En el mundo y más allá...

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En el mundo y más allá...

La prosa del silencio que se repite
Foto Ghizlan Touati
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Ghizlan Touati

Ghizlan Touati es una escritora argelina especialmente interesada en la condición femenina en la Argelia actual. Es autora de dos colecciones de relatos cortos: Les femmes ne font pas ça (Las mujeres no hacen eso), publicado en 2022, y Une mauvaise période pour acheter du poisson (Un mal momento para comprar pescado), publicado en Egipto en 2024. También ha publicado varios artículos sobre cuestiones femeninas y cultura.

Retratos de una mujer sola...

Todos los días se sienta en la cafetería, en la tercera mesa a la izquierda, en la esquina de la calle. La cafetería da a una amplia intersección; las sillas y las mesas se distribuyen en tres lados, formando ángulos rectos. Sin embargo, ella siempre se sienta en el mismo sitio y, si olvidamos el riesgo de que las sillas se muevan o se reorganicen de un día para otro, podríamos decir que ocupa invariablemente la misma silla.

Su cabello sigue siendo negro —se lo tiñe regularmente—, liso y cuidadosamente peinado. El pintalabios resalta sus labios, muy finos, que, exagerando un poco, podrían compararse con un pico en cuyo extremo se consume un cigarrillo siempre encendido. Lo sostiene entre dos dedos con uñas pintadas, brillantes, a veces de un rojo intenso, a veces de color verde o incluso amarillo.

Así sentada, bebe té, café, a veces también una cerveza de 473 ml, y observa. Nunca se cansa de mirar a los transeúntes. Cada día elige un tema sobre el que reflexionar; a veces dedica todo un día a examinar los zapatos de quienes pasan y, al caer la noche, toma numerosas notas sobre sus formas. Un día escribe, por ejemplo: «Un hombre alto, con zapatos rojos, solo una pequeña parte limpia, el resto sucia. Quizás el color rojo sea el resultado de la suciedad y no el color original...».

Otro día de invierno, se pone a mirar las piernas de las mujeres. Pero una lluvia torrencial le impide verlas desde los pies hasta las rodillas: está sentada dentro de la cafetería y solo distingue el mundo a través de las ventanas cubiertas de gruesas gotas, surcados por pequeños ríos. Esta visión borrosa la lleva a escribir: «Hoy he visto la rodilla de una mujer que seguramente tenía más de sesenta años, porque su rodilla estaba un poco pálida y no llevaba esas medias brillantes y transparentes que cubren la piel y hacen que las rodillas y las piernas parezcan bonitas y lisas; pero esa rodilla no era nada lisa». Añade tres puntos, sin preocuparse por lo que puedan sugerir, puntos que despiertan la curiosidad...

Otro día, ve a un niño caminando junto a su abuela, cogidos de la mano. Bebe de su café y fuma de un cigarrillo que está en el cenicero, luego coloca un libro y un bolígrafo delante de ella y comienza a anotar sus observaciones en las páginas en blanco de la guarda que hay al principio y al final de cada libro —esas páginas cuya razón de ser siempre se ha cuestionado, por qué existen, por qué las ponen ahí. Ese día solo escribe una observación: «El niño le dice a su abuela: "No te quiero nada, yo solo quiero a mamá y a papá, pero me obligan a quedarme contigo". Retira la mano de la suya gritando: "No te quiero"». Añade una breve nota, casi un análisis psicológico: «Nadie puede obligar a otro a quererlo, y menos aún si se trata de un niño». Luego escribe tres signos de interrogación, cierra el libro y se termina el cigarrillo mientras el café se enfría, como cada día, en silencio. 

Esta mujer viste de blanco, a veces de rojo, a veces de amarillo y, aparte de tomar notas, practica otra afición: ya sea sentada, de pie o caminando, pide a los demás que la fotografíen. Un hombre pasa por delante de ella y ella le pide que le haga varias fotos. Con el cigarrillo en la mano, las piernas cruzadas o la espalda apoyada en la silla, se mantiene erguida, casi como un soldado ante su superior. Se suelta el pelo y sonríe, dejando ver unos dientes muy blancos y un lunar que tiene escondido en el pliegue de la mejilla levantada. El hombre la fotografía y sonríe, mientras ella le pide que espere un momento hasta que esté lista.

