Aria del fin del mundo

Ollier Lemvo Dondedieu Richtel, originario de Congo-Brazzaville y afincado actualmente en Ginebra (Suiza), siente una profunda pasión por la poesía y la lectura. Su primera obra, Petite musique des damnés et leurs corps privés de bon Dieu, fue finalista del Prix RFI Théâtre 2023.
Sin tregua, la lluvia cayó una y otra vez, hace unos diez días. A las primeras gotas que caían del cielo sobre su cuerpo, Jonathan, con el torso desnudo y pateando un balón en plena calle, las acogía como la tierra fértil que necesita agua para florecer, porque nada le llenaba más de alegría que jugar bajo la lluvia, y además al fútbol. Cuando ya había hecho algunos túneles y ganchos aquí y allá, y celebraba los goles revolcándose en el barro, el chaval había hecho de tripas corazón y se había ido a casa al anochecer, para que no se lo llevara por delante un padre que no soportaba verle rondar por ahí fuera demasiado tarde. Luego pasaron los días, y más días, una docena o así, pero la lluvia no cesaba. A veces monótona, incluso fina, otras rugiente, Jonathan aún podía oírla chapotear en los tejados sobre su dormitorio. Excepto que la alegría, con la que se había empapado el primer día, había dado paso a una profunda preocupación, porque Jonathan pensaba que aquella lluvia interminable era una señal del fin del mundo. Como su padre les había dicho ayer, en voz baja: "Dios va a hacer llover un diluvio de cuarenta días y cuarenta noches para destruir el mundo, a causa del pecado que reina en él", durante la sesión de oración matutina a la que todos estaban invitados en la casa, les gustara o no. Jonathan era lo bastante bueno en aritmética mental como para saber que aún faltaba mucho tiempo y que la lluvia podía cesar en cualquier momento, pero aquella frase había entrado en su cabeza con tal efecto provocador de ansiedad cuando su padre la había pronunciado con aquella voz profunda y cavernosa de la que sólo él tenía el secreto, que ya nunca se había ido. Ahora sonaba como un ritual en su cabeza, a pesar de todos los subterfugios que había utilizado para ahuyentarla: jugar a la Game Boy, a las cartas, hacer los deberes, etc. Nada ayudaba, ni servía, especialmente la frase fulminante "Dios va a destruir el mundo", etcétera, etcétera, estaba grabada en su mente como jeroglíficos en piedra. Tanto que encontró eco, con el lamento sobre los tejados de aquella lluvia que no paraba de caer, mientras Jonathan, tumbado en su cama, al borde de las lágrimas, empezaba a otear este mundo que creía que pronto se lo tragarían las aguas.
La primera imagen del mosaico que se formaba retazo a retazo en su cabeza, era la de la casa de aquella callejuela pantanosa de su barrio -sis Texaco La Tsiémé-, a la que llamaban la avenida de los amores, porque al anochecer, los tortolitos de todas las edades acudían allí para hacer cosas prohibidas a los menores de dieciocho años. La casa, situada justo al final de la avenida, estaba rodeada por un muro enlucido, plantas y una verja tan imponente que no se podía ver lo que ocurría dentro. Era la casa de un anciano, de esos que habían visto brotar el barrio de la tierra, pero que se había convertido en un fantasma que ya no se dejaba ver por allí, desde que toda su familia murió en un accidente de tráfico. En más de una ocasión, la noticia de su muerte había corrido por el barrio, de mal boca a oído, pero las únicas señales de vida que aún salían de su casa, melancólicas notas de saxofón, cortaban cualquier obituario. Sin duda era por esta razón acústica por la que Jonathan seguía viendo la imagen de la casa del viejo, ya que a menudo pasaba por allí a propósito, antes de que llegara la noche con su carnaval de seres cachondos, con la esperanza de tropezar con su música. Y cuando lo hacía, Jonathan no podía evitar detenerse un momento, para pegar la oreja lo más posible a la fachada de aquella casa, y dejarse llevar por las baladas del viejo fantasma, tan lejanas como el mundo.
