Celebraciones pirotécnicas en torno a una desfloración

Es verano en el hemisferio norte e invierno en el sur. Motivo suficiente para unir verano e invierno en el número de agosto de Literatur.Review y publicar relatos inéditos o aún sin traducir del norte y del sur de nuestro planeta.
La escritora y profesora de arquitectura yemení Nadia Al-Kawkabani es autora de seis colecciones de relatos: Zafrat Yasmine (2001), Dahrajat (2002),Taqashur Ghaym (2004), Nisf Anf... Shifah Wahida (2004), Adah Laysat Sirriyah (2012) y Al-Asfar Laysa Bob Esponja (2023).
También ha publicado cinco novelas: Hubb Laysa Illa (2006), ʿAqilat (2009), Sanʿaʾī (2013), Souq ʿAli Mohsen (2016), y Hadhihi Laysat Hikayat ʿAbdu Saʿid (2024).
Ha sido galardonada con el Premio Souad Al-Sabah de narrativa breve (Kuwait, 2000), así como con el Premio del Presidente (Yemen, 2001). En ficción, ha ganado el Premio Katara de novela inédita dos años consecutivos, en 2023 y 2024.
Incluso si supiera que lo que hizo la destruiría, acabaría con sus sentimientos, mataría la emoción más sublime que una mujer puede conocer o soñar con conocer, y la privaría para siempre del placer más noble... no le habría importado. Porque, sencillamente, ella no le importaba. Simplemente no entraba en sus cálculos. Sin embargo, era su hija (¿pero qué hija? ¿De qué esposa? No lo sabía. Sólo lo recordaba si se lo repetían, o según el afecto que sintiera por su madre). El jeque estaba ocupado en otros asuntos, asuntos importantes: los de la tribu, los del pueblo, los del barrio... En cuanto a las cuestiones de sus hijos, tenían sus asistentes: sirvientes especializados en las tareas domésticas, la comida y la educación.
Lo extraño es que la educación era muy importante para el jeque. Deseaba que todos sus hijos la recibieran, las niñas antes que los niños, impartida por los sabios más eminentes y los mejores maestros de retórica, gramática y morfología. Pero las cosas tomaron otro cariz cuando llegó a sus manos una carta de admiración dirigida a su hija de parte de un joven cuyo nombre, apariencia o color de piel ella se negó a revelar por una sencilla razón: ¡no lo conocía!
Ni por un momento se planteó que ella pudiera estar diciendo la verdad, a pesar de que nunca salía ni entraba sin compañía. No se le ocurrió preguntar a la sirvienta cómo había llegado hasta allí aquella maldita carta, que su pobre hija no había leído aún. Su único delito fue que su nombre aparecía en ella, a pesar de que el papel estaba arrugado y la letra apenas se distinguía.
Montó en cólera, convencido de que el asunto iba mucho más allá. Se puso a buscarla: ¡a su hija delincuente, que aún no había cumplido los diez años! La encontró jugando con sus amigas frente a la casa, en la zona reservada para las mujeres. La agarró por el cuello como si atrapara a un insecto. El susto la paralizó. No dijo nada. Ni siquiera tuvo tiempo de preguntar. No tuvo ni la oportunidad de despertar de la pesadilla que acababa de comenzar...
(1) Mazzayna: mujer encargada de acompañar a la novia a casa del marido y esperar en la puerta a que le entreguen el pañuelo manchado de sangre, que luego lleva a la familia de la novia. Este acto da lugar a una ceremonia llamada "fiesta del pañuelo".
Se desplomó sobre ella aquella gran montaña que parecía inamovible. Ese cuerpo enorme, ese líder tribal, ese protector de su pueblo, cayó sin piedad. La registró. La despojó de su ropa interior para asegurarse por sí mismo de su virginidad, aquella maldita membrana sobre la que ella no sabía nada... hasta ese momento.(Esa membrana que él sabía desgarrar tan bien, con tanta facilidad, prueba renovada de su virilidad intacta, que ni los años ni el tiempo habían arañado. Dos desfloraciones al año: tal era el ritmo de sus nupcias, con las muchachas más jóvenes y bellas tanto de la aldea y como de las aldeas vecinas.)
La pobre... con la boca abierta, los ojos desorbitados, ¡aún no comprendía lo que le estaba ocurriendo! Él se apresuró a mandar llamar a una experta en hímenes, una mazayna (1), para asegurarse una, otra y otra vez, de que su honor no había sido mancillado por aquella desgraciada que se había atrevido a amar, a sentir, y hasta a recibir cartas de amor. Porque si lo hubiera hecho, la mataría sin que nadie le pidiera cuentas. ¡Y nadie lo habría cuestionado! Ni siquiera su madre, locamente enamorada del jeque hasta la médula, dispuesta a todo para contarse entre sus cuatro esposas permanentes en cuanto él se volviera a casar.
(2) Mahjara: forma dialectal de la palabra "zaghrouda" (ululación festiva), utilizada principalmente en las regiones del norte del Líbano.