Una mañana de otoño, pasea por la ciudad envuelta en un perfume intenso que lleva como si fuese parte de su indumentaria. El cielo está nublado y amenaza con llover. Detiene a una joven que parece tener prisa, pero no le importa la prisa que lleva. Le pide que le haga una foto y le tiende su móvil; a pesar de todo, la joven accede. A continuación, le pide que espere a que pase todo el mundo. No quiere que nadie aparezca detrás de ella en la foto, no quiere que su día nublado se arruine por la aparición de un hombre obeso, una mujer apoyada en un bastón o un joven despeinado que sostiene un paraguas antes de que empiece a llover. «Espera a que la calle esté despejada», le dice, y cuando la joven se dispone a responder, la interrumpe: «Solo son unas fotos, ¿acaso se va a acabar el mundo mientras hacemos una foto?». La joven guarda silencio y espera a que la calle esté despejada.

Después de cada sesión fotográfica, vuelve a casa, se ducha, despeja su asiento, envuelve cuidadosamente su cuerpo delgado y limpio de perfume y maquillaje, se mira largamente en el espejo y luego se sienta a contemplar las fotografías: las de la mujer que se pone cada día para que viva en su lugar.

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Vamos a partirle la cara al mundo...

A esta mujer —escribí una historia sobre ella puede que hace dos o tres días— la vi hoy. Se disponía a sentarse a su mesa, apartó la silla que tenía enfrente, acercó la de la derecha y delimitó su espacio personal. Llevaba el cabello negro recién teñido y los labios pintados como un puerto rojo que aguarda a los ausentes. Me gustó el color de sus labios. Pasé junto a ella y, por primera vez, le sonreí cuando levantó la vista hacia mí, después de terminar de acomodarse. Entonces colocó sobre la mesa un paquete de cigarrillos adornado con una imagen repugnante, destinada a disuadir de fumar, que como todas las cosas que se ponen en marcha para reprimir, solo aumentan el deseo por aquello que se prohíbe.

Me miró con unos ojos cuya expresión aún no consigo descifrar y luego se rió con familiaridad. Yo también me reí, porque por fin entendí lo que se esperaba de mí en esta relación, porque verla a diario me producía la impresión de conocerla perfectamente; bastaba con hablarle, sonreírle. Entonces me interpeló rápidamente, como alguien que estaba esperando su momento, y me dijo: «¿Sabes qué? Tengo muchas ganas de partirle la cara al mundo». Le sonreí, complaciente, y respondí: «Adelante». Ella dijo: «Hagámoslo. Vamos».

En la mesa de enfrente, un hombre intentó entrometerse en la conversación de esas dos mujeres que querían partirle la cara al mundo. Negó con la cabeza, me sonrió primero —tal vez porque yo estaba entre su mesa y la de ella— cogió su vaso de cerveza, dio medio sorbo —o un sorbo pequeño— y dijo: «Vamos».

Así que éramos tres: dos mujeres y un hombre deseosos de partirle la cara al mundo. ¿Acaso las revoluciones no comienzan con un deseo, con una persona, con una mujer, con dos, con un hombre? Conozco una revolución que comenzó con un gato... Pero preferí esconderme en mí misma y renuncié al proyecto de partirle la cara al mundo. Pero no se preocupen, le prometí a aquella hermosa mujer que lo haríamos algún día, más pronto o más tarde. Lo haremos en cuanto me libere del miedo, de la vida y de la libertad... Le partiremos la cara al mundo.

Llegó su taza de café. El hombre se terminó la cerveza... Yo, en cambio, llegué a la puerta del edificio.

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Una jaula vacía...

Por mi parte, me quedaba sentado allí observándola, bebiendo una taza de té o un vaso de agua, ni más ni menos, durante días que ya no contaba y que no quería contar, en el balcón frente al suyo, que ella abría todos los días a las diez de la mañana. Me despertaba y me preparaba para seguir los acontecimientos... Primero echaba un vistazo rápido y luego volvía unos minutos más tarde con una jaula vacía y la colgaba. La miraba, pero no lograba descifrar su mirada. A veces me parecía que era una mirada triste; otras veces, sonreía desde el balcón —yo veía claramente su sonrisa—; otras veces, tenía la mirada vacía.

Una vez se detuvo y me miró intensamente durante cuatro minutos, como hace con la jaula, como si no me viera a pesar de su atención, durante cuatro minutos enteros, como si los estuviese contando. Yo también empecé a contarlos: siempre miro el reloj cuando se trata de ella. Luego volvió al apartamento, no sabía qué hacía allí...

Preparo el té y lo llevo a la mesa que instalé allí hace algún tiempo, exactamente desde que oí gritos procedentes del otro lado, del edificio frente a mi apartamento, al que nunca había prestado atención. Hay cosas que, aunque estén delante de mí, no las veo, y otras que basta con que las vea una vez para que me obsesione con ellas y las persiga. Así comenzó mi historia con ella.

