para describir mi estado de ánimo una hora antes de la ceremonia de mi boda. Algunos de mis padrinos se estaban anudando la corbata, otros se estaban apretando el cinturón y otros se estaban limpiando los zapatos. Yo estaba ausente, aunque rodeado de mis amigos más íntimos. Estaba pensando. Me preguntaba si había tomado la decisión correcta, si estaba realmente preparado para asumir aquella nueva vida. Mis padrinos sugirieron que saliéramos a la terraza a fumar un poco de hierba para quitarme toda la presión que estaba acumulando. Aprobé la idea. Tras unas caladas, me serené. Y no sólo yo. Mis padrinos se habían quitado los trajes e improvisado una competición de malabares con un balón de fútbol abandonado en el lugar. En cuanto a mí, me había acercado al borde de la terraza. Talonario de mierda en mano, contemplaba la vida a cientos de metros por debajo cuando el balón me tocó la nuca y me empujó hacia delante. Me lancé al vacío a pesar mío. Tras un segundo de caída me dije:

"Hasta ahora todo va bien. Lo importante no es la caída, sino el aterrizaje."