Esa misma madre que había lanzado un mahjara (2), cuando la mazayna anunció finalmente al jeque que su hija era inocente, que su himen estaba intacto, que su sagrada virginidad no había sido tocada.
Sin embargo, a pesar de todas esas confirmaciones, el jeque no quedó convencido.
(Ya es difícil convencer a los jeques de cualquier tontería... ¡Cuánto más cuando se trata del más enterrado de los secretos, el mayor de los misterios!).
Así que decidió zanjar la duda de una vez por todas: casaría a su hija. Cuanto antes. Al día siguiente. Con uno de sus fieles servidores, un hombre cuya lengua podría acallar si resultaba que había comprobado mal la virginidad de su hija... o si, por casualidad, la mazayna había mentido por miedo al castigo.
Toda la tribu estaba al corriente de los preparativos de la boda de la hija del jeque, excepto ella.
La llevaron, sin explicación alguna, a una cámara nupcial cuidadosamente decorada. Ella, que aún no se había recuperado de la conmoción causada por su padre, sufrió otra más: la de encontrarse encerrada, sola, con un hombre al que no conocía, cuyo nombre apenas había oído. Un hombre que le presentaron como fiel servidor del jeque.
El estupor de ver cómo se acercaba a ella, la tocaba, jugaba con su inocencia y acogía sus lágrimas con una forma de vacilante compasión antes de decidirse finalmente a posponer lo que el jeque esperaba tras la puerta.
—¿Estás loco? ¡Ahora, imbécil!
Entonces el jeque irrumpió en la habitación. Abrió la puerta de una patada y ordenó que trajeran una cuerda para la rebelde. Con sus propias manos, la ató de pies y manos. Se deleitó con sus gritos y súplicas, que nadie atendía. Saboreó romperla hasta lo más profundo de su ser.
Obligó a su sirviente a violarla delante de él, para ver, con sus propios ojos, cómo fluía la sangre.
Y lo vio. La vio. La vio brotar, densa, cálida, de un lugar que imaginó oculto en lo más íntimo de su ser.
Entonces su rostro se iluminó: éxtasis, alegría, alivio, orgullo.
Por fin se había roto aquel célebre himen, el mismo que lo había obsesionado, que lo había atormentado con la duda constante, con la incertidumbre de si realmente existía o no.
Una carga que le había agobiado durante día y medio, desde que aquella carta maldita había caído en sus manos.
(3) Zaghārīd: ululaciones de alegría proferidas por las mujeres en las bodas o celebraciones, sobre todo en las sociedades árabes rurales.
Saltaba de alegría. Se acercó a ella, la abrazó: a su hija la casta, la pura, la intachable. Le pidió perdón por lo que había hecho. Tenía que asegurarse, tenía que estar seguro de que no lo defraudaría.
Se disculpó, mientras su cuerpo aún temblaba de miedo, mientras su sangre seguía burbujeando caliente por todos los rincones de la tribu.
Decidió celebrarlo. Ordenó que trajeran la mayor cantidad de fuegos artificiales, para hacerlos estallar en el cielo sobre la aldea, en lo alto de la montaña, a solo dos pasos del cielo.
Los zaghārīd (3) de las mujeres sonaron durante medio día, hasta llegar a las tribus lejanas. Los disparos de júbilo retumbaron con tanta fuerza que ensordecieron los oídos.
Ella le miró con toda la amargura del mundo congelada en el rostro.
Pero él no se inmutó.
Ni le recriminó aquella mirada que le escupía en la cara.
Todo aquello carecía de importancia, ante el inmenso logro de su probada virginidad.
(4) Maḥrās: refugio o espacio de vigilancia anexo en una granja, común en entornos rurales.
En medio de los estruendosos festejos, el jeque tomó una decisión: evitarse otra posible humillación casando a la hija menor, de ocho años, con uno de sus hombres. La consumación del matrimonio se pospondría hasta que ella tuviera doce años. No quería volver a soportar semejante preocupación.
(5) Ghawāth: palabra dialectal que designa un plato pequeño, una comida que se toma a mediodía. Como los aldeanos desayunan temprano, el gawath se toma entre el desayuno y el almuerzo.
Pero el hombre al que había confiado la carga de preservar la virginidad de la niña durante esos cuatro años, no podía esperar.
Con una calma desarmante, la niña fue a ver a su padre. Le contó, con toda la inocencia de su edad, que su hombre la había llevado a los maḥrās (4) de la granja cuando ella había ido a llevarle su ghawāth (5) del día. Allí, en la oscuridad, él la había herido, era una herida entre los muslos de la que había manado sangre.
Ella no había visto nada. Estaba demasiado oscuro para comprender qué había pasado.
El jeque buscó a este traidor durante mucho tiempo.
Pero nunca, nunca lo volvió a ver.
(La adaptación al español se basa en la traducción al francés del árabe realizada por Rita Barrota).