Antojos del embarazo

Hassan Marzougui es un escritor y profesional de los medios de comunicación tunecino con un DEA en Estudios Civilizacionales por la Universidad de Túnez y productor de formatos culturales y documentales.
El caso es que quería matarme.
Me apuntó con la pistola a la cara, así, con toda naturalidad, y me dijo con una voz tosca que en nada reflejaba la dulzura de su rostro:
—Si no retiras lo que has publicado, te meto una bala entre ceja y ceja.
A continuación, guardó la pistola en su elegante funda negra, me escupió a la cara y se marchó.
La imagen de aquella pistola negra con el emblema gubernamental se me quedó grabada en la mente durante unos instantes. Se imprimió allí, sobresaltándome al principio, pero al recordar la tosquedad fingida de su voz y su rostro amable, sentí que un sudor frío me recorría la espalda.
Mientras me limpiaba la saliva, me pregunté: ¿puede realmente matarme un policía cuyo sueldo y cuya arma sufrago yo con mis impuestos? ¿Y qué dirá ante un tribunal? ¿Afirmará que me mató por una simple ficción que no le gustó?
Eso, en sí mismo, es una historia. Una sonrisa irónica escapó de mis labios resecos, y sentí cómo mi camisa absorbía la humedad que resbalaba por mi espalda.
No era lo suficientemente valiente, aunque estaba convencido de que aquel rostro amable, camuflado tras una voz forzada y áspera, estaba más perdido que yo. Quería hacerme creer, con aquella dureza fingida y la pistola en la mano, que tenía valor suficiente para matar a un escritor tachado de traidor.
De pronto, un pensamiento disperso se acumuló en un rincón sombrío de mi mente, como papeles viejos y escombros esparcidos que se acumulan en el pavimento de una calle abandonada:
Un policía pretende sofocar el escándalo provocado por un texto escrito por su primo escritor, apagándolo con la bala de una pistola «nacional». Y este primo escritor, a su vez, quiere incorporar esta bala a un texto que lo convertiría a por fin en un verdadero autor. Uno que la gente leería tras descubrir su cadáver perforado por una bala. Y los críticos considerarían el texto —por supuesto, después de mi muerte— como un raro ejemplo de escritura autoficcional, en el espíritu de los grandes autores que han escrito a partir de sus experiencias. Esa bala me convertiría en un gran escritor.
La misma sonrisa irónica volvió a mis pálidos labios. Me puse en pie. Mi primo había desaparecido.
Y como soy un ciudadano que teme a la policía, a hablar con ella e incluso sobre ella, y como las cosas habían llegado a tal punto que me habían apuntado a la cara con una pistola, retiré el texto en el acto. Pero era demasiado tarde: muchas personas, tanto si las conocía como si no, ya lo habían leído, alertadas por el revuelo que había causado. Había circulado por numerosos sitios web, tanto «amarillos» como «blancos».
Debo admitir una vez más que soy un ciudadano cobarde, pero quería ser un escritor valiente, así que inventé narradores para mis historias, como perros que no dejaban tema sin devorar. No creía realmente en la ficción. Necesitaba algo real, un hecho, un acontecimiento. Necesitaba una presa visible que entregar a uno de mis perros narradores para que la masticara como un muslo de pollo.
Retiré el texto después de que se hiciera viral y la gente lo leyera, y salí perdiendo dos veces: una cuando aquel salivazo me dio en la cara y mancilló mi dignidad, y una segunda cuando mi texto se difundió como un pecado y no como una historia.
Sólo después de recibir una citación —que tomó la forma de un tribunal en casa de mi tío Siddiq, el patriarca de la familia—, pude disipar el miedo que me atenazaba desde el día de la pistola, aunque la humedad que corrió por mi espalda me hubiese calmado un poco.
