Finales olvidados
Rodolfo Lara Mendoza es un escritor colombiano. Tiene publicado el libro de cuentos La gravedad de los amantes (Editorial UIS, 2016; Cero Squema Editores, 2022) y los libros de poesía Esquina de días contados (Pluma de Mompox 2003), Y pensar que aún nos falta esperar el invierno (Pluma de Mompox 2011) y Alguna vez, algún lugar (Turpin Editores, 2018), este último comprendido dentro de la colección Palabra de Johnnie Walker, publicada en España.
No sé si a otros les suceda, pero de los libros que he leído y las películas que he visto sólo en muy contados casos recuerdo los finales. Ni siquiera en esos casos, a decir verdad, consigo recordarlos plenamente. Si acaso, uno que otro detalle. Lo que se impregnó en mi memoria con más fuerza en la última página o antes de que la pantalla se fuera a negro y emergieran los créditos: la placidez de un lago, en una novela de Baricco, o el desierto en el que se pierde una muchacha, en una de John Fante. El desconsuelo de un enamorado que recibe una carta, en una de Dostoievski, o el vitalismo de un personaje de Camus que luego de asesinar a otro hombre gusta de correr por la playa. Sin esas islas de la memoria ¿qué sentido tendría leer?, ¿acaso el mérito funesto de gastarnos la mirada contra una pared vacía, creyendo que en ella cuelga un cuadro o una estrella?
En ocasiones lo que recuerdo es una escena anterior al final que me da para pensar que el autor debió cerrar la historia en ese punto. Pienso ahora en la película Lo que queda del día. En el señor Stevens viendo alejarse a la señorita Kenton, sin haberle dicho lo que he esperado por más de dos horas. La lluvia lava la noche y el tranvía se aleja, con ella tratando de contener las lágrimas. No es gratis este recuerdo. Pesa en mi memoria y me tira de cabeza sobre esa tarde de febrero en que dejé mi patria.
Hay quienes odian su lugar de origen porque les obligó a salir. Hay quienes descargan esa ira sobre algún tirano, el hambre o la falta de oportunidades. Yo salí de mi país por propia voluntad y al menos por cinco años he descargado esa ira sobre mí mismo. No me pidan que narre el entramado. Las tramas, al igual que los finales, casi nunca los recuerdo. De las novelas de Pavese, por citar un ejemplo, conservo apenas un puñado de imágenes. La de un joven que regresa a la casa paterna con alguien que conoció en prisión. Muchachas silvestres, niños desnudos, un cuarto lleno de manzanas. La de un muchacho que sirve de ayudante en un camión y se calienta los dedos con aguardiente antes de tocar la guitarra. La de unos jóvenes que celebran fiestas sobre unas colinas y realizan un viaje a casa de uno de ellos en un pueblo entre montañas. La de una mujer que vuelve a su ciudad siendo ya adulta y se integra a un gremio en el que otra intenta suicidarse. Lo dicho en algún momento por el hombre que la acompaña: “Las ciudades envejecen, como las mujeres”. Imágenes, frases, personajes, casi nunca las tramas.
En cambio, sí recuerdo a Peter Orner: «La trama es el susurro de mis padres peleando en medio de la noche. Mi madre tratando de calmar a mi padre en vano. Esa línea de luz, el susurro demasiado estridente de mamá. Mi padre bufando: “Que nos escuchen, que cada entrometido de mierda de la ciudad nos escuche”». Porque eso son las tramas: un bucle que se repite eternamente con su engañosa carga de sentido. Un ruido ensordecedor que corre por donde debería correr la música o el silencio. Quizá por ello elijo novelas que son tan sólo una sucesión de fragmentos, de esos que a juicio de Adolfo Couve hacen la gran literatura. Imágenes para llevar por los días a modo de armadura. Frases que repetimos en nuestro fallido intento de conjurar a la muerte. Destellos para intentar iluminarnos por dentro. Las tramas y finales ni siquiera en los episodios de mi vida los recuerdo. Probablemente porque la vida es un largo encabalgamiento que impide saber cuándo empieza algo o cuándo acaba y todos nuestros actos se encuentran de algún modo entrelazados. Lo más parecido a un final fue ver llorar a mi madre aquella tarde de febrero en el aeropuerto, mientras yo me apresuraba hacia la puerta de embarque sin tiempo para consolarla. Allí tuvo lugar ese primer final que aún padezco y que vale, por su cuota de dolor, por cada uno de esos otros que he olvidado.