Miedo a la cámara

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Miedo a la cámara

Tres rostros sirios en un solo cuerpo.
Omar Alhadi
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Omar Alhadi

Omar Alhadi es un escritor, periodista y arquitecto sirio. Trabaja en la prensa árabe independiente desde 2021. Publica en varias plataformas electrónicas literarias y científicas. Ganador de dos premios de dramaturgia y periodismo de opinión, también ha colaborado en el libro Mu'allaq, con el apoyo de Al Mawred Al Thaqafi.

Las cámaras han fabricado, a lo largo del tiempo, innumerables dobles nuestros. Desde la infancia hasta nuestros días, han almacenado rostros congelados en imágenes... y los sirios seguimos buscando el nuestro, ese rostro perdido, ese último atisbo de una sonrisa que realmente hubiera sucedido.

Un hombre entró en una tienda de Damasco. Compró dos huevos y un poco de aceite blanco, por diez mil libras sirias, menos de medio litro. Dudando, entregó el dinero a la dependienta, cogió sus compras y se dirigió a la salida. Pero antes de llegar a la puerta, un huevo se le resbaló de la mano y se hizo añicos. El hombre se dio la vuelta, aterrorizado, como si acabara de perder un tesoro. El vendedor no tuvo más remedio que entregarle otro huevo en compensación.
Con un suspiro, dijo: "¡Los dos somos unos perdedores! Este huevo roto me costará más en productos de limpieza que los dos juntos". Luego señaló una cámara de vigilancia colgada en la esquina de la tienda: "¿Ves esa cámara? Graba escenas que no creerías posibles. Si las pusiera en la tele, sería la mejor comedia de la historia".
Se reía mientras frotaba el suelo, mientras yo miraba al objetivo de vigilancia... con sordo temor.

Sonríe a la cámara
Cada cámara de vigilancia despierta en mí un viejo recuerdo de mi infancia. De niño, cada vez que cruzaba la puerta de una tienda, aprovechando el olvido de los mayores, me abandonaba a la exploración. Acariciaba con la punta de los dedos las mangas de las prendas colgadas, deslizaba los granos secos en la palma de la mano, los revolvía, a veces incluso los probaba, presa del vértigo de la curiosidad. El lugar se volvió mi dominio secreto.
Y cuando, en un rincón, descubría el ojo rojo de una cámara, me ponía delante de ella por chulería: la miraba fijamente, sacaba la lengua, adoptaba una pose de cómico. Los adultos se reían, encantados por la audacia infantil. La escena se repitió una y otra vez, hasta que un día llegaron las palabras: leer, escribir, comprender. A partir de entonces, la fórmula quedó clara para mí: "Sonríe a la cámara, te están mirando". A partir de entonces, el espacio ya no me pertenecía. Todo lo que me rodeaba me observaba. Cada movimiento era observado. Entonces, algo en mi interior se congeló: mi libertad infantil se derrumbó, dando paso al silencio, la contención y la sensación de ser seguido por ojos invisibles.
Antes, la imagen era sencilla: correr, reír, sonreír, mientras un fotógrafo, a lo lejos, captaba mi rostro con un clic en una pequeña hoja de color. Pero los años han engrosado el ritual. Había que preparar la ropa, disciplinar el pelo, calcular la postura, corregir la sonrisa. Y a veces tenía que hacerlo todo de nuevo, hasta conseguir una imagen que "pareciera" la misma.
En cuanto a las cámaras, lo único que grabaron en mi memoria fueron sonrisas congeladas. Imponían una versión de mí, más clara quizá, pero ajena. Al mirarme en esas capturas, me di cuenta de que me había convertido en varias: una primera, una segunda, una tercera cara. Una tercera cara. La cámara. El espejo. Tres caras para un solo cuerpo. Y en esta fragmentación, descubrí lo esencial: soy alguien que teme el ojo mecánico, la vigilancia y el encuentro con mi propio reflejo distorsionado.

