La bendición de la literatura

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La bendición de la literatura

Una historia germano-mauriciana
Christoph Nick
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Christoph Nick

Es verano en el Norte (invierno en el Sur) y, durante el mes de agosto, Literatur.Review los reúne a todos, publicando relatos inéditos o no traducidos del Norte y del Sur de nuestro planeta.

Christoph Nick es maestro artesano alemán en tejido a mano y entre 1985 y 1987 dirigió como voluntario en el Chad rural un proyecto de tejido artesanal con su familia. A su regreso del Chad, estudió historia y literatura inglesa y francesa en Heidelberg. Trabajó durante 13 años para políticos ecologistas, diez como periodista y enseñó alemán a directivos durante seis años. Vive en Bruselas, ha escrito su autobiografía y actualmente trabaja en su próximo proyecto literario.

Christoph no se levantó fácilmente aquella mañana. Él, que normalmente saltaba de la cama, saludando alegremente al nuevo día, con la boca llena de palabras que le salían a borbotones cuando había una víctima a quien obligar a escuchar, se sentía mustio y gris. No, no fue una mañana fácil la de aquel día de otoño de 1990 en Heidelberg. Incluso cuando estaba en el andén de la estación y aunque tuviera por delante un viaje tranquilo en el que poder olvidar lo que tanto le oprimía y a lo que se aferraba con todas sus fuerzas, sin querer ni poder soltarlo. Iría a Bad Honnef, a orillas del Rin, al que se sentía ligado. Había nacido en sus orillas, pero no había crecido allí.

Durante dos días, dejaría atrás su vida de estudiante. Durante dos días, enseñaría estudios regionales a alguien que pronto viajaría a Chad para hacer algo que entonces en Europa todavía se llamaba ayuda al desarrollo, pero que pronto se glorificaría como cooperación internacional. Christoph estaba en contra de la ayuda al desarrollo. Estaba a favor de la ayuda en caso de catástrofe y consideraba absolutamente necesaria una política económica justa, pero eso se vislumbraba en un futuro tan lejano que tal vez nunca llegaría a convertirse en presente. Estaba en contra de la ayuda al desarrollo porque las personas que la reciben saben mejor que nadie lo que necesitan y lo que no.

Conocía el país porque había dirigido una cooperativa en medio de la nada, según la perspectiva europea, para un servicio internacional cristiano de paz. La cooperativa estaba compuesta por 500 mujeres musulmanas de trece aldeas y de la pequeña ciudad de Binder, todas ellas tejedoras en sus hogares, donde trabajaban en telares manuales muy sencillos, tejiendo mantas de algodón cuyos hilos aún se hilaban con la rueca. Para él, como maestro tejedor, aquello tenía algo sagrado, algo transmitido desde tiempos inmemoriales. Algo cuya santidad, aparte de Annette, casi nadie podía comprender.

Se había fumado un pequeño porro para desayunar, no más de medio cigarrillo. Quería ponerse cómodo en el tren, tal vez dormir un poco más. No pensar demasiado en lo que le preocupaba. Despejar la mente y los pensamientos. El Intercity entró en la estación. Christoph subió a un vagón, un vagón de gran capacidad, sin compartimentos pequeños. Entró en el pasillo e inmediatamente vio a una mujer sentada en el lado derecho, a cuatro o cinco filas de asientos de distancia. La miró, pero ella no se fijó en él. Quizá estaba mirando por la ventanilla o leyendo un libro. Más tarde no pudo recordar esos detalles. Pero hubo una cosa que nunca olvidó. Que miró a su alrededor. Que había un asiento vacío aquí y allá, frente a ella, a su lado, al otro lado del pasillo y detrás de ella, donde podía haberse sentado. Que no quería nada más que eso, porque quería sentarse cerca de esa mujer. Porque quería mirarla y no apartar la vista. Porque le cautivaba con su belleza y un aura indescriptible que le llegaba al alma. Pero, en una fracción de segundo, decidió no hacerlo. Porque creyó que todo acabaría en un momento embarazoso. Que los demás pasajeros se sorprenderían de que hubiera un hombre sentado allí mirando fijamente a esa mujer, kilómetro tras kilómetro tras kilómetro.

Se armó de valor y pasó valientemente junto a ella, atravesó todo el vagón y se sentó en el siguiente de modo que ya no pudiese verla. No quería ser intrusivo, quería comportarse decentemente.

Quería dejarse llevar, ver pasar el paisaje, soñar. No lo logró. El paisaje y las ciudades pasaron, pero con ellos también los últimos quince meses que habían puesto su vida patas arriba. El momento en que Annette regresó de Berlín, adonde él la había enviado, a casa de su hermano, para que se recuperara un poco, porque el primer año de su nueva vida como terapeuta ocupacional, profesión por la que finalmente se había decidido, le había costado mucha energía. Ella también era tejedora. Un oficio hermoso. Pero no se podía vivir de él.

No tenían dinero para irse de vacaciones con los niños, pero sí el suficiente para un viaje a Berlín sin costes adicionales. Cuando regresó, lo primero que dijo fue: "Me quedo con el piso y los niños". Y eso fue todo. Su vida se desmoronó y Annette se sintió liberada. Liberada de un hombre al que había seguido en todas sus aventuras. Primero en un viaje en bicicleta que los llevaría a Turquía, pero que interrumpieron en Grecia, en el séptimo mes del primer embarazo de Annette. Después, a la costa del Mar del Norte. Christoph trabajó en la tejeduría del Museo Dithmarscher de Meldorf, era su primer año como tejedor manual. Un año más tarde volvieron a hacer las maletas cuando su hija murió de muerte súbita. Sólo años después supieron que el agua potable estaba contaminada por la agricultura intensiva.

