Canción para la luna

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Canción para la luna

Un cuento corto de Qatar
Huda al-Naemi

Huda Al-Naimi es una escritora qatarí con un doctorado en física médica. Trabajó durante muchos años en un centro médico antes de dedicarse por completo a la escritura. Paralelamente a su trabajo en el campo de la medicina, empezó a publicar cuentos en 1997. Ha publicado varias colecciones de cuentos (Al-Makhla, Anatha, Abatil, Halat Tashibna) y, en 2012, una obra de teatro infantil (Al-Naba Al-Dahabi). Posteriormente publicó una colección de cuentos (Qamt) en revistas infantiles de todo el mundo árabe, un relato autobiográfico (Hinnib al-Nakhil) en 2021 y su novela (Za'farana) en 2024. Fue seleccionada como miembro del jurado del Premio Booker Árabe en 2012 y como miembro del jurado del Premio Katara de Literatura Árabe en 2018. Ha participado en numerosas conferencias por todo el mundo árabe.

Ahmed me cogió de la mano y en ese momento sentí que todos los colores del arco iris inundaban mis mejillas. Caminamos entre quienes habían venido a felicitarnos y darnos su bendición. Ahmed sostenía mi mano izquierda, y en la derecha yo llevaba un ramo de flores adornado con cintas blancas. Se lo tendí a mi madre al bajar tres escalones. Había pasado de ser una novia celebrada, el centro de atención en el gran salón de aquel lujoso hotel, a convertirme en la esposa de Ahmed, a quien había conocido apenas unos meses antes, cuando había venido a pedir mi mano en matrimonio, y yo acepté. Mi marido tomó mi mano, la besó y me habló con una voz calmada que pude oír por encima del ruido de los panderos:

—Nuestra primera hija será una luna... se parecerá a ti.

Escuché la voz de mi madre mientras salíamos del salón. Estaba haciendo ululaciones, y percibí un sollozo en su voz. La oí desearme felicidad y una vida tranquila junto a mi esposo. La escuché decirle que me cuidara bien, que nunca me descuidara ni me abandonara. Entre sus lágrimas y sus risas —que ocultaban su alegría, su miedo, su júbilo, su nerviosismo, su felicidad y su ansiedad por el futuro— apenas podía disimular el alivio mezclado con esa preocupación constante que la acompañaba desde mi compromiso con Ahmed. Me volví hacia ella y la vi alejarse para evitarme escuchar su llanto.

Ahmed jamás traicionó la confianza que yo había depositado en él. No defraudó la imagen que me había formado de él durante nuestros meses de noviazgo. Estaba feliz de que yo fuera su prometida, de que me convirtiera en su esposa y en la madre de sus futuros hijos. Llenó de alegría nuestros días, y mi madre se sentía tranquila al saberme en manos de Ahmed, quién escribía poesía no hacía mucho, antes de conseguir un puesto de ingeniero en una empresa petrolera a dos horas en coche de la capital. Todos los días me decía que iba a volver a escribir, a componer poemas para su hija, la que, según él, pronto llevaría en mi vientre. Hablaba de ello con una seriedad absoluta, como si ya viera frente a él a esa hija que se parecería a mí, a la que recitaría versos y colmaría de amor, sin prestar atención a mi asombro ni a mis risas incrédulas.

Y aunque los signos del embarazo tardaron casi dos años en aparecer, Ahmed nunca se preocupó al respecto. Nunca me pidió que fuera al médico o al hospital. Solía repetir, a todo el que lanzaba insinuaciones, hacía comentarios maliciosos o enviaba bajo cuerda mensajes envenenados:

—Cada cosa a su tiempo.