El rostro sirio... mi primer rostro
Hoy, los sirios intentamos salir del abrazo de la guerra: levantar mantas demasiado pesadas, liberarnos de un largo tiempo de espera, de pensamientos obsesivos y de miedos arraigados. Estos rasgos se nos han pegado hasta el punto de convertirse en una segunda piel. Hemos aprendido a vivir en la autoexigencia, en la modestia forzada, como si el propio lugar donde respiramos fuera sólo un refugio temporal, destinado a desaparecer de un momento a otro, como nuestro espacio íntimo, perdido para siempre. Así que aquí estamos, constantemente a la intemperie, como si la distancia que antaño se preservaba entre nosotros y la cámara se hubiera derretido, y ésta hubiera avanzado hasta el punto de volverse demasiado cercana, casi intrusiva.
Entre la cámara y nuestro reflejo... ¿dónde estamos exactamente? Esta duda no es sólo mía: recorre a toda una generación que ha aprendido a protegerse del mundo, a agarrarse la cara y esconderla en cuanto se acerca el peligro. En el fondo, sabemos que nuestros rostros han cambiado. Ya no nos pertenecen. Ya no se parecen a nosotros. Pero nos negamos a admitirlo. Nos negamos a creer en esta distancia que se ha ensanchado entre nosotros y nosotros mismos, produciendo lugares e imágenes que no son los nuestros.

Sí... no hay privacidad para Siria. Ese país sobre el que se han posado todos los ojos del mundo, todas las cámaras, todas las grabaciones. Se ha mostrado en su momento más miserable, sin respeto por su intimidad. Los rostros cansados y enlutados de sus hijos se mostraron en las plataformas del mundo sin su consentimiento. Despertamos compasión, pero seguimos prisioneros del escenario, bajo sus focos encendidos y el estruendo de las cámaras.

Ante esta avalancha, no tuvimos más remedio que adaptar nuestros gestos. Empezamos a escrutar cada espacio, temiendo la proximidad de cualquier cámara que nos apuntara.El interior sirio se convirtió en jugoso material mediático, apto para alimentar audiencias, especialmente durante estos trece años de guerra. Todo el mundo nos ha disparado, explotando nuestro sopor, nuestros rostros, nuestras voces, manipulando nuestra presencia para fabricar una imagen perturbadora.

De las cámaras de vigilancia a las cámaras de cine, pasando por las de las plataformas sociales que ahora abundan en las calles... estas imágenes recorren mi memoria como la tira de "negativos" que se desliza en la parte posterior de un álbum después de revelar las fotos, una tira donde se alinean todos nuestros viejos rostros.

¿Dónde está la cámara?
En los últimos años, las plataformas sociales se han extendido como la pólvora. Impulsadas por el sistema totalmente digital, han encontrado un vasto terreno en el que infiltrarse. Al principio, la sociedad creía en ellas, las escuchaba, las aplaudía, como si fueran una vía de escape a una realidad demasiado dura. La necesidad de reírse y entretenerse dio lugar a programas filmados, conocidos como "plataformas de realidad social", que rápidamente se hicieron un hueco en la escena digital siria. Algunas de ellas intentan ahora iluminar otra cara siria: la de la comedia y el sarcasmo.

Pero esta industria ha pasado en un santiamén de la broma a la cacofonía, en una calle que ya estaba preocupada, tensa y frágil. No es baladí: no se puede exhibir a sirios, marcados por décadas de miedo y cansancio, en un escenario de comedia de improvisación, con el pretexto de la experimentación y el entretenimiento. No es lo mismo estar cerca del acontecimiento que observarlo desde la distancia. ¿Cómo puede el mundo exterior entender la experiencia siria a través de estos vídeos improvisados, de ritmo rápido y engañosamente divertidos, que reducen todo a una mala broma de "cámara oculta"?

Aunque estas plataformas mostraron inicialmente una intención positiva, rápidamente derivaron hacia una caricatura prestada que no se parece a nosotros. Tomarse a la ligera la emoción siria es cruzar una línea. La crisis que atraviesa esta región merece un enfoque diferente.

Hacer reír a un sirio es una tarea de orfebre, un arte exigente que requiere una delicadeza poco común. No se le pueden aplicar moldes prefabricados. La vergüenza, la intrusión y la molestia no son el tipo de trampolines cómicos para un pueblo exhausto.