En esta reunión, todas las voces que oí eran naturalmente ásperas, y sin afectación. Mi tío Siddiq nos había reunido en la sala de recepción de su casa. Es el miembro más antiguo de la familia, cuyo apellido utilizo para firmar mis textos. Conoció a mis abuelos, a su padre, a mi padre y a todos los miembros fallecidos de la familia, aunque suele equivocarse con los recién nacidos. Recurrimos a él en situaciones críticas para sentirnos unidos como familia en torno a un patriarca. Cuando se trata de otros conflictos, no se escucha su voz. Sólo interviene en las catástrofes del pasado para dar su opinión sobre asuntos que se remontan a una época que desconocemos. Es a la vez narrador y testigo. Todos lo consideran el único que aún conserva la verdad del pasado, la verdad que necesitamos para resolver los conflictos del presente.
Y ahora lo necesitábamos para este conflicto extraño e inusual para la familia.
El tío Siddiq comenzó con un sermón en el que mezcló religión, tradición, parentesco y ley —una ley que él no conoce, aunque mencionó la palabra «ley» por cortesía hacia mi primo el policía—. Combinó todo este revoltijo para convencerme de que había deshonrado a mis primos, y para convencerlos a ellos de que tenían la sabiduría y la generosidad suficientes para perdonarme, y que el honor de su padre y de su abuela paterna no podía ser sacudido por un descarriado como yo.
Estas palabras apaciguaron a algunos, pero no a todos —especialmente al de la cara amable. Es el policía del que la familia se enorgullece, el que los respalda en los momentos críticos, y detrás de él se alza todo un Estado... o eso creen.
Dejé que las palabras me cayesen como ladrillos sobre la cabeza y sentí el polvo de sus insultos cubrir mi rostro. Pero tenía que guardar silencio. Los argumentos que se agitaban bajo mi lengua no podían rivalizar con los ladrillos verbales y los escupitajos que caían sobre mí, ya que, por cierto, mis primos heredaron de su padre la molesta costumbre de escupir al hablar que tenía mi abuelo.
Mi tío quiso interrumpir el torrente de improperios:
—Después de lo que han dicho tus primos, deberías darte cuenta del alcance de la ofensa que les has infligido a ellos y a todos nosotros. Por tanto, no tienes más remedio que disculparte y declarar ante todos que lo que has escrito es mentira y pura calumnia.
El de la cara amable habló:
—Con tu permiso, tío Siddiq.
Luego se dirigió hacia mí:
—Sólo aceptaremos una disculpa por escrito, publicada en los mismos sitios donde publicaste tu texto maldito.
El tío Siddiq preguntó qué significaba «sitios», pero nadie respondió. No tenían tiempo de explicar un concepto que a este anciano le resultaría difícil o imposible de entender.
Mi mirada se encontró con la del policía, que se llevó la mano al arma. Recordé su repugnante salivación mientras me amenazaba.
—Muy bien. Os pido disculpas, primos, delante de nuestro patriarca, haj Siddiq... Todo lo que escribí era pura ficción.
En el rostro del tío aparecieron signos de alivio, pero una voz firme rompió ese sosiego:
—No. No juegues con nosotros, farsante. Llama a las cosas por su nombre. Todo lo que has escrito es mentira. Y hasta que no menciones explícitamente la palabra «mentira» en tu disculpa escrita y publicada, no la aceptaremos.
—Espero que haya quedado claro, tío Siddiq, y tú eres mi testigo. Para que luego no vengas a reprocharnos nuestros actos.
—Por supuesto, hijo mío.
El tono del hermano mayor era firme y tajante.
Lo sorprendente de aquella reunión fue que me juzgaron alternativamente como profesor y como intelectual. Me lanzaron reproches a la cara diciendo que deshonraba a los intelectuales y a los literatos, que un verdadero intelectual escribe honestamente, no miente al público y debe servir de ejemplo a sus alumnos... Y concluyeron con esta frase: «¿Educador de generaciones, tú? ¡Eres una vergüenza para la educación!».
Tan pronto como su máquina destructora enmudeció, me escudriñaron como a un primo que hubiera traicionado el honor de la familia por envidia del éxito de sus primos en el comercio, la piedad y la riqueza, mientras yo seguía siendo un profesor hereje que mendigaba que publicaran sus artículos en periódicos desconocidos.