Me había acostumbrado a sentarme por las mañanas en el balcón que da a la calle para tomar té y observar los árboles, como un mero pasatiempo decorativo, ya que los árboles no cambian, no se mueven. Eran árboles ornamentales que no perdían las hojas y no se inclinaban, como si estuvieran fijos. En realidad, los detalles del árbol solo han cambiado una vez desde que me mudé allí, hace tres años. Un pájaro vino a construir su nido, y cuando sus huevos eclosionaron y los polluelos comenzaron a volar, se fue y el nido se derrumbó bajo el efecto de la lluvia. Duró treinta días. Desde entonces, el árbol dejó de tener importancia para mí...

Los gritos eran muy agudos; me daba la impresión de que provenían de las paredes del apartamento. Por un momento, debido a mis viejas obsesiones, creí que esos gritos provenían de las habitaciones y de las puertas. Quizás mi imaginación me jugó una mala pasada y creí en la ilusión de que las casas podían estar embrujadas por fuerzas invisibles, que gritaban cuando recordaban un crimen ocurrido en el lugar. Pero aquí no había pasado nada: soy la primera inquilina, el apartamento es nuevo y tiene dos balcones, uno grande que da a la calle, frente al árbol, y otro que da a un amplio patio interior...

El día que conocí a Zhour, gritaba de pie en su balcón, sosteniendo una jaula vacía. Cuando me vio, sonrió y se marchó apresuradamente... Me dije: «Todo ese griterío por una jaula vacía», y me fui.

Pero algo en ella me empujó a observarla, una curiosidad oculta que la convirtió en mi heroína cotidiana favorita, y la jaula vacía que colgaba todos los días, en la fuente de mi desconcierto... durante un cuarto de hora. Cambia su vestido rojo por uno azul, rosa, amarillo o gris, un color diferente cada día, pero el primer vestido que se pone cada mañana para colgar la jaula es de encaje rojo, largo, con mangas transparentes. La observé durante cuatro meses seguidos, sin interrupción, y nunca cambió ese vestido rojo. Cada vez me miraba de manera distinta, y yo sonreía, tratando de mostrarle mi admiración cada día más que el anterior. Nunca me había interesado tanto por alguien como por ella...

El primer día del quinto mes, Zhour no apareció en su balcón... La esperé, pero no salió y la jaula no estaba colgada. Durante mucho tiempo me reproché haber dormido hasta muy tarde. Quizás se había ido temprano por una urgencia, quizás había dormido más tiempo, quizás alguien la había visitado... Llegó el mediodía y ella no apareció; se puso el sol y cayó la noche. A las nueve de la noche, las luces de su apartamento seguían apagadas...

Algo dentro de mí me decía que corriera hacia ella y llamara a la puerta de su apartamento, como suelen hacer los vecinos en las películas... Ella no me conoce, yo no la conozco: ¿qué le iba a decir? ¿Preguntarle por qué no había colgado la jaula? ¿Por qué no se había puesto el vestido azul? «Hoy es miércoles, el día del azul. No has cambiado las plantas de sitio, el sol las ha quemado por completo; el macetero está vacío, no lo has llenado de agua, las palomas morirán de sed si no lo haces... Hoy no he tomado té porque no has venido». Y mientras repetía mi discurso y organizaba mis palabras, descubrí su importancia para las cosas... ¡para mí!

Llamé a la puerta de su casa suavemente, un golpe, dos golpes seguidos, luego cuatro, luego un golpeteo continuo... Me fijé en que había un timbre en el lado izquierdo de la puerta. Lo pulsé suavemente, luego más fuerte, luego con fuerza, como si el sonido brotara de mis dedos.

Se abrió la puerta del apartamento de enfrente y apareció una mujer que intentaba mostrarse amable y atenta. Primero le pregunté —porque no me gustó su mirada—: «¿Sabe si la mujer que vive en este apartamento está aquí?». Se incomodó, o al menos eso es lo que dejaban entrever sus facciones. Entonces le expliqué que era su vecina, del edificio de enfrente, y que solía verla todos los días. Recurrí a la mentira, construí frases que daban a entender que conocía bien a Zhour.

Ella dijo: «¿Zhour?».

Me vi obligada a confirmar el nombre: a esa mujer no se le habría ocurrido que estuviera buscando a alguien cuyo nombre no sabía. Repitió «Zhour» y negó con la cabeza. «No creo que nadie la haya visto desde hace un año».

Luego, antes de que yo hiciera ningún gesto o dijera nada, añadió:

«Vivía aquí. Pero un día el pájaro se mató. Colgaba la jaula allí, en el otro balcón, y se le cayó... Ella murió una semana después».

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Relatos inéditos.

Adaptación al español basada en la traducción al francés del árabe realizada por Ghizlan Touati