Annette incluso lo había seguido a África, donde buscaban a dos tejedores. Sintram tenía veinte meses cuando partieron. Un año después, su hermana nació en un pequeño centro de salud de Camerún, porque donde vivían en Chad no había. Veinte meses después, Annette voló sola de vuelta a Alemania. La recogió un avión de rescate en Garoua, una gran ciudad del norte de Camerún. Su vida peligraba y a duras penas lograron salvarla. No es de extrañar que no quisiera seguirlo en la siguiente aventura: los estudios, que Christoph había decidido emprender, costara lo que costara. Historia, literatura inglesa y francesa... porque quería entender mejor el presente. Al menos geográficamente ella lo acompañó después de todo, eligiendo el lugar. Heidelberg. Su ciudad natal.

El tren se acercaba a Coblenza. Christoph tenía que cambiar a un tren regional que le llevaría a Bad Honnef, al otro lado del Rin. Cuando se levantó, vio que la mujer que no había olvidado ya estaba en la puerta. Se dirigió hacia ella y se puso a su lado. Conforme se acercaba, la oyó preguntar al revisor que pasaba por allí de dónde salía el tren a Bad Honnef. Le preguntó si también iba a la Fundación Alemana para el Desarrollo Internacional. Ella lo miró y le dijo que sí. Él podría indicarle qué tren tomar. El tres esperaba un poco apartado, en una vía secundaria. Se sentaron frente a frente.

Se llamaba Cindy y era de Stuttgart. Un empleado de la Fundación Alemana para el Desarrollo había entablado conversación con ella en un restaurante de allí mientras sus hijos jugaban juntos. Así fue como descubrió que ella era de Mauricio. "Pero qué buena noticia", dijo, "en Bad Honnef estamos buscando urgentemente a alguien que pueda preparar a un grupo de cooperantes para la vida en Mauricio durante dos días."

Cindy en realidad no quería involucrarse con Christoph y Christoph no quería importunarle. Se recostó y cerró los ojos. Ella lo miró y escuchó una voz en su interior: "Es él". "¿Ese? ¿Qué se supone que es?", preguntó ella. "Es él. Es tu próximo marido". "No quiero a ese turco", contestó ella. "¡De ninguna manera!".

Que lo tomara por turco no era tan desacertado, porque a él ya le habían preguntado varias veces en su vida si lo era. Llegaron a Bad Honnef y caminaron hasta la fundación. Christoph le mostró la recepción, donde obtendrían toda la información necesaria. Al día siguiente, regresaron juntos y acordaron encontrarse para el viaje de ida en dos semanas, cuando tendría lugar la segunda parte del curso. Dos semanas después, Christoph ya no tuvo que irse al siguiente vagón. Se sentó junto a Cindy y pudo mirarla tanto como quiso. Seguía tan fascinado por ella como quince días antes. En la recepción les asignaron el mismo hotel.

Cuando se encontraron en los jardines del complejo durante la pausa para comer, él le preguntó si podía ir a su habitación por la noche. Tuvo que armarse de valor para hacerle esa pregunta. Internamente, estaba agitado. Sabía que sólo tendría esa oportunidad. Se dijo a sí mismo que no podía ser tan difícil, al fin y al cabo, en la literatura que estaba estudiando ocurrían cosas parecidas todo el tiempo. "Toma la literatura como modelo, aprende de lo que sucede en las novelas, y entonces tú también podrás hacerlo", se dijo. Sin embargo, le costó un gran esfuerzo formular esta única frase: "Esta noche, en el hotel, iré a tu habitación, ¿vale?". No hubo una respuesta clara de Cindy. Christoph no estaba seguro de si lo había entendido. Su autoinvitación quedó en el aire. Al menos, habían acordado pasar la noche juntos. Christoph sentía tal vergüenza que le hubiera encantado que la tierra se lo tragara.

Cuando llegaron al hotel, ya eran las diez y media. Christoph ya conocía el hotel y a la dueña de estancias anteriores. Ella le informó: "Señor Nick, la señora Surma está registrada, pero usted no". Como ya era tarde, intentó encontrar una solución. "Podría alojarlo con su colega de la casa One World de Bielefeld, seguro que él estará de acuerdo". Christoph vio cómo sus posibilidades con Cindy se esfumaban. "Eso sería una posibilidad", respondió. "Pero conozco mejor a la señora Surma que a ese colega". "Bueno", dijo la dueña. "¿Qué hacemos entonces?" Miró a Cindy. "Eso no está en mi mano. Sra. Surma, ¿qué dice usted?". Cindy dudó, parecía insegura. Christoph y la dueña del hotel la miraron. El tiempo parecía alargarse infinitamente. Justo antes de que la pausa se volviese demasiado incómoda, Cindy dijo que estaba de acuerdo. Compartieron habitación. Christoph agradeció que la dueña del hotel no tuviera nada que objetar. La alegría de vivir y la liberalidad renanas pueden ser una bendición tan grande como la literatura.

Así comenzó su primera noche de amor. Christoph puso el colchón en el suelo porque la cama hacía demasiado ruido. Al día siguiente regresaron. Se contaron sus vidas. Ambos estaban separados desde hacía un año. Christoph explicó que estaba separado, pero no libre, porque quería recuperar a su familia. Cuando bajó del tren en Heidelberg, prometió llamarla.

Siete años después, se casaron.


Esta historia forma parte de la autobiografía inédita de Christoph Nick "Mein Leben im Paradies - Autobiografie eines Unbekannten" (Mi vida en el paraíso - autobiografía de un forastero).