Hoy camino por las calles como la mayoría de los jóvenes sirios, en estado de alerta. Me doy la vuelta, convencido de que alguien va a aparecer y atraparme en alguna ridícula puesta en escena. Cada vez que veo un micrófono y una cámara, me alejo lo más posible. No deseo que violen mi intimidad para que alguien me lance "¿Estás sobrio?" en una esquina de la acera, o me obligue a aceptar retos por unos dólares, y veo, a mi alrededor, a tanta gente ceder, a pesar de la humillación.

Redes sociales y guerra
Los sirios intentan ahora arrancar la vida de las fauces de la guerra, con la misma fuerza y dureza. Lo que se ha tomado debe recuperarse del mismo modo: ésa es la norma por la que se rige la mayoría de ellos. A pesar del cansancio grabado en sus facciones, conservan la voluntad de seguir adelante, de inventar pequeñas batallas: conseguir un paquete de pan, conservar su puesto en una cola, llegar a fin de mes con un solo sueldo... 
Estas escenas, y tantas otras, se encuentran en todos los rincones del país. Todo el mundo está acostumbrado a ellas: las vivimos, las soportamos, las ignoramos en el mejor de los casos. Pero cuando uno de estos momentos se transforma en una coja escenificación en una plataforma digital, atrae millones de visitas y se convierte en un asunto público, trending en las redes sociales, enfrentando a partidarios y detractores de este contenido. Las multitudes acuden en masa a cualquier evento que encuentren, y ahí radica el problema. Indignarse por una situación significa que es rara; maravillarse por un simple gesto demuestra que es raro. Este es el signo de una calle siria empobrecida en reacciones auténticas, espontáneas, humanas, sin el ojo de las cámaras, sin el actor que se sueña héroe ante los demás.

Estas plataformas han dado voz a quienes no la tenían, una oportunidad de expresarse. Pero como la mayoría de los espacios digitales en Siria carecen de salvaguardas y reglas profesionales, ciertas opiniones frágiles y aisladas se han erigido en posiciones defendibles. El simple hecho de proyectarlas en el espacio público y hacer que el público reaccione ante ellas ha terminado por transformar el mundo real en un amasijo de hipótesis y opiniones, nada más. Igual que los medios de comunicación oficiales y especializados que, ayer mismo, filtraban los acontecimientos y los difundían en función de sus inclinaciones políticas. Poco a poco, la realidad siria se ha ido disolviendo, pedazo a pedazo.

En esta lucha por sobrevivir, la habituación se ha convertido en parte integral de la cotidianidad siria. Y esta habituación misma se asemeja a una representación: los sirios interpretan un papel en sus vidas, en sus formas de decir las cosas, en sus gestos. Juegan a estar vivos, a ser felices. Juegan a haber sobrevivido a todo lo que ha pasado.

Desde que tenemos uso de razón, los sirios soñamos con que todo lo que nos rodea no es más que un "engaño". La velocidad con la que este país y sus gentes han sido arrojados a los pastos, transformados en un panorama de conflicto a cielo abierto, sigue siendo difícil de concebir. Nos gustaría creer que todo esto no es más que una producción filmada. Esperamos el momento en que termine el rodaje, vigilamos la cámara oculta que nos acecha... y, en este sueño, nos reímos mientras la señalamos con el dedo.

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Este texto ofrece una lectura panorámica de la calle siria. Sigue el rostro sirio y sus reflejos a lo largo de la guerra, cuestionando su relación con la cámara, ese elemento omnipresente que nos ha acompañado durante todos estos años. Muestra cómo el escenario sirio se ha transformado en un artificio ante las cámaras, mientras que la auténtica realidad ha desaparecido tras ellas.
La idea central del artículo destaca la influencia de los medios de comunicación en el interior de Siria, y la forma en que la realidad se ha borrado ante las agendas políticas de los órganos mediáticos. Una pregunta recorre el texto: "Entre la cámara y nuestro reflejo... ¿dónde estamos exactamente?". Esta pregunta, aparentemente sencilla, no es más que un intento de captar la distancia que nos ha separado de nosotros mismos, produciendo espacios y rostros que no se parecen a nosotros.

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Artículo ganador del primer premio del concurso de opositores políticos Michel Kilo de ensayo de opinión.