Oculté a mis amigas los secretos de mi relación con Ahmed. Temía hablar de mi marido, tal como me había aconsejado mi madre. De hecho, fue ella quien me ayudó a quejarme ante los demás de las prolongadas ausencias de Ahmed a causa de su trabajo, del retraso del embarazo —que ya rozaba los dos años— y de la ansiedad que me consumía. Sin embargo, Ahmed —aunque eso no fuera cierto— no estaba realmente preocupado. Mi madre me había aconsejado fingir esa preocupación, decir que estábamos consultando a los médicos y siguiendo sus indicaciones. "El mal de ojo existe", repetía sin cesar. Yo escuchaba sus palabras. Me quejaba de la ausencia de Ahmed y del retraso del embarazo a cualquiera que intentara inmiscuirse en mi vida privada. Y si esas quejas bastaban para tranquilizarme y desviar el mal de ojo, que así fuera. No quería que esa mirada maliciosa alcanzara a Ahmed, ese hombre que parecía salido de una novela romántica, fruto de la imaginación de un escritor que bebe su café en una terraza frente al mar, acariciado por la brisa marina y el sonido de las olas. Así imaginaba yo a ese escritor ficticio, escribiendo la historia de mi hermosa vida. Escondí a Ahmed en los pliegues de mis días felices, y los colores del arco iris seguían tiñendo mis mejillas cuando me hablaba de su hija, la que se parecerá a mí, y del mimo y el cariño con que la criará.

Cuando mi vientre empezó a crecer, incluso antes de saber el sexo del bebé —algo tan fácil de conocer hoy en día—, Ahmed empezó a escribir una canción para su hija. Escribió una palabra, luego dos, y me prometió que terminaría la letra al día siguiente.

—Oh luna que cautivas mis lunas

Ahmed escribió su amor por la hija que, según me aseguró el día de nuestra boda, se parecería a mí.  Y yo le creí tanto, tanto, que comencé a hablar con mi hija cuando aún estaba en mi vientre. Le decía que le cosería vestidos tan coloridos como los míos, que cada uno de mis vestidos tendría una versión en miniatura para ella. Seguiremos, Ahmed, mi hija y yo, la imagen escrita por este autor imaginario que sólo yo puedo ver, este escritor romántico sentado en su balcón, quizás en Marbella en España, o en la ciudad costera de Cancún en México, que nos dibuja allí con palabras: a mí, a Ahmed, y a mi hija, que se parece a mí.
Ahmed tardaba en terminar su canción, o su poema. No lo apremié para que la terminara, ocupada como estaba en comprar telas de colores con las que un día cosería dos vestidos: uno para mí y otro para mi hija. Acabé olvidando la canción, olvidando el poema. El trabajo agotador de mi marido monopolizaba toda su atención, y le ocupaba más tiempo del que podía dedicarme. Aún así, Ahmed me colmaba de cariño y atenciones.

Hasta que llegó el día del ultrasonido, y supe que lo que crecía dentro de mí era, en efecto, la hija de Ahmed —esa que se me parecería, como había dicho la doctora sin saber que estaba repitiendo una profecía hecha por él el día de nuestra boda. Llamé a Ahmed al trabajo y le dije que su predicción estaba a punto de hacerse realidad, que lo que crecía dentro de mí era su preciosa niña. Ahmed lanzó un grito de alegría y repitió:

—Oh luna que cautivas mis lunas.

Me prometió que terminaría el poema ese mismo día. Una hora más tarde, me llamó para decirme que lo había terminado y que lo recitaría en mi presencia y en la de nuestra hija, que ahora podía escuchar su voz. Le rogué que me leyera algún verso, pero se negó. Dijo que nos lo leería a mí y a nuestra hija todos los días y que, cuando ella aprendiera a hablar, cantaría esa canción, bailaría al son de su letra, y que él le escribiría aún más versos.

Estaba a punto de continuar hablando cuando lo interrumpí con una broma, diciéndole que quizás me pondría celosa si nuestra hija acaparaba todo su amor. Para demostrarme que su amor por mí no disminuía, me dijo que saldría de la oficina de inmediato, vendría a besarme en la mejilla y luego me recitaría su poema. Justo antes de colgar, repitió:

—Oh luna que cautivas mis lunas.

Colgué el teléfono, e imaginé al escritor que dibujaba mi vida con palabras mientras tomaba café en su balcón frente al mar. Le sonreí y le di las gracias, luego fui a perfumar la casa con la fragancia que le gustaba a mi esposo, y puse la música evocadora que tanto le gustaba. Me fui a elegir un vestido que marcara el tamaño de mi vientre para que Ahmed pudiera ver a su hija por primera vez envuelta en un precioso atuendo.

Pero Ahmed no volvió a casa. Se demoró mucho, y su teléfono permaneció apagado todo el tiempo. No volvió ese día, el día en que se había enterado de que su hija llegaría a sus brazos cuatro meses después. No volvió después de haber recitado las primeras palabras de su poema, el que había terminado sin que yo supiera el resto. Ahmed nunca volvió. Y el poema nunca llegó a mis manos.