De repente, la imagen de la casa del viejo se desvaneció de su cabeza, y se le apareció otra, esta vez de hojalata. Era la de su vecina, una mujer que también había entrado en la vejez. No tenía hijos, y corría el rumor por los alrededores de que había sido maldecida con la esterilidad en su juventud, porque se atrevía a barrer su casa por la noche, a pesar de que esto estaba prohibido en el pueblo donde había nacido, por devoción a los espíritus de los muertos. Y así partió de su pueblo en una odisea que nada tenía que envidiar a la de Ulises, hasta acabar en este barrio -nadie supo nunca muy bien por qué combinación de circunstancias-. Pero una cosa era segura, desde que había depositado su amargo cuerpo en el suelo aquí, al amanecer, además de los gritos de los gallos, eran sus propios gritos amargos los que despertaban al mundo. En cierto modo, el amanecer estaba en su voz. Y no a todos los vecinos les gustaba. Incluso empezaron a alzarse voces contra ella y su dominio del alba. Entre ellas estaban las fuertes voces de esta iglesia de renacimiento, también de hojalata. Adyacente a la casa de la anciana -separada sólo por un canalón que los lugareños habían cavado para drenar el agua de lluvia y que se había convertido en un pantano, un nido de mosquitos y su crónica de la semana de la moda para infectar cuerpos con malaria-, parecían dos mundos que nada podía reconciliar. Incluso se celebraron ruidosas sesiones de oración en la iglesia, pidiendo al Señor que hiciera que la vieja bruja abandonara el barrio, porque además de haber monopolizado el amanecer, se la culpaba -la vieja bruja era señalada a menudo por la gente de la iglesia- de que el barrio hubiese sido olvidado por todos los proyectos de desarrollo urbano de esta ciudad, Brazza, que todavía muestra con tanto orgullo sus vestigios coloniales, como cicatrices que no dicen su nombre. En resumen, su justa estaba tan llena de suspenso que cuando la anciana era derrotada, era por su silencio, que nunca duraba más de un día y a menudo coincidía con el tiempo más sombrío. Al día siguiente, el contralto de su voz, que Jonathan aprendió a conocer de memoria para poder levantarse temprano y no llegar tarde a la escuela, ponía fin a los rumores, devolviendo un poco de luz a unas vidas ya de por sí tan sombrías como para que el cielo se metiera también.
Tan pronto como esas imágenes desaparecieron de la cabeza de Jonathan, surgió la de aquel bar de camino a la escuela. Un bar que era una especie de pulmón, gracias al cual el barrio siempre respiraba vida, ya que nunca estaba vacío, con sus mesas y sillas dispuestas aquí y allá, bajo una cubierta ligera de madera, parecía un gran cobertizo al aire libre para resguardarse de los caprichos del cielo. Mañana, tarde y noche, nevara, hubiera luna o lloviera, la gente siempre estaba allí sentada, bebiendo bocks y asaltando la arenosa pista de baile, donde se ejecutaban movimientos que rozaban la soledad para las almas solitarias, y la lujuria para las almas gemelas o hermanos. Todo ello con un estruendo de voces y gritos. Todo ello acompañado de música de todo el mundo: salsa, rumba, pop francés, sinfonías de Beethoven, incluso gospel. Todo estaba allí para bailar. Y como Jonathan hacía este recorrido todos los días, se había convertido, a fuerza de prestar oído a todo este ruido de fondo, en un corista de esta esquina llena de ruido y furia.
Y entonces otra imagen se iluminó en la cabeza de Jonathan. Era la de la casa con las paredes pintadas de azul. Se alzaba justo a la entrada del barrio, como si ya ofreciera lo mejor de sí, antes de extender su bricolaje de casas. Allí vivía una familia, sin duda una de las más ricas del barrio. El padre era policía, la madre enfermera; juntos tenían una hija, Martine, una belleza pura, tan pura que Jonathan sólo tenía ojos para ella. Tantas veces, de hecho, había soñado con Martine. Bien en circunstancias que le provocaban poluciones nocturnas, y se despertaba avergonzado. O bien, como en aquellas novelas que veía con tanta pasión en la televisión, cuando se veía a sí mismo cantándole una serenata frente a su ventana por la noche. Entonces vería cómo Jonathan se despertaba con una amplia sonrisa en la cara que no le abandonaría durante el resto del día. Habría sido un verdadero cuento de hadas, si en realidad Jonathan no fuera insignificante a los ojos de Martine. La única vez que había intentado acercarse a ella, ofreciéndole una rosa en medio de la calle que había encontrado quién sabe dónde en aquel barrio infame, ella lo había mirado con un desdén digno de una duquesa del siglo XVI. Así que con esta nota de tristeza Jonathan se preguntó, en su fuero interno, y con una lágrima en el ojo: ¿por qué Dios, con su gusto por la carnicería, iba a destruir de repente todo su pequeño mundo?
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