Todo eso mientras yo callaba, moviendo los ojos como un conejito asustado, observando sus rostros. A cada rostro horrendo le seguía otro aún más repulsivo. Pero no tenía miedo. Al contrario, sentía una extraña excitación ante la idea de soltar a uno de mis narradores sobre esos rostros para destrozarlos.
Los conozco a todos. Conozco sus secretos, sus escándalos. Sé que lo que sé bastaría para despellejarlos en un gran texto o para descuartizarlos uno por uno en pequeñas historias —según el humor y los caprichos de la escritura.
El ambiente se iba caldeando. El que tomaba la palabra levantaba la voz más que el anterior. Pero ninguno se atrevía a entrar en los detalles de lo que yo había escrito; se conformaban con negar toda la historia. Mi relato —que había sido publicado y luego retirado— era el omnipresente ausente en aquella reunión. Era evidente que no lo habían leído, sólo habían oído hablar de él. Y eso les recordaba una verdad desgarradora, una verdad suspendida en sus mentes, fuera de mi texto, que todos temían.
En realidad, yo había escrito lo que ellos ya sabían, y luego había añadido lo que ni siquiera podían imaginar. Siempre he estado convencido de que no hay historia sin escándalo. Y que nuestros escándalos son nuestra baza más explosiva.
En aquella reunión, sentí crecer dentro de mí el deseo de escribir una nueva historia. Porque ellos saben lo que yo sé. Y saben que otros como yo saben lo que sé. Pero tan pronto como lo que todos sabemos se convierte en tinta sobre papel, niegan lo que yo sé y lo que ellos mismos saben.
Por fin me atreví a hacerles la pregunta:
—Si lo que he escrito es mentira, ¿por qué estáis enfadados? No mencioné nombres ni lugares. Escribí una historia en abstracto. ¿Por qué creéis que hablo de su abuela y de su padre?
El rostro del tío Siddiq se contrajo, ya que pensaba que el asunto se había zanjado al aceptar mis disculpas por escrito, pero yo estaba haciendo estallar una bomba cuyas consecuencias tal vez no pudiera soportar. Mi pregunta fue tan desestabilizadora que oí insultos como «hijo de puta», amenazas e intimidaciones. De no haber sido por la presencia del tío, aquella tarde podía haberse desatado el infierno.
Esbocé una sonrisa maliciosa y volví a formular la pregunta de otra manera:
—Queridos primos, eliminar el texto —cosa que ya hice hace dos días—, lo que estáis haciendo ahora, o incluso matarme —y me volví hacia el de la cara amable, cuyos ojos parecían temblar— no os servirá de nada. Incluso antes de que me dispares, el texto saldrá como una bala. Todas vuestras airadas reacciones sólo demostrarán que lo que he escrito es cierto. Así que os aconsejo, como primo que se preocupa por la familia tanto como vosotros, que simplemente lo dejéis pasar.
Todos se turbaron y sentí que el primo de rostro amable había perdido su poder sobre mí. En cuanto a Siddiq, observaba sus reacciones como un maquinista de tren preocupado por un niño descuidado o un borracho que cruza las vías. En cuanto a mí, volvía a sentir el deseo de escribir, y sentía que con ese deseo recuperaba poco a poco la ventaja.
Les lancé entonces otra pregunta, rebosante de ingenuidad hábilmente calculada:
—Decidme con sinceridad: ¿habéis leído el texto?
El tío Siddiq se sobresaltó como si sintiera una punzada en el costado:
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir simplemente: ¿has leído el texto? ¿Lo has leído entero, las seis o siete páginas?
Tío Siddiq se volvió hacia el grupo, luego hacia mí, y murmuró:
—No lo he leído... ¿Y qué significa «publicado en sitios»? No sé qué son los sitios. Sé de libros, amarillos y blancos.