Su coche, que quedó destrozado ese día, fue retirado del lugar del accidente al cabo de un día, o quizá varios... no lo sé. Cuando pregunté por el coche, ya en la etapa final de mi embarazo, cuando mi hija estaba a punto de nacer, me dijeron que ya era tarde para hacer esa pregunta, que el coche, con todo lo que contenía, había quedado reducido a cenizas.

Así como oí las ululaciones de mi madre mezcladas con sus lágrimas cuando Ahmed me condujo por los tres escalones de la tarima nupcial, igual que escuché su voz quebrada el día en que le anuncié a Ahmed que su hija llegaría pronto a este mundo, ese día también escuché el sonido de la taza de café que se rompió ante el escritor sereno que habita en mi mente. Estaba sentado en su balcón frente al mar, sin volverse nunca. Lloraba sin volverse hacia mí. Vi su tinta negra invadir las páginas blancas. Oí al mar gritar de miedo. Y sentí que la ola de un tsunami engullía sus hojas, y a mí con ellas.

Acuné a mi hija, Qamar, y le canté la que su padre había empezado a escribir, pero no alcanzó a terminar. Inventé una melodía para aquellas palabras, y ella movía la cabeza al oírlas, acurrucada contra mi hombro. Luego comenzó a balancearse al ritmo de la melodía mientras se aferraba al borde de la mesa, y luego empezó a bailar al son de esa música y de sus palabras, cuando ya podía caminar con paso firme, desparramándolo todo a su paso.

Las repetía mientras guardaba sus libritos, de camino a su primera escuela. Después empezó a presumir del mundo de los mayores ante las amiguitas que hablaban de sus padres delante de ella. Les dijo que su padre le había escrito todo un poema el mismo día que dejó este mundo y que sólo compartiría con ellas el primer verso:

—Oh luna que cautivas mis lunas.

Pero que el resto del poema no lo revelaría hasta el día de su boda, como solía repetir ante ellas. Las palabras de Qamar —"Oh luna que cautivas mis lunas"— se difundieron en la escuela, luego en la universidad donde estudió, después en su lugar de trabajo y en las instituciones con las que estuvo en contacto por su profesión. Luego empezó a escribirlas en las redes sociales, y convirtió las palabras de su padre en un icono asociado a su nombre, en un lema fijo en todo lo que publicaba en esas plataformas. Decía que quería reivindicar su derecho —y el derecho de su padre— sobre esas palabras.

Y a pesar de ello, se han escrito numerosos poemas que comienzan con estas mismas palabras. Uno lo escribió un hombre a su hermana pequeña, que se despedía de él cuando se marchaba a un largo viaje de estudios. Dijo que había visto caer sus lágrimas mientras la abrazaba, y escribió para ella:

—Oh luna que cautivas mis lunas... Y luego continuó.

Otro compuso un poema para su madre enferma, cuando ella le saludaba con la mano antes de entrar al quirófano. La emoción le inspiró estas palabras:

—Oh luna que cautivas mis lunas... Y luego continuó.

Un tercero se las dirigió a su mujer cuando, tras una discusión, ella se marchó enfadada a casa de sus padres. Él las escribió para apaciguarla: 

—Oh luna que cautivas mis lunas... Y luego continuó.

Pero Qamar nunca dejó de defender su derecho moral sobre las palabras de su padre, alegando que ella era en realidad "la luna" a la que él había dirigido estas palabras, mucho antes incluso de que naciera. Hubo opiniones divergentes sobre el verdadero origen de esas palabras, que se habían vuelto tendencia —como diría la generación a la que pertenece mi hija Qamar. Algunos poetas se atribuían su autoría. Otros admitieron haber oído palabras similares, que luego habían desarrollado a su manera, para ponerlas al servicio de su poesía.

El día en que Qamar subió a un estrado similar a aquel sobre el que una vez caminé yo, no lancé ululaciones mezcladas con lágrimas como hizo mi madre. Pero me acerqué a ella, mientras cogía de la mano a su marido, y le susurré al oído:

—Oh luna que cautivas mis lunas, cuánto te pareces a mí.