Nadie le respondió. Era evidente que su pregunta les daba la oportunidad de ganar tiempo contestándole a él y no a mí.
Como insistía en saber qué eran esos sitios para desviar la atención de mi pregunta, uno de los presentes le explicó que eran páginas web, parecidas a periódicos o revistas, sólo que se leían en una pantalla en lugar de en papel.
Tío Siddiq asintió, fingiendo entender, sin apartar los ojos de mi rostro. Buscaba una salida al aprieto en el que les había metido. Mi última pregunta era mi carta, aparentemente insignificante pero ganadora. Si no respondían afirmativamente, yo me convertía en un acusado sin delito; pero hacerlo les enredaría en más detalles y me daría la oportunidad de hacer preguntas inesperadas, todo lo cual constituiría un material maravilloso para mi próxima historia.
Podía sentir la cola de mi perro narrador lista para devorar la pierna coja del relato.
Tras un largo silencio, repetidas amenazas y las miradas del tío Siddiq, que veía pasar de la acusación a la tímida admiración, les dije:
—Ya veis, primos míos, cuán equivocadamente me habéis acusado. ¿Te das cuenta, tío Siddiq, de que me acusan de algo que ni siquiera han leído?
— ...
Cuando sintió que mis frías palabras les habían sacudido de verdad, el tío Siddiq se enderezó. Estaba claro que iba a hablar para poner fin al conflicto, habiendo percibido que la balanza se inclinaba a partes iguales entre los insultos proferidos y el miedo sentido. Buscaba una salida sensata.
—Escuchad, jóvenes, pase lo que pase, sois familia, primos. Lo que he oído sobre lo que escribió ese joven atolondrado —vuestro primo— no debe servir de pretexto para revelar nuestros secretos, ni debe dar a los forasteros la oportunidad de reírse de la gloriosa historia de nuestra familia... Una historia de la que desgraciadamente sabes demasiado poco.
—Personalmente, necesito saber más. Siempre he tenido la sensación de que mi padre no me lo contó todo, tío Siddiq.
Me ignoró, se ajustó el turbante, colocándoselo de nuevo sobre la cabeza como una olla invertida.
—Lo que escribiste sobre tu tía Umm al-Kheir y tu abuelo Saleh es totalmente infundado.
—¿Y qué fue lo que escribí?
—No te hagas el tonto. Sabes bien a lo que me refiero.
—Sólo escribí lo que mi imaginación me dictaba, lo que mi mente construía. No se trata de un intento de desenterrar el pasado de la familia.
—No entiendo tus fantasías absurdas ni tengo intención de perder el tiempo con ellas.
Los rostros de mis primos expresaban una firmeza frágil, traicionada por la vergüenza que compartían.
—Lo que escuchaste, en todo caso, es completamente falso.
—¿Sí? ¿Y qué es lo que escuché?
El tío Siddiq se percató de mi mueca, y también de aquel rostro amable que amenazaba con estallar como un saco demasiado lleno. Decidió poner con seriedad un punto final a esta discusión:
—Escúchame y no me interrumpas, y tú también, escúchame con atención.
En ese momento, encendí un cigarrillo y me acerqué la bandeja del té para echar en ella las cenizas. El gesto fue deliberadamente teatral, pero quería que lo percibieran como arrogante y provocador. El tío Siddiq se percató de todo, pero parecía tener prisa por acabar de una vez antes de que la situación se le fuera de las manos. Habló sin rodeos, mirando al frente sin fijar la vista en nadie. Parecía buscar en un pasado del que, al mismo tiempo, deseaba huir.
—La historia que la gente ha estado difundiendo durante años es una sarta de mentiras sobre tu abuela Umm al-Kheir. Y tu abuelo Saleh no era el hombre que te han contado. El difunto Hajj Saleh —que Dios tenga misericordia de él— nunca cometió adulterio con la piadosa Hajja Umm al-Kheir.
Los rostros de mis primos se tiñeron de carmesí, mientras yo mantenía una fingida expresión de neutralidad, para no romper el hilo de la historia que Siddiq parecía dispuesto a desenredar al fin. Mi perro interior ya olfateaba las pistas de esta nueva historia.
—Tu padre, Hajj Mansour, es en efecto el hijo legítimo de tu abuelo, Hajj Tijani, pero que Dios maldiga al causante de todas estas sospechas. No quiero entrar en detalles para no reabrir heridas que murieron con las personas que las vivieron. El tío Siddiq me fulminó con la mirada. Esta vez iba dirigida a mí. Le miré concentrado, emocionado, como animándole a hablar más.
—Hajj Saleh, como sabes, era un hombre atractivo. Vivía bajo el mismo techo que su hermano Tijani. Compartían sus comidas, su vida cotidiana... Sólo el sueño separaba sus hogares: cada uno tenía su propia habitación, como era costumbre en la época.
Mi maldito narrador interno —este perro— empezó a imaginar libremente: un joven atractivo, su cuñada, el calor del desierto, la dureza de la vida... Cerré los ojos un momento. Siddiq me golpeó con su bastón y volví en mí.
—Lo que la gente no sabe es que cuando Umm al-Kheir se quedó embarazada, durante los conocidos ataques de antojos y debilidad que sufren las mujeres en ese estado, se encariñó con Saleh. Lo miraba mañana y noche, se acercaba a él y, como ya os he dicho, era guapo, que Dios tenga misericordia de él. Pero eso estaba fuera de su control; eran cosas del embarazo. Cuando dio a luz a Abdullah, se parecía mucho a su tío Haji Saleh. Pero las mujeres, con su perversa imaginación, empezaron a tejer historias. Esta mención al poder imaginativo de las mujeres me llamó la atención: nunca había utilizado una narradora en mis historias. ¿Por qué no elegir una perra en lugar de un perro para esta historia? Una chispa saltó en mi cabeza. Entonces volví a la voz de mi tío.
—El asunto, jóvenes, no pasa de ser... —tragó saliva con dificultad— un antojo. Sí, un antojo.* Y Dios es testigo de lo que digo. Y sabe Dios que esto ya se lo he contado a varias personas, pero me daba vergüenza decíroslo a vosotros. Sin embargo, ahora es necesario que lo oigáis de mi boca. Pensé que el silencio acabaría por secar esta historia como una herida en la rodilla... Pero las heridas no sanan si se rascan con las uñas.
*En árabe, الوحام (al-wihām) es una fase importante del embarazo de una mujer del embarazo durante la cual la mujer siente antojos o rechaza ciertos alimentos. Si no se satisface un antojo, se dice que puede dejar una marca o rastro en el cuerpo del niño.
El tío Siddiq se secó la cara, como para quitarse el sudor y el polvo. Me giré y vi que los rostros habían recuperado el color, y que mi cigarrillo se había apagado.
El de la cara amable habló:
—Debemos agradecer al tío Siddiq su valor y sabiduría.
Entonces se volvió hacia mí:
—La solución es que añadas este detalle a tu historia.
—¿Qué detalle?
—La historia del...
—Ah... el antojo... sí, el antojo. Entendido.
Me fui sin despedirme. El tío Siddiq me había indicado que me fuera. No quería mirarme a los ojos. Sentí que las grandes reconciliaciones a menudo requieren una gran mentira.
En la puerta, una pregunta del reino del diablo se posó en el nido de mi cabeza, y me volví hacia el tío Siddiq mientras me calzaba:
—Lo que me intriga, tío, es que ese tic de esparcir saliva al hablar era típica de mi abuelo, y fue heredada por mis primos... pero no por mi padre, ni mis hermanos...
El tío Siddiq ya se había vuelto hacia mis primos, dispuesto a decirles lo que querían oír. Recibió mi pregunta como un golpe en la cabeza. La sacudió levemente y me miró, de pie en la puerta, recto como un poste. Entonces dijo, con voz tranquila y sabia:
—Ya te lo he dicho: se debe al embarazo, muchacho insolente. Sólo al embarazo.